Escribo sobre empresas y política en Redacción Médica. También escribo columnas y artículos sobre cine y literatura en A la Contra y Democresía. Anteriormente pasé por el diario El Mundo, Radio Internacional, la agencia de comunicación 121PR y el consulado de España en Nueva York. Aprendiz de Humphrey Bogart y Han Solo y padre de dos hijos: 'Cresta, cazadora de cuero y la ausencia de ti' y 'El cine que cambió mi suerte'.
Este que les escribe empezó amando el cine gracias a un libro sobre los premios Oscar que encontró en una pequeña biblioteca de pueblo a una edad bien temprana. Un momento que cambió mi vida, y me hizo interesarme por películas en las que, de otro modo, nunca me hubiera fijado. Era tan joven e inocente, que creía verdaderamente que las películas premiadas en los Oscar eran las mejores posibles. Mi desconocimiento llegaba a tal extremo, que creía que estar ‘nominado’ significaba, de facto, estar premiado.
Eugenia lucía más exuberante que nunca con aquel vestido ceñido de tono dorado que realzaba su pecho y redondeaba aquellas curvas de vértigo. El humo del tabaco impregnaba el lugar, mientras al compás del chachachá los mozos sacaban a las mozas a bailar. Yo sostenía mi cigarro y me atusaba el bigote en actitud interesante, emulando a los grandes del cine. Si a ellos les funciona, ¿por qué a mí no? Mira, por ahí viene Margarita siempre tan risueña:
A todos nos persiguen los fantasmas. Y no me refiero a los de sábana blanca, sino a esas personas que dejaron una huella imborrable… para mal. Quién no ha sufrido nunca el rechazo, la humillación, la violencia o la exclusión. La infancia no es siempre como ‘El camino’ de Miguel Delibes, a veces se parece a la excursión de Dante y de la adolescencia mejor ni hablemos.
Durante mi etapa de becario en ‘El Mundo’ cometí una metedura de pata que llevó a la jefa de sección a mandarme un email de reprimenda (y con razón). A lo largo de un teletipo que había rehecho casi palabra por palabra había sustituto la palabra ‘Brexit’ por ‘Breixit’. ¿Por qué? Ni yo mismo le encuentro explicación a día de hoy, supongo que cortocircuité.
En una época donde los mandobles políticos están a la orden del día, aunque con mucha menos clase e inteligencia que en tiempos pasados, cualquier gesto de conciliación entre las dos Españas es de agradecer. Por ello cobra relevancia la amistad y el buen rollo que se profesan el cantante Willy Bárcenas y el trapero Cecilio G en unas conversaciones emitidas por Vodafone.
Hace pocos días acudí a una ceremonia de graduación de posgrado. Sí, esa clase de eventos caracterizados por el emperifollamiento, los buenos deseos y los finales tipo Disney. El Palacio Municipal de Congresos de Madrid auspició este acto, organizado por una de las principales universidades privadas de España.
Me gustaba bajar a tomar una cerveza en el bar de Juan cuando no tenía nada que hacer. Compartir con él detalles nimios de la vida; que si hace frío; que si vienen pocos clientes; qué mal esta el Real Madrid; está rico este pincho; ponme otra cerveza; ¿tienes mechero?; qué tranquilo está el barrio… Su bar ni siquiera era bonito, no sé muy bien por qué entré un día allí, qué me llamó la atención o qué estaba buscando, pero Juan se convirtió en uno de los actores secundarios de mi vida. Sigue leyendo
El otro día sonó el despertador en media España. Nos dieron un empujón y nos echaron del letargo ideológico en el que duerme el país desde hace cierto tiempo. Un rojo con rastas de Podemos dedicaba unas tiernas palabras a un facha del PP en el hemiciclo y la bestia de Twitter pareció bajar las armas por un momento y exclamar: “¡Ahí va! ¡Pero si son humanos!”
El tiempo ya no acompaña. El frío se agarra a los huesos, la noche amenaza con lluvia y hay humedad en el ambiente. Se acerca la medianoche y el ‘Triki Pub’ está a rebosar de cincuentones (viejóvenes los llaman hoy día). La terraza la componen cuatro mesas, 13 clientes y dos perros con más ganas de irse a casa que otra cosa.
La palabra marketing no tiene
traducción directa al castellano, y no me extraña. Si bien es cierto que los
estadounidenses tienen la merecida fama de hacer la mejor comunicación y el
mejor marketing actual, los ingleses hacen un marketing histórico que ningún
otro país puede emular. Mucho menos España, país cainita que reniega hasta de
sus propias hazañas.
Admitámoslo. La bohemia no tiene cabida hoy día en el mundo occidental y globalizado en que nos hallamos. Emular a Max Estrella o a los aventureros españoles que recorrían el mundo acompañados de una maleta y un poco de buena suerte se antoja imposible. Como mucho, seremos burgueses gozando de los privilegios exclusivos del nuevo milenio disfrazados de letraheridos o de cínicos del cine negro. Y nada de esto es malo.
Verano es sinónimo de pueblo. Es el momento del año en que nos permitimos ese retiro casi espiritual que conlleva abandonar la urbe, el ajetreo, las prisas, los codazos en el metro y recalar en esa morada inamovible que es el pueblo. Un lugar por el que el tiempo no pasa, aunque ahora falten menganito o fulanito y hayan cambiado la tienda típica por un Día.
En el pueblo dejas de ser el periodista, el alto ejecutivo o el genio del marketing y vuelves a ser Pepe, Bartolo, ‘el del BMW’ o ‘el de la Ignacia’. Te reciben con los brazos abiertos, como si en vez de venir de la moderna Madrid acabara de atracar tu barco en el puerto de Palos tras años de expedición con Elcano y Magallanes. En este surrealista paraje, el Ayuntamiento lo mismo utiliza la megafonía municipal para avisar de que “se ha encontrado una dentadura en el bar de la titi” que para armonizar las mañanas con jotas o música folclórica en época festiva.
El pueblo nos devuelve la humanidad que nos resta el vaivén diario, la pausa y la cercanía en el trato. Es imposible andar más de 20 metros sin saludar a alguien conocido y comentar el tiempo, lo poco que faltan para las fiestas o lo alto que estás, aunque lleves un lustro en que lo único que te crece es la barriga.
Cuando eras niño, tener pueblo significaba ser un auténtico terrateniente y te daba alas para mirar por encima del hombro a la plebe que se iba a pasar el verano mordiendo asfalto en una ciudad fantasma. De niño, la villa despierta tu imaginación a la máxima categoría. Juegas con tus amigos hasta la hora que quieras, disfrutas del río, te manchas los pantalones y pasas menos por casa que un sentenciado a cadena perpetua.
Cuando creces, tus ojos se fijan en otras cosas; “qué guapa está la hija de la Mercedes”; “qué libre me siento” y “qué bien se ven las estrellas”.El pueblo es el lugar donde damos nuestros primeros pasos en la juventud. Es el escenario de la primera borrachera, el primer beso o la primera ‘galleta’ de tu padre. Los de pueblo siempre son más espabilados y nos conducen a los de ciudad por unas sendas desconocidas.
Galisteo – Extremadura
Mi pueblo es particularmente mágico. Rodeado de una muralla mozárabe y coronado por una antigua torre palacio (llamada comúnmente ‘picota’), la villa de Galisteo emerge como un oasis en medio del secarral extremeño. A sus pies pasa el río Jerte, que deja un rastro de verdor y vida a su paso.
En Galisteo hay una tradición no escrita. Si quieres ‘tema’ con alguien, le preguntas cortésmente si quiere “dar una vuelta por el mirador”. Conozco el caso de un pobre urbanita, inexperto en el ars amandi que preconizara Ovidio, al que le fue hecha dicha proposición hace años. El pobre hombre inexperto, dio una vuelta completa al mirador hablando de los temas más nimios y sin entrar en acción, lo que terminó por agotar la paciencia de la paisana que le mandó a hacer puñetas. El pueblo te da muchas lecciones. Se puede volver adictivo hasta el punto de que cuando toca volver a tu ciudad, te sientes como un perro desdichado y deambulas como alma en pena en la metrópolis en constante añoranza y recreación del pasado. Al hacerse uno adulto, quizá el pueblo pierda ese cariz mágico que lo envuelve en la juventud, pero no deja de ser un ecosistema único donde cada rincón te devuelve la mejor de las historias.
El pueblo también puede ser un antídoto contra el día a día, un baño de realidad. Lo dejó bien claro el periodista Pedro Simón en la columna ‘Irse al Pueblo’ que escribió hace años para El Mundo: “Cuando andas como una lechuga, cuando te encuentras como perdido, cuando te ves caminando muy deprisa en tu día libre, cuando todo te suena impostado… siempre te queda volver al pueblo para que se te quite la tontería”.
El último día en el pueblo siempre cuesta dormir y no es por las cañas de más o las comilonas de días anteriores. Es porque sabes que una parte de ti se queda allí, y aunque seguirás siendo “el nieto de tía Puri” cuando vuelvas serás un poco más mayor y dejarás atrás otra etapa en esas calles. Aun así, cada rincón seguirá emanando recuerdos que nos trasladarán a lo que un día fuimos y que nos hace ser hoy quien somos.
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La Guerra Civil trajo consigo podredumbre, muerte, fatiga, una brecha social que se mantiene hoy en día y el éxodo de algunas de las mentes más ilustradas y certeras que ha visto la Historia de España. Una de ellas fue la de Gregorio Marañón, ilustre médico liberal y único español que ha formado parte de cuatro reales academias: Real Academia Española, de la Historia, de las Bellas Artes y de las Ciencias.
Marañón se exilió en Francia y a pesar de la decepción que le invadía por el truncado experimento de la República y del hartazgo por el espíritu cainita español, nunca dejó de añorar su país. De hecho, ese sentimiento de morriña llevó al intelectual a escribir obras como Luis Vives. Un español fuera de España (1942) o Elogio y nostalgia de Toledo (1941), donde rememora los tiempos felices que pasó en la finca toledana de El Cigarral.
Una escena se repite constantemente con mis abuelos. Salimos a la calle tras haberlos despedido, enfilamos rumbo al coche, y al girarme allí están, en el cuarto piso, dos figuras sonrientes diciendo adiós con las manos. Es una imagen cotidiana, como calzarse las zapatillas nada más salir de la cama, o apagar la luz antes de acostarse. Pero, en el fondo, no tiene nada de irrelevante o mecánico, al contrario que estos otros episodios.
Bogie era un cínico. O más bien, llevaba una coraza de cínico. Intentaba mostrar que tenía tan poca fe en el mundo como la que tenía de sí mismo. Pero bajo ese disfraz de tipo duro, mirada férrea, cigarrillo inseparable y noches de copas, se encontraba un melancólico. Alguien que empatizaba y se preocupaba de sus amigos, su familia, su país y la gente en general.
Estos días me viene a la cabeza con cierta frecuencia los años en que fui un estudiante universitario, sin más preocupación que aprender de lo que me gusta y conocer chicas guapas. Quizá sea por pura nostalgia, por echar de menos las cañas después de un lunes de clase, las conversaciones profundas hasta altas horas de la madrugada o el despertar de la curiosidad intelectual. Aunque tal vez sea simplemente por el tsunami informativo que ha provocado el TFM fake de Cristina Cifuentes.
La universidad española ha vivido unos últimos años de desprestigio y el número de facultades patrias que se cuelan en los rankings de las mejores es escasísimo. Por si fuera poco, la imagen de la universidad se ha visto salpicada por los tintes del chanchullo, la corrupción y la falta de excelencia con los casos de ‘masters regalados’ que comienzan a aflorar. Sigue leyendo
En una escena de La ley de la calle de Francis Ford Coppola, uno de los personajes dice, refiriéndose al ‘chico de la moto’ que ha vuelto a la ciudad tras un tiempo de retiro, que “parece un rey en el exilio”. Nos encontramos con Kiko Matamoros delante de un bar de Pozuelo. Se mantiene erguido y con la mirada como apuntando a un horizonte remoto que no existe, mientras da profundas caladas a un cigarro. Es como un rey en el exilio, alguien que ha encontrado la tranquilidad fuera de sus dominios. Sigue leyendo
Hay una época en la vida de todos donde lo más relevante es no ser el último que eligen en el campo de recreo, degustar tus cereales favoritos en la merienda o que tu madre te dé un abrazo. Bueno, eso último nunca deja de ser relevante. Esa época de vestir desconjuntado, barro en los zapatos y mocos debajo del pupitre se llama infancia. Sigue leyendo
Hay veces en que no te basta con un cubata, ni con dos ni con tres. Son esas ocasiones en que todo lo percibes vedado para ti, en que cada paso que das parece tener menos sentido que el anterior y a cada palmo que avanzas, tu alrededor se derrite como una mantequilla al sol. Te has convertido en una gelatina nihilista que exhala suspiros sin cesar. Sigue leyendo
Nueva York, barrio de Harlem. Gotas de lluvia martillean el cristal. La habitación es cálida, pero hace frío fuera. Es de noche y solo la luz mortecina de unas pocas farolas ilumina la calle. Sobre la mesilla de noche, una novela: Tokio Blues, de Haruki Murakami.
Quizá se tratase del libro adecuado en el momento justo, pero su historia me cautivó, atrapó mis sentidos. Me convertí en prisionero de Japón durante los días que estuve degustando cada pasaje, cada plato de nigiri o coca cola que ingiere el protagonista. Estuve enamorado de las mismas mujeres y apesadumbrado por los mismos fantasmas que Toru Watanabe. Yo también hice el amor con Naoko y sentí nostalgia por un tiempo que nunca había existido.
Portada del libro “Tokio Blues”.
Sí, señores. Soy murakamiano hasta la médula y ya es hora de que alguien lo diga. Parece que la etiqueta de “eterno candidato al premio Nobel” ha borrado la estela de un escritor al que admiro por su forma y contenido. Hacía tiempo que un escritor no me había atrapado de la manera en que lo hizo ese ex barman de Kioto en aquella noche de neón en la gran manzana.
La literatura es algo muy personal, nunca buscaría convencer a alguien que ya probó la píldora del nipón de que debe probarla de nuevo, pero sí busco subrayar y dar brillo a una figura bastante denostada últimamente. Quizá por esa manía hipster de aborrecer cuanto se vuelve mainstream o best seller, como pasa con Murakami en nuestro país.
La escritura del autor de Tokio Blues tiene un tremendo poder sensorial, consigue que sientas la comida y la bebida en el paladar, que escuches los ritmos de los Beatles en tus tímpanos y que te acuestes con alguien sin mover un solo dedo. Su capacidad de volcar sobre el papel un sinfín de sensaciones conduce al lector a través de un vaivén en el que, finalmente, la historia es lo de menos.
Tokio Blues es su novela más redonda, de las que he leído. Luego vino Baila, baila, baila, una novela donde durante páginas y páginas no sucede absolutamente nada. Pero él tiene esa magia. No te interesa lo que le pueda suceder al protagonista que se aloja en el Hotel Delfín, te apasiona su mundo interior, sus sueños, rémoras y cotidianeidad.
La nostalgia juega un rol fundamental en sus libros, es casi como otro personaje, algo que quienes solemos torcer la mirada hacia el pasado encontramos especialmente suculento. Como sucede en Los años de peregrinación del chico sin color, donde Tazaki vive obsesionado con la ruptura de su pandilla de amigos cuando era adolescente.
Las recopilaciones de relatos Hombres sin mujeres y Detrás del terremoto son claros ejemplos de que Murakami es capaz de otorgar una atmósfera onírica a la historia sin necesidad de muchas páginas. Y es que, precisamente, uno de los baluartes de este autor es que cada libro suyo es una experiencia, un viaje del que uno regresa cambiado y reflexivo.
Sin excesivo barroquismo, el japonés es capaz de elegir la palabra adecuada para que con cada capítulo, leer se parezca a esa experiencia psicotrópica que solía ser la lectura en la niñez y la adolescencia. Sigue la máxima que defendiera Francisco Umbral en Mortal y rosa:
“El arte descriptivo, minucioso, es pueril y pesado. El arte expresivo, expresionista, aísla rasgos y gana, no solo en economía, sino en eficacia, porque arte es reducir las cosas a uno solo de sus rasgos, enriquecer el universo empobreciéndole, quitarle precisión para otorgarle sugerencia”.
Y así lo creo yo. Murakami es un maestro de la sugerencia, capaz de emocionarte e incluso traer recuerdos a tu memoria mediante el relato de introvertidos personajes amantes del jazz que viven su historia en primera persona, como cada uno de nosotros. Tokio Blues comienza con un hombre que recuerda su pasado mientras escucha Norwiegian Wood de los Beatles en un avión. Baila, baila, baila con el protagonista tumbado en la cama al lado de una chica, mientras llueve en la calle y fuma un cigarro. ¿Os suena? Somos lo que leemos.
Judit Comabasosa parece frágil como el último pétalo a punto de desprenderse de la copa de un árbol en otoño. Parece que tirita pero permanece recia. Cuenta sin atisbo de duda o nervio cómo pasó siete meses de su vida en un hospital residencial 24 horas para personas con anorexia en Barcelona. Siete meses sin más contacto con el exterior que unas cuantas visitas de familiares y amigos. Mientras tanto, dentro del centro, el combate con uno mismo sigue su curso. Sigue leyendo