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Amistades I: retrospectiva de un pequeño/gran fracaso personal

En Columnas/El astigmatismo de Chesterton por

Hace ya un buen puñado de meses tuve un encuentro al que todavía hoy, con pipa en mano y jarra de agua encima de la mesa, sigo dando vueltas.

Se trata de una quedada que hacía más de ocho años que no se producía.

Cinco amigos, con cuatro dientes de leche todavía intactos, jugaban en el barrizal que por césped tenían en la urbanización, metiendo goles imposibles en porterías infinitas, bañándose en piscinas traviesas.

Así se conocieron. Así se recuerdan.

Aunque seguíamos teniendo contacto entre algunos de nosotros, durante casi dos lustros, ninguno había hecho nada por provocar la reunión, por saber cómo íbamos envejeciendo, por saber a qué olían nuestras ánimas después de tanto tiempo.

Sea como fuere, el encuentro se produjo y fue grato ver el misterio que se dibuja en la vida de cada individuo después de haber visto a España ganar un mundial y hundirse en la miseria; según fuentes de Unidos Podemos y las confluencias, después de que cada uno experimentase los aprietos y sinsabores de las puertas cerradas por culpa de las giratorias; según argumentan los que están al fondo de los círculos, lo extrañamente difuso y temible que sonaba en  aquel entonces en cinco amigos -carne de paro juvenil- el “estudia mucho” por parte de nuestros padres, que despreocupados, repasaban los resultados de la Segunda B en el Marca porque España va bien.

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Como es inevitable en la tragedia española de nuestro tiempo, las conversaciones llamadas a recordar un índice repleto de anécdotas juveniles, idas de olla varias y reafirmaciones sobre la necesidad de recuperar el terreno perdido en nuevos y, a ser posible, inmediatos viajes alrededor del mundo, terminó siendo copada y mancillada por la política.  O por la perversión que, con nuestros efluvios de topicazos, entendíamos por política. Ésta apareció del mismo modo y con el fulgor y pasión que Fernado Trueba trató de impregnar a la desnudez en “Belle Époque”: todo precipitado, todo torpe y rodeado de un áurea de estupidez apabullante.

–Hay que echarlos a palos.

–Todo esto es culpa de la casta.

–Esto lo mueven siete hombres con maletín y corbata, te lo digo yo.

Pobre Emilio Tucci, pensé entonces, disfrazando a los corruptos Hombres Grises de Momo sin saberlo. O quizás si…

Las entelequias conspiranoicas empezaron a bullir sin marcha atrás y el camarero no traía la cuenta.

Se cacareaba sobre la necesidad de una equidad absoluta, un régimen fiscal contra las grandes fortunas de contundencia ejemplar (a palos, te lo digo yo), de un plan educativo que contemplase las particularidades de cada uno de los individuos que conformaba “el Estado, el pueblo o qué se yo”.

Elogios a finlandeses y normandos. Todas sacadas de cinco minutos de Évole. Resoplidos y negativas ante los disparates. Gesticulación perenne y la mesa de árbitro sobre la contundencia y solidez de nuestras respuestas con cada golpe al cierre de frase.

Gritos a favor de los ecos que todavía resoplaban, desde el trágico 17 J del 36  hasta el 20 N del 75 en los calabozos de la DGS.

La complacencia con el mediocre en un estado de permanente mediocridad.

Kapuscinski en “El Sha” explica en unas penosas páginas, después de la caída del dictador iraní y la llegada de la “democracia”, cómo  en los procesos de formación de las instituciones, en un afán desmedido por dar altavoz a todo aquel que se viera capacitado para hablar en público, se daba el extraño fenómeno de la complacencia con el mediocre en un estado de permanente mediocridad. Las personas querían escucharse y sentirse escuchadas. Nada más. El resto del tiempo no eran sino un montón de piedras en el desierto.

Cada uno quería expresar sus ideas, quería hablar en público. Se notaba que el hecho de poder intervenir revestía para ellos singular importancia, que el momento era de mucho peso. Así todos podrían decir más tarde a sus vecinos:<<He tenido una intervención>>”.

Cuando pasaba por la calle, otros podían pararle para decir respetuosamente: <<¡Has tenido una intervención muy interesante!>> Poco a poco empezó a formarse una jerarquía informal: ocupaban la cúspide aquellos que en cualquier circunstancia habrían pronunciado buenos discursos; en cambio, abajo se congregaban introvertidos, la gente con algún defecto de pronunciación, un sinfín de los que no habían conseguido dominar su timidez, y, finalmente, aquellos que consideraban que las discusiones interminables carecían de sentido. Al día siguiente volvían a discutir como si el día anterior allí no hubiese ocurrido nada, como si tuviesen que empezarlo todo de nuevo”.

Una reminiscencia perversa de lo que Kapuscinski contaba en “El Sha”, se colaba cada vez que uno de nosotros pedía el turno para argumentar y contrargumentar posturas que por lo precipitado de la conversación, se estaban quedando atrás. Pero era y es irrefrenable en un ignorante abandonar su conclusión una vez que se ha atrevido a decírsela a sí mismo y darla por buena.

Como la quedada ya se había ido al traste propusimos un pequeño juego.

Imaginar que disponíamos de todos los recursos inimaginables para poner en marcha un nuevo Estado.

Aquello fue a peor.

Siempre que se proponía la abstracción, volvía con fuerza el ejemplo desvirtuado y simplista. La clásica comparativa de:

–Ya, pero. Si estamos de acuerdo. Pero. ¿Y si mi abuela tuviera huevos? ¿qué sería?

El disparate se fue sofisticando hasta el punto de, antes del penúltimo abrazo y la penúltima promesa fallida de vernos pronto, terminar concluyendo  sobre la realidad tangible, palpable y científicamente demostrada por alguna universidad centro norteamericana, sobre el amor, en categorías humanas, de los perros hacia las personas.

–Es posible. Mi perro me ama. Me lo demuestra a diario.

Una discusión patética, por cerrar el asunto cuanto antes.

La imperiosa necesidad de rescatar a los niños grandes

Recordar al cochino jabalí, uno de nosotros, -el de los maletines y corbatas- perseguirnos por la piscina cada vez que se cabreaba, reírnos de la catapulta infernal que dislocó el hombro a un servidor el hermano mayor del que ahora defiende encolerizado el amor perruno hacia el hombre,  apostar ingentes cantidades de dinero a saber ubicar a la perfección en la urbanización la necrópolis de hámsters rusos, roedores que no superaban un invierno en el tenderete porque a nuestra madre le daba repelús tenerlo en la salita. Todos ellos eran los objetivos que habían sido fijados en la bóveda celeste, como epígrafes de una misión extraordinaria; la de volver a ser niños, y que se había ido al traste por la soberbia, nadas y dudas vitales de sus invitados.

De este pequeño/gran fracaso personal, el de aparcar por verborreas los juegos imposibles y las invenciones más mágicas de nuestra infancia, he extraído una hoja de ruta que se activa en cada nueva conversación con amigos y desconocidos: que antes me destierren con mi cerda Napoleón a Santa Elena si no he hablado con mis allegados y extraños sobre mis tortugas, mi pupitre y mis muchas horas releyendo a Potter y compañía.

Personaje enclenque, perteneciente al lustrado con grasa de pato sector de la hostelería, trato de avivar, a la luz de un mal estudiado Chesterton, las paradojas que salpican las alegrías y penas de lo cotidiano. Cuando me pongo serio escribo como Ricardo Morales Jiménez.

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