A lo largo de estos dos últimos años me he visto en multitud de habitaciones, celdas, locutorios, sacristías, salas de espera de colegios, restaurantes, bares de mala muerte, discotecas, bancos sucios, bancos limpios, sillas de plástico en pasillos fríos, suelos de piedra caliente y en una huerta… Tres mudanzas, con otras dos más anotadas en la agenda para antes del turrón, atesoran lo curva que puede llegar a ser la vida de un periodista que tenga por apellido en LinkedIn “Freelance” o en twitter algo así como “aventurero empedernido”.
En cualquier caso, con la certeza de la vida –de “esta vida”–, en casi todas ellas –firmar un absoluto sería admitir que vivimos en el mismo infierno– la musca comun ha estado presente. Sin más propósito que ofrecer a los espectadores un baile caótico, un duelo a muerte con la gravedad para ver quién gana en centímetros al hastío. Revoloteando con la misma torpeza con la que se recoge un borracho la madrugada de un martes de abril, al sonar de la persiana metálica del bar donde se ha dejado las ganas de empezar de nuevo; entre charcos de luces y reflejos fluorescentes del chaleco de un basurero con casco de bici en la cabeza.
Hace ya algún tiempo, Luis Landeira escribió en Jot Down un “tratado” sobre la cucaracha. Un despliegue grácil y bien escrito sobre sus estudiadas y repugnantes cualidades para la supervivencia –sea en el entorno que sea–, y su paso por el cine, el porno y la música.
Hoy, por haberme encontrado, una vez más, con una mosca revoloteando por encima del teclado –ahora se ha detenido en el saliente de mi polvorienta ventana–, os hablaré de esta comemierda que no para de incordiar y el significado que tiene en tu vida.
Porque si no has estado jamás en un picnic, en una barbacoa, en un hospital deficitario, en un vertedero, o simplemente a las seis de la tarde de cualquier verano paseando por la calle con tu helado… Porque si no has visto la obra de teatro de Sartre “Las Moscas”, no has escuchado aquella canción de Vetusta Morla, no has leído a William Golding; si todavía no has llegado a “ese” capítulo de Breaking Bad, si no has tenido pesadillas con la película “The Fly” de 1986 o no has masticado a Quevedo, Neruda, Poe o el blog de Juan Ledo, he de decirte que la mosca es la representación del mal en tu vida. Y tú estabas viviendo tan tranquilo sin saberlo. Inmaculado.
Ella siempre ha estado ahí como vigilante observadora de tus caídas, riéndose en el ruido en el que te metes tú solo; esperando paciente, frotando sus manitas en posición de conspiración perpetua, el próximo ataque a tu solomillo ibérico; aprovechando el éxtasis que te produce el ocio y el placer de llenarte la boca de cerdo mientras ves los mejores vídeos de caídas en YouTube.
Que no te libras ni librarás del príncipe de este mundo es la certeza que trata de instalarte este artículo. Pues siempre tendrás en el atrezzo al más miserable de los bichos voladores y al más fiel de los esbirros de Belcebú (En hebreo: “Baal”, señor; “Zebub”, mosca. “El Señor de las Moscas”).
Un animal de merde
A modo de breve introducción de nuestro mortal enemigo: los que le han dedicado algún tiempo a estudiar la mosca y sus más que 500.000 variedades y formas, solamente por el hecho de justificar el tiempo invertido en tamaña estupidez, nos dicen que estos animales son imprescindibles en nuestro ecosistema. Por ser polinizadores –en Australia, dice un youtuber con poquísimos suscriptores, la utilizan con este propósito– y por ocuparse de reducir las emisiones de metano que producen los excrementos de los animales y los mismos bichos al morir.
Sé a ciencia cierta que los lectores conocen a la perfección los puntos tratados en la cumbre de París de hace unos meses, y que reciclan en casa hasta el papel de cocina de las patatas fritas, separando el aceite de la celulosa con tecnología punta. Pero por si hay algún despistado que todavía sigue comprando la bolsa negra universal, donde caben todas las porquerías, recordamos que la industria cárnica es una de las principales causas de emisión de gases contaminantes; no solo por los residuos propios de la producción de alimentos para las bestias y por los costes logísticos propios de este negocio, sino por el metano que sale del trasero de nuestros chuletones.
Busco en las hemerotecas digitales apoyos informativos de esta alabada y asquerosa cualidad. Veo si ha habido algún tipo de manifestación, apoyo incondicional o comentario en voz alta de las asociaciones animalistas a favor de la mosca. Pero, ¡oh, sorpresa! Ningún lobby hasta la fecha ha sacado billetes rumbo a Bruselas. Nadie del bloque verde de Europa se ha rasgado las vestiduras por las insoportables condiciones a las que están sometidas las moscas del vinagre.
Hasta tú, mi esquiva repugnancia, eres vómito de los que acogen causas absolutas en nombre del emotivismo”.
Continúo buscando los beneficios de este miserable díptero, por darle un puntito de objetividad a mi exposición, y solo encuentro que lo más admirable de este insecto es su capacidad de albergar inmundicias, hasta 100 enfermedades distintas, sin que ninguna de ellas le afecte en lo particular.
No me detengo aquí. Abro –(solo) porque estoy de mudanza– la enciclopedia Salvat. Para los nativos digitales: la enciclopedia Salvat viene a ser una suerte de objetos pesados y filosos que albergan un resumen aséptico de la historia del hombre. Los oyentes de “Las noches de Ortega” pueden acreditar el fallecimiento de numerosos familiares con ejemplares similares. En estos viejos libros, calzadores natos de butacones de lectura, me topo con una continuada y prolífica carrera de nadas que nada objetan sobre mi rechazo a la mosca por principio.
Sartre, en su fatal obra de teatro, señala estos insectos como fruto del poder de Júpiter, Dios de la muerte, que deja sumida a la ciudad de Argos en penitencia perpetua. Orestes y Pedagogo no pueden sino repudiarlas desde el primer encuentro en el primer acto, al verlas gordas y zumbantes, ocupando cada hueco blanco de la retina del tonto del pueblo. Chupando y chupando los líquidos oculares. (¡Qué asco!).
Quevedo, en su bajada al infierno en 1609, la descubre como el ídolo de Ozías, quien tras enfermar de lepra le pidió la salud a una mosca antes que a Yahvé.
Walter White, en el culmen de su depravación y de la serie Breaking Bad, se encuentra con “ella, la repugnante” en la luz parpadeante de la alarma de su casa. Espejo vivo, regocijo infinito, de la cadena de asesinatos, rupturas y toneladas de meta azul que tiene que sostener el alma del profesor de química.
Vetusta Morla le canta con voz trémula y piano de sospechas como “algo sutil (…) que nada cuenta y todo ve”.
La mutación fatal de Jeff Goldblum con una mosca, al tratar de teletransportarse en una máquina del infierno en “The Fly”, puso a David Cronenberg y al guaperas de Jurassic Park en el mapa de lo sórdido y el horror dentro de la serie B.
¿Quién no recuerda la cabeza de jabalí clavada en una pica, repleta de asquerosidades, en el final de la película de los niños salvajes y perdidos en una isla?
Y si todos coinciden y este bicho solo baila con las miserias, ¿acaso yo puedo fallar en mi odio hacia él?
Las he visto muertas en la alfombra o reptando por una pierna humana en pantalón corto; diseñando un velódromo en el vaso de agua, muriendo en el retrete…
— ¡Ah, no! Espera. Sigue vive la jodida. Mira como mueve sus patitas.
El aborto de Gregor Samsa, cuando pusiste el separador por un momento, en un par de minutos locos en su cuarto con otra cucaracha, fue una mosca. Esta misma que me acompaña durante mi delirio con su zumbido. Es mi expectro patronum. Mi lazo a la tierra.
Pero eso ya se acabó. Ya estás torpe, inmunda amiga de tanto revuelo en mi sebosa coronilla. Y mi desodorante y mi mechero preparados. Acércate, trata de seducirme con tus pelos y cientos de ojos. Te declaro la guerra, a ti y a tus 150 larvas que al día acabas incubando detrás de la máquina de café, en los libros de Paulo Coelho, en las pestañas del gato que jamás tendré. Quiero que mueras achicharrada, maldita. Tú y toda tu estirpe de abortos, pues no deseo, ni en lo bueno ni en lo malo, aunque seas un mal humor de mi conciencia que cobre tan repugnante forma, tu pestilente presencia.
Yo, Espinosa Martínez, azote de inmundicias, firmo y sello y animo al lector a que desde este momento salga a las grandes superficies a comprar matamoscas y toda suerte de armas químicas para combatir con todas y cada unas de las moscas que existan.
[¿Te ha gustado? Lee la réplica a este artículo por Ignatius Reilly Jr.]