El padre Nasir tiene una sonrisa acogedora, hay algo en sus gestos que destila jovialidad. No se queja a pesar de que hemos acudido a la cita con una hora de retraso. Islamabad ha amanecido con un bochorno de lluvia. Nuestro conductor se ha retrasado y nosotros nos hemos retrasado grabando los rostros de un mercado que nos ha imantado. Las caras de Islamabad, la capital de Pakistán, se parecen muchas veces a las caras de la India, con mujeres engalanadas con los colores más bonitos del mundo. Pero en otras ocasiones se parecen a las caras de Afganistán, con el gesto severo de los pastunes, con sus gorros que parecen tartas de trapo, con sus barbas largas que quieren demostrar una gran piedad.
No ha habido ola populista ni soberanista en Europa. El extremismo de izquierdas sufre un importante retroceso en las elecciones municipales y autonómicas de España. Todavía es pronto para entonar un canto para despedir a los populares y los socialdemócratas, a las familias políticas tradicionales de la Unión Europea.
Afortunadamente la propuesta realizada por Vox en la precampaña electoral, para permitir un más fácil acceso a las armas de autodefensa personal, ha sido rechazada por la inmensa mayoría de la opinión publicada, queremos creer también que del público y por el resto de los partidos. Es un ejemplo extremo de creación de un conflicto artificial y de su utilización para captar la atención y ganar adeptos.
Días de furia. La transmisión en directo, a través de Facebook, de la matanza (casi 50 muertos) perpetrada en Nueva Zelanda por Brenton Tarrant, añade un plus de repugnante espectáculo al acto de terror. El terrorismo siempre fue un acto de propaganda. Ahora, el odio a los musulmanes puede convertirse en un diabólico vídeo, con aspecto de juego, en un mundo en el que cada vez es más difícil distinguir la realidad de lo virtual. Matanza islamofóbica cuando se cumplen ocho años de una guerra en Siria en la que el yihadismo del Daesh ha llevado a cabo genocidios sistemáticos. El mismo nihilismo con diversas máscaras. Voluntad de destrucción del otro y de uno mismo.
El Nuevo Mundo vuelve a ser estos días el espejo en el que se refleja el Viejo Mundo. La respuesta a la crisis de Venezuela y la posición ante Juan Guaidó retrata la situación de una Europa que está en vísperas de unas elecciones decisivas. Es muy probable que, si la “operación Guaidó” se hubiera retrasado algunos meses, con el nuevo Parlamento Europeo ya constituido, el respaldo a los venezolanos que se movilizan para recuperar su libertad no hubiera sido tan contundente como el obtenido la semana pasada (439 votos a favor –de los populares, socialistas y liberales– y 104 en contra). Antonio Tajani, presidente de la Cámara, era claro horas después de que los eurodiputados reconocieran al presidente interino: “hay países europeos a los que les falta coraje para defender la democracia”. La falta de coraje denunciada por Tajani, que ha provocado el retraso en el reconocimiento de España y la negativa de Italia, Grecia y Austria, salvo sorpresa, aumentará tras las elecciones de mayo con el incremento de representación de los populismos.
El proceso de transición que ha puesto en marcha Juan Guaidó, el presidente juramentado de Venezuela, tiene muchos de los ingredientes necesarios para convertirse en el cambio que necesita el país. La materialización de ese cambio depende, en gran medida, de un giro del ejército en el que Cuba tiene mucho peso. Pero Guaidó lidera una reconstrucción del sujeto democrático sin el que el final del chavismo no es posible.
El miedo y la insatisfacción son como dos grandes lentes que han acabado condicionando la percepción de la realidad y determinando buena parte de la actualidad política y social de España y del conjunto de Europa. El temor y la falta de satisfacción democrática actúan como inhibidores de cualquier conocimiento regido por los principios de universalidad. Y así tendemos a seleccionar aquellos aspectos particulares de la realidad que son negativos y que confirman una decisión tomada de antemano.
En el año que entra vamos a conmemorar el 30 aniversario de la caída del Muro de Berlín, momento celebrado por algunos como el fin de la historia. Hace 30 años no nos parecía un disparate pensar que la caída del comunismo en los países del Este supusiera la victoria definitiva de la democracia y de la libertad en el mundo. Teníamos una visión mucho más eurocéntrica. Y la democracia nos parecía una conquista definitiva, incuestionable.
Mientras celebremos la reunificación de Europa bajo el signo de la democracia, la generación nacida hace 30 años y las precedentes asistirán y serán los responsables de una crisis democrática sin precedentes en el Viejo Continente. La resolución de la crisis del Brexit es quizás uno de los ejemplos más paradójicos de un conflicto antidemocrático creado por unas sociedades que consideraron a la democracia parte de su paisaje. David Cameron metió al Reino Unido en un laberinto al tomar la poco democrática decisión de delegar en la democracia directa una permanencia en la Unión que tenía que haber tomado él porque democráticamente había sido designado para ello. En 2019 el Parlamento y el Gobierno británico podrán evitar el desastre recurriendo de nuevo a la antidemocrática democracia directa (nuevo referéndum) para abolir la precedente decisión de la democracia directa.
Semanas después, en las elecciones al Parlamento Europeo, es más que previsible que un alto porcentaje de votantes opte por fórmulas antieuropeas, de democracia “iliberal” o de populismo deconstructivo. Serán unos comicios asediados por las noticias falsas y la voluntad de desestabilizar de una Rusia que ha convertido a cualquier democracia occidental en su enemigo. No serán pocos los que consideren oportuno apoyar al enemigo externo. Todo esto en un contexto de guerra comercial y de desprestigio de todos los organismos internacionales incapaces de asegurar que los valores democráticos consigan abrirse camino.
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La historia, lejos de acabarse, está muy viva. Es evidente que la antropología y la cultura que sustentaban la democracia tal y como la entendimos tras la postguerra, se ha disuelto. Hay varios síntomas que dan fe de ello. La democracia requiere de una conciencia del nosotros, de un bien común para aquellos que pertenecen a una comunidad siempre superior a los intereses de los grupos particulares y a sus diferencias. Es lo que ha desaparecido. Mark Lilla en su libro “El regreso liberal” atribuye esta disolución del nosotros a las políticas progresistas estadounidenses de las últimas décadas. El progresismo norteamericano, queriendo mejorar la situación de los negros, de las mujeres y de otras minorías habría acabado perdido en “la maleza de las políticas de identidad” y habría sido el responsable de la “retórica de la diferencia resentida y disgregadora”. El liberalismo, el progresismo de la identidad, acaba absolutizando el yo, lo particular que no se abre ni a lo universal ni a lo racional, se queda encerrado en la emotividad. Las redes sociales y la digitalización vienen a acrecentar esta reafirmación del sentido de grupo que no necesita, no quiere, una conversación con aquellos que son diferentes. El diagnóstico sirve del mismo modo para la izquierda que para la antiizquierda. Probablemente el análisis de Lilla atribuye más peso a lo que él denomina política progresista de lo que realmente tiene, pero su descripción de la situación es precisa.
Como también la que hacía hace unos días Joseba Arregi en un artículo en El Mundo titulado precisamente “Nosotros y el bien común”. Arregi subrayaba algo semejante a lo que indicaba Illa: las “dificultades para acordar el bien común por multiplicación de sujetos colectivos” a lo que “se le añade la permanente destrucción de todo referente de identificación emocional”. Todo esto, indicaba Arregi, se produce en un contexto de “confusión de la tolerancia con indiferencia” y de una “negación de valores universales” o de una afirmación “de una generalidad y abstracción que los esterilizan”. La antidemocracia avanza porque hoy ya no es evidente ni un bien común a todos, ni unos valores universales que se han convertido en algo tan abstracto como la comunidad superior al grupo. El resultado es que muchos sienten “desamparo”, “sensación de perder suelo bajo los pies, perder realidad, ser dejados atrás, hallarse sin norte, desorientados, abandonados sin brújula en un mundo complicado y problemático, sin referentes, sin nada seguro a lo que aferrarse”. No podemos escandalizarnos del avance de la antidemocracia sin hacer las cuentas con esta situación descrita con lucidez por el pensador vasco.
Lilla propone, como solución, recuperar el sentido de la ciudadanía. Pero el sentido de ciudadanía no puede reconquistarse sin una experiencia de la pertenencia común, sin una experiencia en la que lo universal sea concreto. Los cimientos de la vida democrática se reconstruyen solo si existen experiencias sociales donde se experimente de forma práctica el valor de la dependencia recíproca en una comunidad de diferentes. La ciudadanía es mucho más que un catálogo de derechos subjetivos o que la suma de identidades segmentadas. Es un protagonismo en el ámbito público que se expresa como construcción responsable ante las nuevas y viejas necesidades, como capacidad de deliberar con otros, de narrarse y de compararse con el que es diferente.
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Este artículo fue publicado en primer lugar en Páginas Digital y es reproducido aquí con su autorización.
Huang y John han seguido con poca atención la cumbre del G20. John, vecino de Miami, ha visto las imágenes de la cena de Donald Trump y de Xi Jinping en la televisión del 7Eleven donde suele comprar su café con sabor a vainilla. Y Haung le ha echado un vistazo a la foto publicada en la prensa oficial. No se ha detenido a leer la información. Ni Huang ni John siguen de cerca la guerra comercial que desde junio enfrenta a las dos principales economías del mundo.
Arkangel es el título del segundo episodio de la cuarta temporada de Black Mirror, una de las series que forman parte ya de la mitología del momento. La producción la presentó la compañía Endemol como un producto “que se nutre de nuestro malestar por el mundo contemporáneo”. Refleja, con una alta factura de calidad audiovisual, las perplejidades y los dolores de un futuro inmediato en el que la tecnología que ya tenemos ha desarrollado todas sus potencialidades.
La inseguridad identitaria quizás sea uno de los rasgos más característicos de este tiempo. En lo personal, en lo social y en lo nacional. Se manifiesta como una voluntad de autoafirmación inmadura, por eso se engrandece y se obsesiona con ataques reales o imaginarios. La globalización pone al descubierto la debilidad de pertenencias que parecían sólidas. Y así surge el “síndrome de la ciudad asediada”: todo lo que sucede se interpreta como ataque de un enemigo que está a las puertas, que quiere destruir las esencias, la tradición, todo lo que bueno hay en el jardín cerrado. Todos los temores tienen su origen en que el huerto que se quiere proteger está deshabitado, vacío, solo quedan sombras de lo que fue.
España ya ha superado en los últimos meses a Italia en la llegada de inmigrantes irregulares por mar. Durante los nueve primeros meses de 2018, han sido más de 41.000. Cerrada la ruta de Libia y con la política de Salvini (con su negativa a dar puerto seguro a los barcos de rescate), las rutas de los que buscan un paraíso mejor tienen ahora como objetivo Andalucía.
“A crowd flowed over London Bridge, so many” (sobre el Puente de Londres la multitud fluía). No es el Puente de Londres, sino Hyde Park. Y tampoco exactamente una multitud, pero sí muchos millennials, universitarios con mochila a las espaldas, auriculares en los odios, solitarios. Todos encaminándose hacia una de las más importantes universidades de Londres. Ciudad irreal, esta vez bajo la luz de una mañana que no acaba de arrancar. Como en el gran poema de Thomas, otra vez, cada cual lleva la vista fija ante sus pies (And each man fixed his eyes before his feet). Vienen muchos de ellos de residencias o pisos compartidos en los que no han hablado durante días con nadie, si acaso unas palabras de cortesía muy británica que distancian aún más.
Algunos de estos estudiantes se forman en las mejores universidades del mundo, las de Londres compiten abiertamente con las top de los Estados Unidos. Aprenden con los mejores profesores, con los mejores investigadores, cuentan con la mejor tecnología, con clases grabadas, con seminarios abiertos, con excepcionales bibliotecas y laboratorios… el máximo de lo deseable.
A un porcentaje comprendido entre el 23 y el 31 por ciento no les resulta extraño sentirse aislados o faltos de acompañamiento.
Antes de entrar en clase, o en la biblioteca, se puede desayunar en cualquiera de los supermercados de camino al campus. Londres, que hasta hace unos años era la ciudad en la que no se podía comer dignamente sin gastar una fortuna, cuenta ahora con un supermercado en cada esquina. Ensaladas para uno, platos preparados para uno, alimentos orgánicos para aquel. La fórmula es económica, saludable. Por poco más de tres libras el almuerzo o la cena están solucionados. No hay que preocuparse por cocinar. Está socialmente aceptado comer a todas horas, comer incluso en clase mientras el profesor imparte sus lecciones. No es necesario socializar para alimentarse. En realidad, sentarse a la mesa va camino de convertirse en una costumbre del pasado.
Acaba la sesión de la mañana, han volado dos o tres horas de clases o de estudio. Y a las doce, el almuerzo.
— Hurry up, please. It´s time. (Dense prisa, por favor. Es la hora).
En los comedores del gran centro universitario, los que los utilizan, se disponen como mónadas. Unos junto a los otros, sin hablarse, entre bocado y bocado una mirada al móvil, a los mensajes de las redes sociales, quizás al capítulo de una serie. Almuerzo rápido para volver a la tarea, mucha agitación.
“I see crowd of people, walking round in a ring” (Veo muchedumbres vagando en círculos).
Después, una tarde larga, intensa, ciencia hasta dejarles exhaustos. Y en la hora violeta, cuando los ojos y la espalda se alzan del escritorio, cuando el motor humano aguarda como un taxi palpitando en la espera (At the violet hour, when the eyes and back turn upward from the desk, when the human engine waits like a taxi throbbing waiting). A la hora violeta, a la hora de la espera, las soluciones. ¿Qué soluciones? Un reportaje de hace unas semanas en The Guardian (How to cope with loneliness at university) ofrecía las recetas para hacer frente a los problemas que una soledad prolongada puede causar en la salud mental. Voluntariado, yoga, baile, clubes, deportes… los expertos recomendaban no obsesionarse con el trabajo, descansar cuando fuera necesario, buscar actividades en las que incrementar el círculo de los conocidos… fórmulas todas sanísimas… pero quizás insuficientes para una palpitante espera. El rigor solo parece reservado para el estudio, la competencia es muy severa.
¿No habrá nadie que se conmueva por esta nueva tierra baldía que hemos construido para nuestros millennials? ¿No habrá nadie que derrame alguna lágrima de racional y dramática compasión? El tiempo es propicio. Vuelve, Thomas, vuelve y pregúntales, a gritos o entre susurros, “Who is the third who walks always beside you?” (¿Quién ese tercero que anda siempre a tu lado?). Vuelve, Thomas y dilo otra vez: “Cuando cuento, solo estamos tú y yo juntos, pero veo frente a mí, por el camino blanco, siempre a otro que camina a tu lado. ¿Pero quién es ese que va tu vera?, ¿que va a vuestra vera? (When I count, there are only you and I together but when I look ahead up the write road, there is always another one walking beside you).
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Este artículo fue publicado originalmente en Páginas Digital y es reproducido aquí con su permiso.
Imprevisible, inédito, desconcertante… se acaban los adjetivos para describir el cambio de Gobierno que se ha producido en España en el plazo de diez días. El inesperado giro ha sido descrito hasta la saciedad. Rajoy tenía el terreno despejado para acabar la legislatura con el apoyo del nacionalismo vasco a los presupuestos de 2018. Casi se había olvidado de que había en el Congreso una mayoría suficiente para firmar su despido. Bastaba con un cambio de los vascos, que es lo que se ha producido. Sigue leyendo
Jordi Amat, escritor y periodista catalán, responde a Fernando de Haro sobre la reciente investidura de Quim Torra como presidente de la Generalitat de Catalunya, los próximos pasos del independentismo y las tensiones que se vive en la región tras la fallida declaración de independencia:
P: El presidente de la Generalitat, Quim Torra, hizo en su discurso de investidura la promesa de abrir un nuevo proceso constituyente para proclamar, lo antes posible, la república. Parece alejarse así de otras sensibilidades más dispuestas al compromiso. ¿Qué consecuencias puede tener esta decisión?
Por ahora son sólo palabras. Y diría que son palabras dichas para contentar a la CUP que en la legislatura anterior ya fue la vanguardia de una comisión parlamentaria con el objetivo de activar dicho proceso. Mientras sean sólo palabras, a corto plazo, no va a tener consecuencias. Mi duda es cómo puede combinarse una actitud de desescalada al conflicto y, al mismo tiempo, mantener un discurso que plantea escenarios de confrontación.
P: En tu libro ‘La conjura de los irresponsables’ sostienes que todo el proceso en el que estamos inmersos se desencadena por un “conflicto de legitimidades” entre el resultado del referéndum de la reforma del Estatut y la actuación del Tribunal Constitucional, instada por el PP. Me parece que sugieres que hubiera sido suficiente que el PP hubiera hecho gestos “de comprensión” hacia el nacionalismo tras la sentencia del Constitucional para no dar argumentos a un soberanismo que venía preparándose desde hacía mucho tiempo. ¿He entendido bien? ¿Cómo se hubiera podido resolver este conflicto de legitimidades cuando, según lo que dijo el Tribunal Constitucional, la reforma del Estatut desbordaba los límites de la Carta Magna del 78?
Mi hipótesis es que, tras el acuerdo del 96 entre populares y convergentes que posibilita la alternancia en el gobierno español, el desarrollo del Estado territorial del 78 se bloquea. La mecánica que hasta entonces había dinamizado ese modelo empieza a estropearse y, al fin, deja de funcionar por diversos motivos que pone en marcha el proceso de reforma estatutaria. Y entonces, sí, se produce un conflicto entre ley y legitimidad porque la soberanía, tal como se define en la Constitución, es cuestionada. Llegados a ese punto sólo un replanteamiento leal de la soberanía hubiese permitido, creo, una reforma positiva del sistema.
P: ¿Ves alguna vía para desatascar la situación?
A corto plazo, no. Estamos en un bucle degradador. Para empezar yo creo que la situación de los presos –yo creo que son presos políticos– y los políticos que decidieron instalarse en el extranjero –digamos en el exilio– imposibilita retomar unas conversaciones que, tarde o temprano, deberán producirse. Para que haya respeto mutuo, para refundar una lealtad compartida. Eso pide tiempo. Pide mucho tiempo y una generosidad que implique magnanimidad. Y cuando se haya creado ese clima, sólo entonces, podrá buscarse una solución que no será volver al modelo territorial anterior a la crisis.
P: Sostienes, si no entiendo mal, que Pujol no quería desbordar la Constitución del 78. Ya sabes que hay quien cuestiona esta tesis.
Esa es la idea que él formula en la conferencia que comento en ‘La confabulación’. Otra cosa distinta es si las políticas de nacionalización que implementó, tal como intentó contar en ‘Largo proceso, amargo sueño’, eran leales al Estado del 78. Y eso es más discutible. No digo que no lo fueran. Digo que es pertinente preguntarse por las consecuencias de dichas políticas que fueron democráticamente avaladas por la ciudadanía durante más de dos décadas.
P: Utilizas la expresión “mutación del catalanismo” y la sitúas no tras la Diada de 2012 sino en 2007. ¿Por qué?
Estoy convencido de eso. En ese proceso de elaboración, tramitación y judicialización del Estatut pasaron muchas cosas que no han sido bien analizadas. Una de ellas fue la progresiva consolidación de un movimiento soberanista dentro del cuerpo del catalanismo que fue ganando más y más espacio. Nacieron plataformas dedicadas a la movilización desde finales del 2005, hubo nuevos partidos y ganó influencia un discurso soberanista de una manera muy clara desde 2007. La conferencia de Artur Mas, proponiendo una reformulación del catalanismo, supuso el inicio de la conversión soberanista de una fuerza de las clases medias que hasta entonces había apostado por el autonomismo.
P: ¿Cómo superar el fracaso de la política, el estado de ira y de resentimiento?
Reconociendo la existencia de un problema, siendo consciente que en política lo imposible es inmoral, siendo generoso para paliar la degradación provocada y asumir que el problema de la soberanía de la nación española, tarde o temprano, deberá ser afrontado para poder encarar el futuro con ambiciosa estabilidad.
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Esta semana se cumplen 50 años de un momento decisivo de la llamada Primavera de Praga. No hubo solo un 68, y el de Praga está algo olvidado. A diferencia del francés, alemán, japonés, estadounidense, italiano o español, el checoslovaco se levantó contra el poder soviético.
El 22 de marzo de 1968, Antonin Novotný perdía la presidencia del país, ya en enero había sido sustituido por Alexander Dubcek al frente de la secretaría general del Partido Comunista. A partir del mes de abril, Dubcek puso en marcha el socialismo de rostro humano que incluía un aumento de la libertad de prensa, la libertad de expresión y de circulación.
La semana pasada ha habido muchos nervios en Beijing. Se celebraba la anual Asamblea del Pueblo, el parlamento de pega de la dictadura china, con la agenda más importante de los últimos años. Una agenda que, en cierto modo, supone revertir la apertura iniciada por Deng Xiaoping en 1978. Xi Jinping, el actual presidente, temía que las reformas constitucionales que sometía a los 3.000 delegados venidos de todo el país no salieran adelante con la unanimidad habitual. Los controles de siempre en la plaza de Tiananmen redoblados, todos los vecinos de la ciudad advertidos de su deber de dar un chivatazo en cuanto detectaran algo extraño.
En las calles de la capital china los miles de voluntarios del partido desplegados para acompañar las sesiones, uno en cada esquina, eran ajenos a la inquietud de Xi Jinping. Los chinos de a pie no saben lo que sucede en su país. Solo pueden consumir propaganda, el acceso a internet está severamente restringido. Pero los eficacísimos servicios de inteligencia artificial de los que dispone el Gobierno han estado rastreando con especial atención cualquier expresión de disidencia.
Xi recupera la tradición del sanweiyiti (tres cargos en una sola persona) con el control del partido, del país y de los asuntos militares.
Xi Jinping ha conseguido su propósito. El domingo obtuvo con holgura los votos para introducir dos reformas constitucionales que acaban con la apertura iniciada hace 40 años. Se suprime la limitación de mandatos y se le otorga al partido un nuevo protagonismo “en todos los sectores de la política”.
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Se consagra así la entronización de Xi como nuevo emperador que puede prolongar su presidencia diez años, quién sabe si quince o más. La reforma constitucional supone un paso más sobre lo aprobado en octubre del año pasado. El partido, previsiblemente, dará una vuelta de tuerca al control de las empresas, las organizaciones sociales, las empresas extranjeras, las iglesias…
Xi recupera la tradición del sanweiyiti (tres cargos en una sola persona) con el control del partido, del país y de los asuntos militares. El que puede ser el nuevo Mao, en contra de lo que ya era habitual, no introdujo en el 19 Congreso a nadie de la sexta generación de líderes (nacida entre 1950 y 1960) dentro del Comité Permanente del Politburó. Hubiera sido el camino lógico para ir preparando una sucesión de la que XI no quiere oír hablar. Todos los órganos del partido están en manos de su gente.
Beijing es un gran plató, en cada rincón una cámara te vigila. Es literalmente imposible moverse sin ser detectado.
La tecnología viene en ayuda de este proyecto en el que el totalitarismo se refuerza. La IV Revolución Industrial en China ya es un hecho. Y aquí los algoritmos trabajan para conferir un poder a Xi que no tuvieron nunca sus predecesores. Mientras Estados Unidos reduce sus inversiones en este sector, el Gigante Rojo las amplía. Y no solo con intereses empresariales. El Gran Hermano se ha hecho realidad. Todo chino que necesite comprar (cada vez se paga menos con dinero), pedir un taxi, comunicarse con un amigo, o saber cómo llegar a algún sitio tiene que recurrir a la aplicación We Chat, controlada por el poder. Durante la pasada semana he tenido ocasión de comprobar cómo esa aplicación era utilizada para rastrear cualquier forma de crítica, contacto con el extranjero, cualquier movimiento no deseado. La policía dispone en minutos de cualquiera de sus mensajes. Y Beijing es un gran plató, en cada rincón una cámara te vigila. Es literalmente imposible moverse sin ser detectado.
Poder omnímodo y poder económico y militar expansivo. El mundo entero acude al Gigante Rojo para financiarse. A diferencia de lo que le sucede a Estados Unidos, China tiene una estrategia clara. El nuevo Banco Asiático de Inversión creado hace tres años ha realizado ya préstamos por valor de 4.200 millones de dólares. Con tenacidad se ejecuta el plan para construir la Nueva Ruta de la Seda (infraestructuras repartidas por todo el mundo) que llega hasta América Latina. Pronto los acuerdos de libre comercio incluirán a 30 países. Las inversiones en empresas extranjeras superaron en 2016 los 200.000 millones de dólares. Europa está en el objetivo de este colonialismo del dinero. Y las fuerzas armadas se modernizan de forma rápida: al año se emplean en este propósito 150.000 millones de dólares. Las nuevas alianzas militares incluyen a Rusia, Pekín, Pakistán y buena parte de África.
Es un poder nuevo y viejo que amenaza, incluso físicamente, a los que aspiran todavía a la libertad. Un poder que requiere de una respuesta inteligente y, sobre todo, de la consistencia de la persona. No se puede hacer frente al nuevo y terrible emperador de la era tecnológica sin la paciencia, la tenacidad, el realismo y la humildad que da una experiencia de libertad presente. Una libertad que no da el dinero ni la reivindicación de unos derechos humanos que pueden quedarse en puros enunciados. Más que nunca es necesaria una experiencia como la que hizo posible el Samizdat. Estamos hablando de totalitarismo.
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Warhol ha desembarcado en Madrid. Y a muchos les pasará inadvertido que la llegada del líder del pop-art, más allá de ser un acontecimiento pictórico para las élites, supone una provocación social, un juicio político, una moción a la mirada post-ideológica/superideológica de la España de 2018.
En una de las salas de referencia del Paseo del Prado (Caixa Fórum), se exponen casi 350 piezas de aquel chico de Pittsburgh que subió a los cielos de Nueva York. Warhol es pre-impresionista y postmoderno al mismo tiempo, y sin duda postdigital. Nos quedamos imantados ante su repetición del retrato de Mao. No resulta fácil despegarse del rostro del líder comunista que es el mismo y es diferente, según tenga los labios rosas, la piel azul marino, los párpados blancos. Lo mismo sucede ante su Jackie Kennedy o su Marilyn.
La desconexión del arte contemporáneo ha desaparecido: la repetición de los mitos que la cultura televisiva hizo archifamosos invita a mirar una y otra vez, y a descubrir lo que ya no se mira porque se cree conocer. El tratamiento del color o la insistencia en la representación de objetos cotidianos como la lata de sopa Campbell, se convierten en una especie de corrección de la mirada del homo videns: el hombre al que el abuso de la pantalla ha mutado antropológicamente. El homo videns es el hombre que mira y ya no ve. Está en el último escalón evolutivo que comenzó en el momento en que el ser humano se identificó con una forma de abstracción, de ejercer el noble ejercicio de la crítica y del pensamiento, sin someterlo a vínculo alguno con las cosas. Esas cosas son ahora solo imágenes a las que se dedica poco más que un instante. Si no fuera una exageración, se podría decir que con su repetición de lo mirado y no visto Warhol nos obliga a hacer un ejercicio que nos rescata, nos recupera de los efectos más nocivos que puede tener la digitalización.
En el mundo anglosajón hay una corriente pedagógica que ha subrayado durante los últimos años lo que Warhol parece proponer. Esta corriente insiste en la observación para fomentar la capacidad de innovación. Algunos teóricos subrayan la importancia de enseñar a los más jóvenes a mirar un cuadro, no los 30 segundos que le solemos dedicar sino al menos 10 minutos. De este modo se fomentan las capacidades creativas. Por eso quizás, cuando el Ministerio de Educación de Finlandia, referencia por sus buenos resultados educativos, se planteó nuevas mejoras hace unos años propuso aumentar las horas semanales de Arts & Crafts (educación artística).
Hay cierta “educación de la mirada” que parece ser muy conveniente. Es precisamente este tipo de educación en el modo de ver la que viene revindicando desde hace algún tiempo Andrés Trapiello, uno de los grandes referentes del mundo literario español. Trapiello sostiene que nos conviene a todos educarnos para recuperar “la mirada compasiva” de Cervantes, el autor del Quijote. Un modo de enfrentarse al mundo, nacido de la primacía de la observación, que huye del resentimiento: cuanto más y mejor se mira más difícil es que prevalezca la queja e incluso esa casi inevitable distancia que siempre deja el mal sufrido o causado.
Las consecuencias políticas son rotundas. Tomemos dos ejemplos que marcan la actualidad española: Cataluña y el debate sobre la pena permanente revisable.
En Cataluña parece que la situación política puede empezar a encauzarse. Después de cuatro meses de gravísima crisis institucional, el independentismo parece haberse convencido de que no puede insistir en una fractura unilateral. Pero los clichés ideológicos siguen intactos. Los líderes del constitucionalismo (defensores de una España unida) están convencidos de que “el principio de realidad” se recuperará con mano dura. Y los líderes independentistas han hecho aún más profunda la zanja de los que consideran “los otros”. No hay observación, no hay camino para recuperar la unidad de fondo.
La prisión permanente revisable se ha convertido en otro pretexto para utilizar de forma partidista la abstracción ideológica. España es uno de los países con más baja criminalidad en toda Europa. Pero algunos delitos especialmente crueles, obsesivamente descritos por las televisiones, reabren cada poco tiempo el debate sobre la necesidad de endurecer las penas. Ya el Gobierno del PP aprobó una fórmula de prisión permanente que el Tribunal Constitucional está examinando. No está claro que respete el más que conveniente principio de reinserción. La izquierda reclama demagógicamente una contrarreforma, mientras que la derecha debate la conveniencia de un endurecimiento. El daño causado por el delito se utiliza, de forma partidista, en un debate que instrumentaliza el dolor y quiere hacer absoluta la distancia con el delincuente. Se identifica la justicia con no tener que ver nunca más, no mirar, a quien ha cometido el delito. Podría ser interesante que los defensores de esta forma de justicia releyeran A Sangre Fría de Capote o cualquier obra de Dostoievski.
Mirar insistentemente, obsesivamente, una lata de sopa tiene, a estas alturas, efectos curativos, revolucionarios, quizás incluso redentores.
Este artículo fue publicado originalmente en Páginas Digital y es reproducido aquí con permiso de su autor.
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