Un amigo me preguntó maliciosamente hace unos días por qué dedico una parte de mi tiempo a escribir. El interrogante me pilló tan a contrapié que necesité tomarme unos segundos de cavilación. Finalmente respondí que escribo por muchos motivos, sí, pero ninguno tan poderoso como el afán de reconocimiento. Si me siento a escribir un artículo o un relato, afirmé, es porque los elogios posteriores compensan con creces el esfuerzo. Debo confesar que no quedé del todo satisfecho con mi réplica, que podría haber sido más agradable. Podría haberle dicho a mi amigo que concibo la escritura como una «vía de expresión de mi subjetividad» o como «un medio para realizarme personalmente», en plan gurú de baratillo posmoderno. También podría haber optado por una alternativa menos pretenciosa, y haberle espetado que escribo por el mismo motivo por el que unos juegan al golf y otros pintan: porque me gusta. Pero respondí como respondí, y mi amigo reaccionó con cierto desaire; de hecho, tras pronunciar un sermón demasiado prolijo para resultar mínimamente efectivo, me acusó de vanidoso y yo, elegante, encajé la acusación.
Hace unos días leí un artículo en el que el brillantísimo filósofo conservador Gregorio Luri enumeraba una serie de motivos por los que uno, cualquiera, debe amar su patria aunque ésta sea imperfecta. Lo cierto es que me quedó un regusto agridulce. Estaba de acuerdo con la tesis defendida en él, sí, pero más accidentalmente que sustancialmente. Coincido, por supuesto, en que el amor a la patria cohesiona las sociedades, en que la vida común se vertebra en torno a él, en que es condición necesaria para alcanzar objetivos compartidos y en que contribuye a mitigar tanto el individualismo como el adanismo generacional que la modernidad ha alentado.
Sin embargo, por más que releo el artículo, no me termina de agradar su espíritu. Estoy convencido de que hay buenas razones prácticas para amar la propia patria, pero no estoy convencido de que esas buenas razones se deban enumerar. Seguro que hay excelentes motivos para que ame a mi madre aun siendo ella imperfecta, como también los habrá para que quiera a mi perro, que está tullido. Pero enumerar motivos que justifiquen el amor a una madre imperfecta o el afecto a una mascota tullida no deja de ser un signo de frivolidad. Así, me indignaría muchísimo que alguien me dijese que ama a su madre porque eso contribuye a su estabilidad emocional o que cuida de su perro porque ha leído varios estudios en los que se demuestra que infinidad de tribus antiguas muy admirables se desvelaban por los animales. ¿Por qué reaccionar de modo distinto, pues, cuando alguien me dice que amar el país en el que he nacido es bueno para alcanzar no sé qué difusos objetivos?
Chesterton, a quien no me canso de citar porque es una fuente inagotable de sabiduría, dedicó buena parte de su ingenio a escribir sobre esta cuestión. No concebía que alguien enumerase razones para amar su nación como se enumeran los productos que adquirir en el supermercado. Le incomodaban sobremanera esos patriotas ingleses que justificaban su patriotismo apelando a las grandes virtudes de Inglaterra, a su vasto imperio colonial o a su prosperidad económica. De ahí aquella máxima suya que debería estar grabada en el corazón de todo hombre: “Los romanos no amaban Roma porque fuera grande; era grande porque la habían amado”. Un español puede admirar la historia de Italia o reverenciar la potencia militar de China; pero España – que le ha dado un idioma con el que cantar el esplendor de un atardecer, un Dios ante el que arrodillarse y un modo concreto de estar en el mundo – le exige algo más, un compromiso que no puede surgir de la simple fascinación.
Un único motivo
He abusado demasiado de la paciencia del lector, que estará ya removiéndose en su sillón y planteándose tirar la toalla con este confuso artículo: “Si no debo amar España ni por su grandeza histórica ni por los efectos que ese amor produce, ¿por qué debo amarla entonces?” Temo que la simpleza de mi respuesta le decepcione; pero, igual que en el caso de una madre o de una mascota tullida, sólo se me ocurre un motivo legítimo por el que alguien debe amar su nación: que es la suya. No hay razón más noble y verdadera, no hay otra cosa que la haga digna de amor.
A mi modo de ver, cuando uno condiciona su amor a una realidad cualquiera, termina por amar menos la realidad que sus condiciones. Quien ama España porque es democrática no ama tanto España como la democracia. Quien ama España porque fue imperial no ama tanto España como la grandeza de los imperios. Quien ama España porque hacerlo contribuye a mitigar el individualismo rampante no ama tanto España como odia el individualismo. Quien ama España porque ahora, casi circunstancialmente, es liberal no ama tanto España como el liberalismo. No pretendo siquiera insinuar que amar la democracia, el liberalismo o los imperios sea inadmisible; pretendo, más bien, mostrar que quien ama su nación porque es imperial, democrática y liberal no la ama realmente o que, al menos, la dejará de amar cuando no reúna todas esas exigentes condiciones.
He asegurado ya que uno debe amar su patria porque es suya, y también que ese motivo es el más noble y verdadero. Añadiré, por tranquilizar a ese lector pragmático al que no le gusta perder el tiempo, que también es útil hacerlo. Pero es útil a condición de que no se piense en su utilidad. En nuestra relación con la patria ocurre algo similar a lo que ocurre en la relación con nuestros amigos: sólo dará fruto abundante cuando no busquemos enfermizamente que dé fruto abundante. Si amamos nuestra patria pensando que así la convertiremos en un lugar próspero en el que vivir, probablemente terminemos emigrando a un paraíso fiscal. Si, en cambio, la amamos incondicionalmente, desearemos ardientemente su bien y trabajaremos para procurárselo aun en las circunstancias más adversas. Resuena en nuestra cabeza la sentencia chestertoniana. “Los romanos no amaban Roma porque fuera grande; era grande porque la habían amado”.
Así pues, puede establecerse una relación proporcional entre la grandeza de una patria y la intensidad del amor que le profesan quienes han nacido en su seno, pero lo cierto es que no conviene pensar demasiado en ella. Debemos amar nuestra nación como amamos nuestro hogar, a nuestros padres, a nuestros hermanos, a nuestros hijos, a nuestros amigos: incondicionalmente, con sencillez de espíritu y sin proyectos demasiado ambiciosos en la cabeza. Si la amamos de ese modo, toda esa grandeza que deseamos para ella le sobrevendrá como por añadidura.
He de admitir que, confinado como estoy en un piso del centro de Madrid, envidio a las personas que viven a las afueras, en casas ajardinadas. Tal vez idealice su cotidianidad, pero las imagino leyendo Crimen y castigo bajo el agradable sol primaveral, paladeando una copa de vino tinto mientras un jilguero canturrea a su lado o incluso jugando al tute sobre el césped recién cortado. Y, en el preciso momento en que tales fantasías me asedian, cruza mi mente, como un espectro ágil y sombrío, la idea de que el mundo es un lugar de injusticias y de que yo estoy en el nutrido bando de quienes las padecen.
He de confesar que en las últimas horas, días, semanas he buscado con disciplinada pertinacia una forma original de abordar la cuestión del coronavirus.
Entre las muchas partes de nuestro cuerpo, pocas son tan misteriosas como la cabellera. Ninguna es tan independiente, tan desafiantemente ajena, a nuestra voluntad. Si nos esmeramos en el gimnasio, lograremos endurecer nuestro vientre, tornando las antañonas lorzas en una musculosa tabla. Si nos disciplinamos, lograremos fortalecer nuestras piernas hasta hacerlas rígidas como el tronco de un árbol. Si estamos dispuestos a hacer caso al nutricionista, lograremos que de nuestro rostro deje de colgar la papada. Pero por mucho que nos empeñemos, por afanoso que sea nuestro esfuerzo, no lograremos detener la caída del cabello. En caso de que nuestra cabeza esté predestinada a brillar con luz propia, sin una mata de pelo que la eclipse, todo nuestro afán será vano: brillará con luz propia.