El milagro de ser personas que hacen cosas de personas
El pasado sábado a las 22 horas, España se puso a aplaudir a España.
Sigue leyendoPersonaje enclenque, perteneciente al lustrado con grasa de pato sector de la hostelería, trato de avivar, a la luz de un mal estudiado Chesterton, las paradojas que salpican las alegrías y penas de lo cotidiano. Cuando me pongo serio escribo como Ricardo Morales Jiménez.
El pasado sábado a las 22 horas, España se puso a aplaudir a España.
Sigue leyendoÚltimamente, cada vez que entro a Twitter, tengo sensaciones escatológicas.
Sigue leyendoIgual que existen los Razzie para galardonar las peores películas y actores del año, Hollywood o Washington -que lo mismo da a estas alturas de legislatura- debiera plantearse la creación del algún tipo de academia o institución para ponderar las goriladas de Donald Trump. Sigue leyendo
Pocas cosas hay peores que un mal prólogo. Solo se me ocurre, por extensión, la obra a prologar.
Hay una pedantería, una retórica, un embaucamiento cutrón de baratija del mercado de Volantis en las primeras páginas de algunos escritos contemporáneos que me supera. Adjetivaciones imposibles, palabras muy sabrosas y afinadas en la nada defendiendo el arrojo de determinado autor para enfrentar con estrepitoso fracaso este o aquel tema.
Hace muchas cenas tuve la ocasión de estar con un tipo que Chesterton tildaría de “pagano”.
No sólo por las exóticas creencias a propósito de la divinidad de Jesús, que entra dentro de lo ponderable y esperable de cualquier conversación de hoy. Más bien era de esos tipos que en algún momento había dejado de creer en el todo y había empezado a creer en la nada. O como diría el artífice de “El regreso de Don Quijote” o “El Padre Brown“, “cuando se deja de creer en Dios; se empieza a creer en cualquier cosa”. Sigue leyendo
En el almacén de la casa de mis padres, encima de una cinta de La Tienda en Casa que a mediados de los noventa prometía unos glúteos perfectos, hay una caja repleta de Tintín. En formato VHS. Con las carátulas de cartón amarillentas; mordidas por las virutas del tiempo.
Cuando padre, con la furia propia de los estrépitos de la vida que nos llevó a varias mudanzas consecutivas durante la apestosa “crisis”, cuando quería hacer limpia general del pasado, tuve que quitar del grupo de restos que iban rumbo a la basura la colección completa de las aventuras del periodista belga. Sigue leyendo
Tengo un amigo que tiene una batalla personal. Probablemente tenga muchas, como todos nosotros. Pero hay una especialmente acuciante, especialmente perseverante e irritante en mi timeline.
En su caso se trata del acoso y derribo sistemático que acomete contra una red de mensajería móvil que utilizamos todos a todas horas.
Tweets, gifs, latigazos verbales… Todo lo que esté a la mano para atacar la última adquisición de Zuckerberg. No habrá día de esta era tecnológica que no se suba a su atalaya para tirar piedras contra esta red social. No conocerá la tierra el descanso de este Job, que va a proferir todos los improperios inimaginables contra el doble tick azul y sus emoticonos anticuados e inanimados.
Este comportamiento, que en ningún caso habría cogido forma de texto si no hubiera sido por mi ociosidad de comienzo de semana, me ha llevado a una reflexión mayor.
¿Cuáles son las batallas personales que cada uno de nosotros tenemos? ¿Las sabemos identificar? ¿Qué cantidad de tiempo ingente y desproporcionado se nos va en ello? ¿Cuánta energía -energía de la buena, ojo- se nos escapa en blasfemar contra aquel o aquello que nos mina cada día por sus incompetencias (sean del orden que sean)?
Todas estas preguntas (salvo las dos últimas), propias de algún seguidor constreñido de Eckhart Tolle o Paulo Coelho, son pertinentes si nos llevan a identificar a ese canalla, a esa puerta mal cerrada, a esa taza putrefacta con posos de Cola Cao que hace y recoge vida “fungi” detrás del microondas y que le da ese toque de quelque chose a la cocina.
Recordaba en este espacio hace un par de años a un amigo que ante una jugarreta de un mecánico (como ponerle todo el sistema eléctrico del coche sin avisar al que iba a pagar la factura) pensó muy seriamente si coger barra de metal y escaparate o mandarle una carta de prosa delicada y correcciones victorianas. Era filósofo. Y católico. Debió hacer lo primero. Pero terminó haciendo lo segundo.
El caso es que yo tengo un enemigo mortal en lo abstracto. Un ente oscuro, como el manchurrón de chapapote flotante de Lost, que cada mañana, cuando enfilo el hall de mi edificio, me castiga sin piedad.
Se trata, sencillamente, de una puerta abierta. De la puerta que da al garaje, previo paso por el cuarto de basuras. Mi bloque de edificios tiene dos restaurantes en los locales de abajo. Con ellos compartimos cuarto de basuras. La imaginación de cada uno y la literatura francesa y rusa que hayan sido capaces de leer, les dará una idea de las pestilencias que brotan de dichos cubos hasta que son vaciados. Es una peste cansada, como un turno doble de trabajo y sin agua potable cerca. Como una fumada de pipa vieja sin refrigerio. Como un cordero de lechal seco, un flan con nata y un whisky con cenizas de cigarrillo de postre. Todo eso, mezclado por las entrañas de una comadreja enferma del colon.
Después de 243 portazos intensos a las 9 de la mañana de forma sistemática, con la firme convicción de que ese castigo sonoro llegaría a mi verdugo y le haría rectificar su propuesta formal de dejar siempre la puerta del hall, la que colinda con el cuarto de basuras abierta, decidí pasar a la acción.
Enfilé como un verdadero caballero el camino hasta la caseta de administración y allí supliqué algún tipo de mensaje escrito que soliviantase la conciencia del sujeto que siempre deja la puerta abierta.
El mensaje llegó. Pero no hubo ningún tipo de efecto. La puerta al averno nos sigue dando a todos las bienvenida en el bloque 9C.
Tantas veces he soñado con pillar infraganti al infractor, tantas veces he soñado con preguntarle el porqué de su determinación en compartir ese olor medieval, que muchas veces he tenido que frenar a destiempo porque me comía el coche de delante.
También he especulado con escribirle un texto, como ya hiciera a los cuervos de la mazmorra de Vodafone.
Sea como sea, y como tampoco yo soy mucho más valiente que mi amigo el filósofo, aquí va mi misiva. Le dedico unas líneas a mi antagonista invisible con el dudoso fin de que algún día, mientras sube las escaleras y deja la puerta abierta, se tropiece con este escupitajo online.
Estimado vecino/a:
Durante los últimos meses has tomado una decisión extraordinaria, fuera de lo común, que me ha desconcertado desde todo punto de vista. Pese a las advertencias que ofrece el mensaje en folio A4 y tipografía Calibri, para dejar la puerta del cuarto de basuras cerrada, tú, indolente montaraz de perseverancia febril, desoyes con entusiasmo cualquier tipo de indicación y decides que el pecado es compartido. Que ese olor, tan sutil como un saco de ratas muertas, no debe caer en el ostracismo de lo subterráneo y deber pulular por el hall de nuestra residencia como si de aire vital se tratase.
No conozco tu rostro. No sé de qué pie cojeas. No creo que te vaya a pillar jamás acometiendo tus fechorías. Pero puede que algún día, tu olfato se despierte a la naturaleza del mundo, al orden correcto de las cosas. De lo bueno y de lo malo. De lo agradable y repudiable. Y ese día, de la forma que sea, estaré yo cerca para dejarte los excrementos de mi conejo, mi cerda y mi hija. Todos juntos y apiñados en una tela finísima. Todo con el único objetivo de garantizar tu conversión. De anunciarte el mal que durante tantos días te has emperrado en compartir. De recuperar, en definitiva y por siempre, tu olfato y educación para el bien de la especie humana.
Afectadísimamente, el tipo molesto del 3º5.
En fin. Identifiquemos nuestras batallas, las más absurdas y peliagudas y dediquémosle unas líneas en lo público o en lo secreto para descargar nuestra ira. Que luego esos desagües energéticos nos lo subimos a casa, al coche o al trabajo y nos juega una mala pasada una puerta mal abierta.
De pequeño marzo era un mes malo.
Demasiado frío para correr en el patio, demasiado embarrada la tierra como para llevar el vaquero al suelo y hurgar con un palo en los poros de la roca. Siempre, el joven homo sapiens sapiens, en búsqueda activa de arcilla con la que pringarse las manos.
Las peonzas no rodaban, los gogos se manchaban y arañaban, los tazos se perdían en los charcos y las Magic, los cromos de la Liga y los Pokemon de cartón perdían color y la textura propia de sobre nuevo recién abierto. Obviamente, este problema era cosa ajena a los que tenían el mazo plastificado. Benditas madres. Sigue leyendo
Hace ya un buen puñado de meses tuve un encuentro al que todavía hoy, con pipa en mano y jarra de agua encima de la mesa, sigo dando vueltas.
Se trata de una quedada que hacía más de ocho años que no se producía.
Cinco amigos, con cuatro dientes de leche todavía intactos, jugaban en el barrizal que por césped tenían en la urbanización, metiendo goles imposibles en porterías infinitas, bañándose en piscinas traviesas.
Sigue leyendo“¿Buscas respuestas a tus preguntas? ¿Necesitas ayuda en el trabajo, el amor, el dinero…los coches? ¿Tienes hombres… tie… Das por sentadas muchas cosas? ¿Vas siempre por delante? ¿Deberías relajarte? ¿Vas muy tenso por la calle? ¿Quieres hablarlo? ¿Quieres hablarlo o no quieres hablarlo? Llama ahora. Tarot Bulbasur. Veinticuatro horas al día. De seis a diez de la tarde. De dos a cuatro no. Pausa para comer. Por la noche también abrimos. Las veinticuatro horas. Menos los lunes. Los lunes no. ¡No podrás escapar!
Lleva plastilina con la carne de…”
Este es el comienzo de, a mí ratonil parecer, una de las mejores piezas de Venga Monjas. Julio y Huésped, los noguishados, los creadores de Da Suisha… Han intentado ser metidos a presión en algo llamado Post-Humor, un espacio oscuro donde la carcajada y el arte confluyen con la cutrería de medios y la originalidad de una propuesta que va más por “me la traen al pairo las visitas de YouTube. Aquí va lo que tengo en el cráneo”. Sigue leyendo
-Hola, buenas tardes.
-Qué tal buenas tardes, amigo. ¿Desea tomar algo?
-No, no. Gracias. Soy el técnico. Vengo a ver el lavavajillas.
-Ah, vale. Espera que te acompaño.
Avanzaron por un par de pasillos enclenques de pladur hasta llegar a la parte del office. Cada centímetro de espacio estaba ocupado con muebles viejos repletos de platos, copas, servilletas y manteles. Pegado a la cocina, un viejo y enorme lavavajillas industrial gemía y convulsionaba con terrible entusiasmo, amenazando con lanzar a cualquier lado sus tripas de porcelana y cristal. Sigue leyendo
El otro día, no con cierto rubor, le regalé a un amigo de mi infancia ‘El Principito’. Fue mi pareja quien, al encontrarse en La Casa del Libro de Gran Vía, me hizo (a la postre nos hizo) el favor de ir y comprarlo.
Mientras pensaba en qué podía regalarle, recordé la extraña auto-propuesta que me había marcado respecto a los cumpleaños de los amigos más cercanos: “Año nuevo, libro viejo“. En un alarde que algunos camaradas pensarían que era otra jugada más hacia lo extravagante, me desmarqué del resto de compañeros del grupo que habían puesto 10 euros cada uno para una camiseta del ManU. Yo solo aporté 5. Sigue leyendo