Revista de actualidad, cultura y pensamiento

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Bertram Wilbeforce Wooster

Bertram Wilbeforce Wooster tiene 7 artículos publicados

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En Cultura política por

Me permitirán que por una vez me refiera en estas páginas a asuntos propios de mi país, cosa que no hacía, creo, desde los lejanos tiempos del Milady’s Boudoir. En realidad se trata de un tema que va más allá de las fronteras, ahora a punto de erigirse de nuevo, de una nación como el Reino Unido, y afecta a todas las sociedades europeas, y también, de manera muy significativa, a la española.

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El discreto encanto del voto en blanco

En Andalucía/España por

Los medios se han apresurado a destacar dos mensajes principales respecto de las recientes elecciones andaluzas: la debacle del PSOE y la inesperadamente abrupta irrupción de VOX. Pero hay al menos otras dos notas importantes mucho menos mencionadas: la fuerte subida de Ciudadanos y, sobre todo, el aumento de la abstención, que alcanza más del 40% del censo. Si el partido más votado se alza con un millón de papeletas, la abstención exhibe 2,6 millones de indiferentes al asunto. Diferente del abstencionismo en espíritu, aunque no en consecuencias prácticas, es el voto en blanco, que se ha alzado con un respetable 1,6%. Sigue leyendo

Pedro y Fabio: dos historias de la Movida Madrileña, vistas desde hoy

En España por

Si alguien espera leer una historia de las dos Españas o un relato de franquistas y anti-franquistas, no encontrará tal cosa en esta “pieza”. Esta es la historia de Fabio y Pedro, o de Pedro y Fabio. Fabio y Pedro no fueron dos destacados representantes de la Movida. Fueron la Movida. Y su suerte ha sido tan radicalmente dispar que casi nos permite mirar hacia esos años con filosófica nostalgia, con cierta admiración por la sabiduría de un destino que ha llenado el tiempo de curiosos matices. Matices bizarros y abstractos, pero con un insólito sentido existencial. Matices y recovecos de historias que ni el más intrépido novelista hubiera podido imaginar.

Partiendo de un común y compartido espíritu libertino, Pedro conoció el éxito, las mieles del triunfo, supo hacer de su espíritu rebelde un medio de expresión para las masas, riéndose de lo divino y, hasta cierto punto, de lo humano. A Fabio, en cambio, el éxito le pasó de lado y ahora le llegan, ay, las hieles del ostracismo y la censura pública. Todo a raíz de unas declaraciones sobre uno de esos temas con los que se pretende distraer la atención respecto de los problemas de verdad: el Valle de los Caídos. Estas declaraciones no han de ser vistas como un discurso político, sino como la performance definitiva de un artista total. Sigue leyendo

El juicio mediático: cuando las euménides se vuelven furias

En Asuntos sociales/Periodismo por

Como bien sabe todo lector de Dombrovski, el blanco de la ira de los revolucionarios no es el poder, sino los contrapoderes. El derecho, la religión, el funcionariado independiente o la prensa libre formarían parte de esa “facultad de las cosas inútiles” que estorban a quienes quieren diseñar una sociedad futura perfecta, por supuesto a su antojo y bajo su preclara batuta. Sigue leyendo

Empecemos por el fútbol y acabaremos antes

En Asuntos sociales por

Entenderán ustedes que siendo británico, hombre de bien y admirador de la hermandad prerrafaelita, un servidor ande un poco cabizbajo últimamente. La gota que ha colmado el vaso de mi bien adiestrada flema ha sido la retirada de la Manchester Art Gallery del cuadro “Hylas y las ninfas” de John William Waterhouse.

Aunque en última instancia es más que probable que semejante ignominia haya tenido una finalidad exclusivamente publicitaria (lo que no sabemos bien si constituye un eximente o un agravante), lo cierto es que subirse al carro del #MeToo a costa de la memoria de pintores que fallecieron hace más de un siglo no parece una acción excesivamente elegante ni valiente. Sigue leyendo

Cómo hacerle frente a nuestra ambigüedad moral

En Ética por

Se nos dice a menudo que no podemos cambiar el pasado, que lo hecho, hecho está, y que no vale la pena darle vueltas. En efecto, desde el punto de vista de los efectos materiales de nuestros actos, “agua pasada no mueve molino” y lamentarse amargamente por decisiones, actos o palabras que no podemos cambiar no suele ser el deporte más sano para el alma humana, siempre acosada por empeños y fuerzas que escapan de cualquier racionalidad.

Pero frente a la libertad de elección que gobernó el momento, aunque ahora lamentemos el uso que le dimos en algunos de aquellos, existe otra posibilidad de elección más general y menos perecedera. Se trata de la elección moral, basada en la idea de que nuestras acciones no deben basarse exclusivamente en nuestra voluntad, sino que deben sujetarse a unas normas o condiciones que las hacen más adecuadas a la dimensión espiritual que envuelve y rodea nuestra mundana existencia. No hay nada, ni siquiera los pantalones de campana, menos de moda en nuestros días que la auto-negación, entendida como el ejercicio paradójicamente libre de restringirnos a nosotros mismos en aquello que deseamos, normalmente una necesidad material, en aras de un bien de otro tipo que consideramos superior.

Para comprender el alcance de este segundo tipo de libertad, la que hemos denominado “libertad moral”, debemos tener en cuenta dos elementos:

  • La incondicionalidad temporal de la decisión moral.
  • El carácter unitario de los valores.

La incondicionalidad temporal implica que podemos ejercer en el presente una decisión moral sobre el pasado. Cuando hacemos esto reconocemos un error cometido, reconocimiento que, aunque no altera por sí solo las consecuencias en el presente de lo ocurrido pues no puede ya afectar a la decisión material tomada, supone por sí mismo una nueva determinación moral diferente a la tomada en su momento. Es decir, en la medida en que la decisión moral se puede “actualizar” en cualquier momento de nuestra vida, no se ve determinada por el factor tiempo mientras dure ésta.

El segundo elemento, la unidad de los valores, resulta un hueso duro de roer para la mentalidad relativista que impera en nuestros tiempos. Digamos, siguiendo a Dietrich Von Hildebrand, que existe un paso previo al ejercicio de todo valor moral que es la aceptación, el “sí” consciente y voluntario, a los valores en su conjunto. Es decir, antes de decidir algorítmicamente cuál de los caminos disponibles se ha de tomar, se han aceptado unos principios o valores que implicarán que se apliquen a la decisión ciertos criterios o normas morales. La propia naturaleza de las cosas hace que los valores, o los disvalores, estén interrelacionados, de modo que, por ejemplo, la soberbia tira de la codicia o del desprecio por la vida de otros seres, la paciencia de la castidad y la templanza, o la solidaridad de la generosidad. Sea cual sea la lista de valores que tomemos, o si aceptamos como tales las virtudes del cristianismo, está claro, por muy relativistas que pretendamos ser, que existe un elemento de cohesión en cada lista de valores digna de ese nombre que los enlaza a todos en una misma dirección.

El error moral no es pues lo mismo que el error práctico, ya que el primero refleja un daño de tipo espiritual en nuestra persona y tal vez también en otras.

Pero, ¿cómo se produce esa actualización de las decisiones morales? En primer lugar, como acabamos de decir, debemos dar una aceptación a los valores en su conjunto, como una unidad. Esa aceptación es también una decisión moral, y no vale con haberla realizado una vez y creer que permanece en el tiempo, sino que es preciso actualizarla ante cada nueva elección. De hecho, la actualización sincera de esta decisión general es el elemento clave que nos puede permitir introducir cambios en las fases siguientes.

En segundo lugar, debemos intentar observar las decisiones pasadas a la luz de la mayor objetividad que el presente pueda proporcionarnos, no justificándonos ni tampoco mirando atrás con melancolía. Reconocer el error moral no es tarea fácil. A veces las circunstancias padecidas nos llevan a pensar que no podríamos haber obrado de otra forma, y en algunos casos es posible que así sea. Puede que en aquel momento cosas como negar nuestra ayuda a alguien que la necesitaba o dar por terminada una relación sentimental nos parecieran la mejor opción, y que dicha decisión tenga un sentido constructivo en el plano de la vida práctica. Pero al tomarlas, incluso aunque exista cierto elemento de inevitabilidad, no hemos hecho sino aportar más disarmonía a un mundo ya de por sí caído. El error moral no es pues lo mismo que el error práctico, pues este último se refiere a las consecuencias materiales en tanto que el primero refleja un daño de tipo espiritual en nuestra persona y tal vez también en otras.

Al reconocimiento del daño moral ha de seguir el arrepentimiento que implica una cierta angustia por el mismo. Solo el reconocimiento del error y la consiguiente actualización de la decisión moral tomada nos permitirá liberarnos de dicha angustia. Estos pasos, que tanto y con tanta razón nos suenan a los requisitos para la confesión, han de darse para poder actualizar la decisión moral con independencia de las creencias personales, si bien en el cristianismo se pone de manifiesto mediante la reconciliación, adquiriendo en el catolicismo la sublime condición sacramental.

Como era de esperar, la última fase del proceso de actualización está relacionada con el propósito de enmienda. No siempre es posible reparar exactamente el mismo daño que hemos realizado, pero en un plano estrictamente moral siempre podemos intentar devolver al mundo parte de la armonía que le hemos robado. Es importante, en este sentido, reconocer que nos hallamos ante un mundo caído también por nuestra propia culpa, que nosotros también aportamos disarmonía al mundo en que vivimos. Esto último resulta especialmente difícil en nuestros tiempos, en los que resulta una actitud común de las personas el considerarse a sí mismo una especie de “ángel en medio del abismo”, como si todo lo malo que sucede en el mundo fuera siempre culpa de “otros”. Esta cómoda y cínica mentalidad, que niega la posibilidad de actualizar las decisiones morales al justificarlas a priori por la propia persona que las realiza, suele desembocar en esa actitud de exigencia extrema hacia los demás y nula hacia uno mismo que está tan extendida hoy en día.

La tesis calvinista de la predestinación se fundamenta sobre una comprensión errónea acerca de la naturaleza del tiempo.

Nuestra mentalidad moderna está muy influida por culturas y líneas de pensamiento que, si bien en nuestros días presentan formas totalmente secularizadas, tienen su origen en el cisma espiritual e intelectual que vivió la sociedad occidental con la denominada Reforma Protestante. Especialmente las teorías calvinistas sobre la predestinación y la “doctrina de la prueba”, que llevan al individuo a una actitud de confianza supersticiosa en sí mismo y de justificación a priori de sus propios actos, siguen teniendo en nuestros días eco en la actitud fundamental de las personas hacia los valores morales. Estas ideas, importadas a través de la universalización de la cultura anglosajona, incluyen elementos, como las nociones de “ganador” y “perdedor”, que inmanentizan y convierten en apriorística la idea cristiana de la salvación humana, dejando poco o ningún terreno para la posibilidad de la redención. Si el Cielo ya está aquí y ya hemos sido juzgados, dándosenos a cada uno según nuestra condición, el reconocimiento del error moral supone el reconocimiento de la propia perdición, de nuestra condición de “perdedor” como equivalente terreno al concepto escatológico de “perdido”. Por lo tanto, el individuo tratará de evitar a toda costa dicho reconocimiento del error. Bajo esta perspectiva, el individuo se ve sometido a una constante autoevaluación justificativa, a un ejercicio de auto-convencimiento acerca de su propio valor y virtud, pues éstos se entienden inherentes e inmutables. Con semejante actitud, la actualización de las decisiones morales resulta prácticamente imposible.

La tesis calvinista de la predestinación, que hunde sus raíces en el paganismo y en la herejía gnóstica, se fundamenta sobre una comprensión errónea acerca de la naturaleza del tiempo. Se basa en la visión de tiempo como un marco general que engloba y limita las acciones tanto de los hombres como del mismo Dios, y no como un concepto de la realidad física al igual que el espacio, al que está ligado. Un Dios Todopoderoso no podría estar sometido a las limitaciones del tiempo, como tampoco lo está a las del espacio, de modo que la libertad individual sería compatible con el conocimiento divino de nuestra decisión moral fundamental. El hecho de que esta incomprensión sobre la naturaleza del tiempo haya sido superada por la ciencia moderna, así como el fenómeno de la secularización, no han impedido que, como apuntó el gran Weber, las huellas que las ideas calvinistas dejaron en el ethos de buena parte de la sociedad occidental permanezcan indelebles.

El plano de la acción moral no se ve por tanto limitado por el factor temporal, como no lo está tampoco por el espacial. Pertenece a otro ámbito de cosas propias del ser que no están limitadas por el despliegue del mismo, en términos heideggerianos, en el espacio y el tiempo, sino que pueden verse actualizadas a lo largo de éste. Esta actualización, dada nuestra humana e imperfecta condición, es imprescindible para poder avanzar en el camino de la vida. Con ello no cambiaremos los resultados materiales de las decisiones tomadas anteriormente, pero sí que actualizaremos la dimensión moral de nuestra persona respecto de dichas cuestiones. Se trata no solo de un reconocimiento del error, sino de una verdadera actualización de la decisión, de un “sí” actual a los valores en su conjunto que invalida desde el punto de vista moral decisiones fraccionarias del pasado.

Common people: los ricos marxistas

En Asuntos sociales/Economía por

Ahora que el pertinaz Varoufakis, el exministro griego que recomendó que su país saliera del euro, anda de turné presentando su libro Comportarse como adultos: Mi batalla contra el establishment europeo, le viene a uno a la cabeza, mira tú por donde, la extraña pero verosímil leyenda urbana sobre su mujer. Se dice (se comenta, se rumorea) que la muchacha griega cuyo padre estaba forrado que quería mudarse a Hackney para vivir entre los menos favorecidos y así parecer más cool, la que inspiró a Jarvis Cocker, líder de la banda Pulp, a componer una de las canciones más exitosa de los noventa, Common People, no es otra que la mujer del exministro griego. Sigue leyendo

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