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Una sociedad automática

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El comportamiento autómata en la sociedad no es un fenómeno en absoluto contemporáneo. De todas las épocas emana una sociedad purista y bienpensante cuyos postulados ideológicos y doctrinas, son impuestos sobre el colectivo general blandiendo como única razón una supremacía moral e ideológica arraigada en los más profundos convencimientos adquiridos a través de la norma, la ignorancia y la costumbre.

Los totalitarismos ideológicos y espirituales, son intrínsecos a la condición humana en su forma más visceral, ya que unificar el pensamiento en una doctrina que aniquile la capacidad individual de discernimiento es la herramienta de conducción más antigua forjada por la mente.

Desde que nacemos, todo el entorno que nos rodea está alerta y preparado para adoctrinarnos en la imperiosa necesidad de ser provechosos para el sistema que rige las sociedades occidentales. Este provecho sale de la necesidad de ser productivo, y serlo es gestionar el tiempo en función del trabajo resultante de priorizar la producción que redunde en el beneficio industrial por encima del beneficio intelectual y creativo del individuo. Esto se ha visto reflejado en la economía o la empresa actual, que han centrado más sus objetivos en los beneficios de las corporaciones que en las necesidades de las personas.

En la escuela y cursos inferiores, se enseña a ser productivo a través de la competencia directa fomentada en una carrera de fondo que sólo tocará a su fin con la desaparición del individuo. En las universidades, se prolonga el fomento de dichas competencias  revestidas de la imperiosa necesidad por explotar las supuestas habilidades de cada individuo. Se recrudece el sentimiento de ser productivo pervirtiendo la imagen de un ciudadano de éxito futuro sacando el mayor rendimiento a sus tareas en el menor tiempo posible. Según Connie Yowell, que trabajó como analista en el departamento de educación del gobierno de los EE.UU, el nuevo funcionamiento de las escuelas, gracias a la ola de las innovaciones docentes, sufre un paralelismo con el funcionamiento de las fábricas a través de las competencias, por lo que se preparan ciudadanos obedientes que sepan seguir órdenes a través de la engañosa quimera de la eficiencia y la fidelidad.

La productividad es una nueva religión, el consumo es una necesidad y el capital una emoción.

La urgencia es un nuevo elemento que va ligado a la tarea de producción exitosa global. Si algo no requiere toda la atención, todo el talento y todo el tiempo del trabajador, por encima de sus deseos e incluso sus necesidades básicas, entonces no es un tarea digna del ciudadano productor que tan necesario se nos muestra desde esta doctrina social. En el mercado laboral se agudiza hasta límites insospechados la capacidad productiva del individuo por encima de las necesidades que se desprenden de su condición humana. Si no se produce más en menos tiempo, se es sospechoso de ser inútil para la ardua tarea de convertir el esfuerzo en mayor beneficio empresarial y por tanto la sospecha será rápidamente estudiada para redefinir su aptitud frente al beneficio ajeno. El espejismo de libertad se entrelaza con el automatismo, y se camufla en el tiempo de una falsa autonomía basada en el cumplimiento de objetivos que marcan un credo automático de priorización absoluta. La productividad es una nueva religión, el consumo es una necesidad y el capital una emoción. Como dice Byung-Chul Han en “Psicopolítica”, en esta economía de consumo, ya no es el valor del uso, es el valor emotivo porque la emoción se convierte en un medio de producción.

El crecimiento se ha convertido en una axioma semi ideológico que lo inunda todo. Entonces, toma forma la perversa ecuación rezada como un credo ferviente por todos los individuos psicosomatizados y que ahora ya forman una sola masa sin capacidad crítica y autocrítica: La sostenibilidad es un enemigo a batir, pues crecer es sinónimo de éxito y sostenerse, es una posibilidad de fracaso.

 

El núcleo familiar, clave central de la emoción y origen de la regeneración social, se ve empujada a ese modelo de crecimiento necesario al ser un nido de consumo extraordinario al que cada vez se le adjudican más necesidades desde la publicidad y el marketing social. Cada vez más materiales son necesarios para construirla desde este modelo que anhela lo correcto y lo apropiado para ser parte de un sistema inagotable. De manera automática, las nuevas familias caminan hacia el precipicio del consumo desmedido, alimentando en silencio al inconsciente perverso que esconde la creencia de que cuanto más productos envuelvan la necesidades de los vástagos, más protegidos estarán éstos y mejor ejercerán sus progenitores como tales.

Pero, ¿qué pasa con el individuo que por algún golpe de clarividencia, o bien por haber sido educado en un modelo que contradice a este sistema automático de proceder, decide salirse del camino definido por la gran maquinaria del adoctrinamiento unipensante? En ese momento, es cuando el outsider se convierte en un inesperado error en el sistema que debe ser neutralizado lo más pronto posible con el peligro de que en su huida, encuentre una realidad diferente a la oficialmente autorizada otorgándole la posibilidad de dudar de lo que hasta ese momento era una verdad irrefutable. Si esto sucediera, el gran ojo, ese periscopio de luz cegadora, el que todo lo ve y todo lo decide, enciende su potente foco para buscar el rastro de quien se salió de la incuestionable cadena de montaje.

 

Esta moderna servidumbre no es más que una esclavitud aceptada y convencida que emana de una sociedad amaestrada para la ignorancia a través de la acaparación de bienes materiales como premio al esfuerzo de esa aprendida productividad incesante.  Convertidos en una sociedad que camina, piensa y siente de manera automática, todo aquel que se aparte del comportamiento uniformado, será rápidamente bautizado como proscrito social y untado con la mancha de la sospecha.

El precio que se paga por salirse de esta cadena de montaje es proporcional al grado de fanatismo y ceguera intelectual que se haya inculcado en la sociedad. Asistimos actualmente al amortajamiento de la política, la economía o la cultura en una ceremonia grotesca y lacerante donde la sociedad ejerce de plañidera mal pagada. Deseosos de chivos expiatorios y ceremonias purgatorias, hemos arrojado la presunción de inocencia por los balcones del odio al haber convertido nuestra sociedad en una sociedad de sospechosos habituales. Primero, la ira social, origen necesario de la lobotomización global, luego el martillo incesante de la mediocridad, que convierte el mérito en un peligro a batir. El vocerío irascible y vertiginoso, hace gala de una salud de hierro y un hambre voraz por elevar nuestras causas a verdades irrefutables y absolutas cuyo mero atisbo de ser rebatidas, nos coloca en la insolente y soberbia legitimidad para condenar al ostracismo social a quien ose poner en duda las premisas que han calado en el pensamiento colectivo. Las tertulias catódico-digitales, enfurecen nuestras almas en pena sedientas de un Torquemada que apunte con la pluma acusadora a todo aquel que inquiete a la opinión pública y publicada.

El outsider Fray Guillermo de Baskerville ve más allá gracias a sus anteojos frente a la ceguera física y espiritual que impone Fray Jorge de Burgos, cancerbero y aniquilador de todos los libros que puedan inducir al conocimiento y a la risa.

El post es una soflama candente que con inquina retuerce la tolerancia amparada en una libertad de expresión que sólo corresponde a quien ejerce su derecho a protestar e insultar unidireccionalmente. Muy difícil será defenderse de una falacia en una sociedad que reparte condenas y juicios bajo la supremacía moral que destierra la presunción de inocencia.  Cread culpables porque con ellos engordaremos el hambre y sed de justicia.

Mientras los hombres buenos viven en silencio, el vocerío visceral de una masa alimentada por la miseria intelectual y la ofensa perenne se apodera de la vida pública y tecnológica.

La insolencia medieval de quien pretende levantar sospecha a quien ose diferir del pensamiento automático fue magistralmente descrita por Umberto Eco en “El nombre de la rosa”. La Inquisición, quintaesencia de la sociedad automática y sospechosa, ensombrecía y aniquilaba todo atisbo de injerencia de la duda bajo el brazo omnipresente del clero radical. El barroco español, cinco siglos después de las andanzas de Guillermo de Barskerville, experimentó una grandiosa época para estos mecanismos coercitivos y constructores del automatismo social. El fanatismo por la imposición, quedó  magistralmente representando en el personaje del padre Villaescusa, que ha de enfrentar su voracidad de hoguera a la comedida iluminación del jesuita Padre Almeida en “Crónica del rey pasmado” de Gonzalo Torrente Ballester. Todo esto bajo una sociedad automáticamente forzada a convencerse que los pecados de su rey por ver a una mujer desnuda, son la causa de los males que asolan a una población castigada por el hambre, las guerras infructuosas, el caos y el desgobierno.

No hay nada más triste y deshonroso que morir desangrado por la herida del odio de nuestros semejantes por el mero hecho de pensar o sentir en diferencia. Mientras los hombres buenos viven en silencio, el vocerío visceral de una masa alimentada por la miseria intelectual y la ofensa perenne se apodera de la vida pública y tecnológica.

Somos un tweet incesante e insolente. Somos una sociedad automática cuyos precedentes son perennes y su identidad es la escenificación del agravio.

El rey pasmado, y el pecado de ver a una mujer desnuda, aceptado automáticamente por una sociedad aniquilada por el desgobierno, el fanatismo y el caos.

 

 

 

Luis María Ferrández, (Madrid, 1977), es Doctor en Ciencias de la información por la Universidad Complutense de Madrid. Compagina su carrera docente con la profesional como guionista y realizador. Es profesor en la universidad Francisco de Vitoria donde imparte varias asignaturas relacionadas con la cinematografía y la narrativa audiovisual. A su vez, es profesor de cine en la escuela de arte TAI. Como guionista, productor y director ha hecho dos películas: “249, la noche en que una becaria encontró a Emiliano Revilla” y “La pantalla herida” y varios cortometrajes de ficción. Ha trabajado en los equipos de dirección de varias películas además de desarrollar proyecto de cine y TV en varias productoras. Es analista de guiones con más de 50 producciones asesoradas en los últimos años.

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