China global: comunismo, capitalismo y nacionalismo
“Estudia el pasado si quieres pronosticar el futuro”
Kung Fu Tzu (Confucio)
Globalización china
Fueron los primeros en padecerla y los primeros en controlarla. En China nació la pandemia del Coronavirus, que superó rápida y eficazmente con supuestamente pocas victimas (en comparación con otros grandes países) y con secretos oficiales que supuestamente nunca existieron; e incluso se daban el lujo de enviar ayuda sanitaria a naciones necesitadas, a ganar dinero con las mascarillas y respiradores tan deseados, y reírse públicamente de los afectados y divididos EEUU de Donald Trump.
La República popular de China quería, y quiere, ser la primera potencia global y esta pandemia global era otra oportunidad. Porque durante el siglo XXI ha lanzado un gran proyecto económico, político, tecnológico y propagandístico para conseguirlo. El tercer país más grande del mundo por territorio, y el segundo por población, quiere sustituir a los EEUU como líder internacional, demostrando que una nación aún definida como comunista puede ser fortaleza capitalista (desde su peculiar versión) y referente nacionalista a nivel geopolítico (frente al hegemónico eje euroatlántico y sus miembros liberal-progresistas)
La Globalización parece que le ha venido como anillo al dedo. Al contrario de sus “hermanos soviéticos”, la China comunista sobrevivió a la caída del Muro del Berlín (como su vecina Vietnam), pero no como país colectivista subdesarrollado (de Cuba a Corea del Norte) sino como peculiar artefacto comunista-capitalista-nacionalista, capaz de adaptarse a un entorno aparentemente hostil no solo para subsistir, sino para vencer, e incluso convencer, ante la simple necesidad de usar y tirar (de bienes a relaciones, de valores a lealtades) en la que parece haberse convertido el mundo globalizado.
Existen tres claves interrelacionadas que harían obsoletos los manuales clásicos de ciencia política: comunismo, capitalismo y nacionalismo. Pero, ¿puede ser un Estado que apela al socialismo de partido único tener un sistema productivo más o menos capitalista?, ¿pueden capitalismo y comunismo encontrar puntos de encuentro sin desafiar a la lógica?, ¿y un régimen de supuesta naturaleza proletaria e internacionalista puede ser orgullosamente nacionalista o realmente no es ni verdadero comunismo ni auténtico capitalismo, sino solo un nacionalismo autoritario de élite restringida que se aprovecha del pasado y del presente para mantenerse?.
Posiblemente la respuesta a estas preguntas sea que no interesa una respuesta: pese a las diferencias ideológicas o a los distintos derechos humanos defendidos, da igual lo que sea o pueda ser quién nos fabrica nuestros artilugios, quién nos vende nuestras necesidades o quien nos enriquece con sus costos. Ahora y casi siempre.
Comunismo
“La vía china al socialismo”. Este es el lema de un régimen doctrinal, simbólica e institucionalmente comunista desde su fundación, que en el art. 1 de la Constitución se autodefinía, ni más ni menos con los ojos de hoy, de la siguiente manera: “la República Popular China (RPCh) es un Estado socialista bajo la dictadura democrática popular, dirigido por la clase obrera y basado en la alianza obrero-campesina”.
El 1 de octubre de 1949, el líder comunista Mao Zedong proclamó el nacimiento de la RPCh. Tras la mítica “Larga Marcha” y la victoria de su Ejercito popular de Salvación en la Guerra civil china (1927-1949) frente al Kuomintang (o Partido Nacionalista Chino), se implantó una variante del comunismo estalinista en boga en las tierras del legendario Imperio (Zhōnghuá dìguó).
Hasta 1976 el país estuvo bajo el férreo control del “fundador” Mao y sus sueños de una total, revolucionaria y utópica transformación colectivista de la China rural, tradicional y atrasada. Llamado como el “gran timonel”, Mao aplicó una ingeniería político-social sin ningún tipo de escrúpulo moral, entre la colectivización a gran escala y la depuración sistemática de todo real o posible disidente, como se demostró en sus grandes campañas represivas: la primera estrategia “para suprimir contrarrevolucionarios”, el posterior programa “Tres Anti y Cinco Anti”, el sistemático “Movimiento antiderechista”, el tremendo “Gran Salto Adelante”, y la final y dramática “Revolución Cultural”.
Ante las evidentes dificultades económicas del sistema y la represión masiva insostenible, su sucesor Deng Xiaoping (1978-1989) encabezó un gobierno limitadamente aperturista (especialmente en lo económico, como veremos) que mostró sus contradicciones tras la persecución de las revueltas estudiantiles de Tiananmen. Por ello Jiang Zemin (1989-2002), Hu Jintao (2002-2012) y Xi Jinping (desde 2012) buscaron mantener la supervivencia del sistema acrecentando el contenido capitalista (bajo especial control del Estado) y nacionalista (sobre la mayoritaria etnia Han) del mismo. Desde el crecimiento económico como legitimación popular, la propaganda pública masiva como adoctrinamiento, la cooptación de elites empresariales en el seno del PCCh, la influencia geopolítica en el pretendido mundo multipolar, y una represión más selectiva apoyada en los comités vecinales y la censura oficial (especialmente desde 1996 con el llamado “Gran cortafuegos” de internet).
Capitalismo
La gran fábrica del mundo. Bajos salarios, escasas condiciones laborales, pocos controles medioambientales, disciplina productiva férrea, imitación a gran escala o uso intensivo de recursos naturales; condiciones que hacían de China el productor bueno, bonito y barato que inundaba de productos nuestras estanterías.
Todo comenzó en 1979, con un programa radical de reformas económicas ante la crisis casi terminal a la que abocó el sueño de Mao. Programa inscrito dentro del plan del periodo llamado como “Boluan Fanzheng” (o “eliminar el caos y volver a la normalidad”), impulsado por la facción reformista del PCCh, con el objetivo de superar los errores brutales de la “revolución cultural” de Mao y dar bienestar a la ciudadanía empobrecida a cambio de renovada lealtad. De la mano de Deng Xiaoping se aprobó el nuevo programa definido bajo el ideal de “socialismo con características chinas”, buscando transitar progresivamente de la estricta planificación colectivista (que hundía todos los indicadores) a una peculiar economía socialista de mercado (que garantizase primero el suministro básico, y después cierta expansión). Las hambrunas masivas y los problemas de financiación de esa época permitieron a esta nueva generación impulsar la inevitable aunque restringida transformación: inicialmente mediante la descolectivización urgente de la agricultura, la búsqueda de inversores extranjeros y el primer permiso para abrir pequeñas empresas privadas; y años más tarde con la privatización un notable porcentaje de la industria estatal, la eliminación del control de precios, y la exigida apertura de las políticas proteccionistas. Un proceso siempre dirigido por el PCCh que, entre avances y retrocesos (como tras la represión de Tiananmen, o bajo la etapa más estatista de la administración “Hu-Wen” de Jintao y Jiabao), entre 1978 y 2010 llevó a un crecimiento histórico de la economía china con una media del 9,5% anual, y al país desde 2014 al primer puesto como potencia industrial y exportadora y al segundo puesto de la lista mundial de PIB nominal. Un proverbio chino podría ser claro al respecto: “cuando el dinero habla, la verdad calla”.
Pero ésta fábrica comenzó a tener tiendas. Ya no solo fabricaban para las empresas occidentales a bajo costo, sino que sus negocios eran parte de nuestra vida, desde el ya muy habitual restaurante chino de menú económico y estándar, al bazar chino de horarios imposibles y amplísima oferta o al polígono de almacenes chinos donde se puede comprar de casi todo; e incluso sus marcas empezaban a ser referentes de nuestra elección por sus precios supuestamente baratos: móviles de Xioami o Huawei, electrónica de Lenovo o Anker, electrodomésticos de Haier o Hisense, videojuegos de Cheetah o Elex, y comercio en las aplicaciones de AliBaba. Y fábrica que se usaba también, al estar bajo supervisión o bajo capital estatal, como herramienta de influencia geopolítica mundial, especialmente bajo la presidencia de Xi Jinping; a ello respondían las impresionantes inversiones en África en búsqueda de recursos naturales (como las “tierras raras”), o el sueño de la “Nueva ruta de la Seda” para interconectar, más económica y rápidamente, Europa y Asía.
Nacionalismo
Comunismo y capitalismo necesitan de una Nación a la que dominar y representar, y a la que poner a trabajar y a consumir. Una Nación que debía ser la continuación de una civilización milenaria, que tenía que ser uniforme internamente (en su lengua y sus símbolos), que debía ser diferenciada de vecinos y adversarios, y que tenía que proteger su “espacio vital”.
En primer lugar mediante una identidad uniforme, construida y difundida a través de la lengua común y oficial, como el “mandarín” (frente al chino yue o cantonés, y a dialectos variados y minoritarios), y con una etnia mayoritaria, como los “han” (con la que “repoblar” tierras uigures o tibetanas, y asimilar a los manchúes, miao o zhuang). Y en segundo lugar, dominando el llamado “espacio vital chino”, que comprendía la integridad territorial de un vasto país y sus zonas tradicionales de influencia. Controlando por ello, y directamente, las lejanas y diferenciadas regiones, como la montañosa zona del Tibet o Xīzàng (de originaria etnia budista) y la fronteriza provincia del Turquestán o Xīnjiāng (de originaria población uigur y musulmana); regiones sin autonomía propia y sometidas a un profundo proceso de aculturación (demográfica, lingüística y religiosa). Integrando paulatinamente a las supercapitalistas ciudades-estado de Macao y Hong-Kong, antiguas colonias europeas recuperadas como “regiones administrativas especiales” (bajo el lema “un país, dos sistemas”); tomando el control del llamado Mar de China meridional, creando islas artificiales para ampliar y delimitar su zona de control (pese a las quejas de Brunei, Filipinas, Malasia, Singapur o Vietnam); e intentando aislar a la independiente República china de Taiwán (isla de Formosa) de reconocimiento internacional al reclamar que de iure es parte integral de la China continental (separada, de facto, tras el triunfo de la revolución comunista y el exilio a la isla del gobierno nacionalista en 1949).
China sabe vender y sabe venderse. Nacionalismo difundido dentro y fuera de sus fronteras como no expansivo y muy equilibrado entre la tradición y la modernidad, en un ejercicio que puede parecer imposible, o cuando menos curioso, para la mentalidad liberal-progresista occidental. Una fusión sin paragón, y con interpretaciones diversas, que aspira a conectar la herencia territorial imperial con la dominación actual comunista, cierta espiritualidad milenaria con la pretendida ética socialista patria, los valores familiares de siempre con un capitalismo superproductivo e hiperconsumista, la soberanía de las naciones con la represión de las autonomías internas, los derechos de propiedad individual con la tutela pública final (como recoge el primer Código civil unificado de 2020).
Y en esta venta son unos maestros: un país friendly en tiempos de conflicto, que no molesta y que no quiere molestar. Para que no le molesten; no participa en guerras externas (por ahora) y no quiere cambiar los valores morales ni las realidades culturales de sus clientes (por ahora), es un socio económico confiable (sin muchas preguntas) y un proveedor masivo (con menos preguntas), y defiende su modelo político-social (lógicamente) sin cuestionar el de otros (como es lógico). Su propaganda crea, así, esa imagen necesaria con la que legitimarse internamente y justificarse externamente. Y para ello despliega ,medios y recursos propagandísticos que se han convertido, por tanto, en instrumento esencial de la política del régimen (como la de cualquiera, pero en registros evidentemente diferentes) y que debían estar a la altura de la empresa de la “Gran China”. Los Juegos Olímpicos de Pekín de 2008 fueron ese escenario mundial adecuado para enseñar a propios y extraños esa imagen actual: el poder y la modernidad de la nueva China. Una inversión faraónica, una puesta en escena brillante, y una victoria final y necesaria en el medallero deportivo (por primera vez en la Historia), para la que se fabricaron campeones con ingentes horas y gastos. Y propaganda oficial y masiva que, entre ayuda a países africanos y obras majestuosas (como la increíble presa de las Tres Gargantas del rio Yangtse, el larguísimo Gran Puente de Danyang-Kunshan, la nueva y casi fantasma ciudad de Kangbashi en la lejana Mongolia interior, o el impresionante Aeropuerto Internacional Beijing Daxing), culminó con la publicidad de su éxito frente a la misma crisis del Coronavirus.
Como enseñó el sabio chino Kung Fu Tzu (Confucio), “por tres métodos podemos adquirir la sabiduría: primero por la reflexión, la más noble; segundo, por la imaginación, la más sencilla; y tercero por la experiencia, la más amarga”.