Cuenta Cervantes del Quijote que embistió un buen día con su lanza a un solitario barbero, por portar lo que no fuera más que una bacía y el caballero confundiera con el Yelmo del rey Mambrino, el cual había de hacerle invulnerable.
Mucho tiempo después, a las puertas de la famosa venta en que se hospedaban nuestro valeroso aventurero y su confabuladora comitiva, un curioso reencuentro iba a revolver la conciencia de la víctima. El barbero arremetería contra Sancho y el digno Quijote tachándolos de ladrones de bacías y adargas de mula, y estos por convencimiento y sus seguidores por jira, jurando ser el artículo el auténtico Yelmo de Mambrino, acabarían por confundirlo; era imposible que fallaran en sus razones tantas personas de tal honradez y condición: era propietario de una pieza fantástica, y trabajó por luengo tiempo con ella su profesión, sumido en la profunda ignorancia de la entidad del elemento.
Así seducen los dementes el juicio de los confiados.
Que me vengan a decir que la cabalgata del Orgullo gay es una oda a la victoria y un reclamo de respeto. Así sistematizo yo las posiciones de los principales medios de comunicación respecto a la fiesta madrileña que tocaba sufrir: un festejo de los derechos alcanzados desde la primera estigmatización social, y un apoyo pro futuro en la lucha por la efectividad real de lo que todos llevamos en la boca, por activa o –sobre todo– por pasiva.
Exhibicionismos y restregaduras enturbian y desvían el motivo principal –y original– del evento
Podría acabar viéndolo así, si los promotores organizaran conferencias sobre la conveniencia de reformas normativas, la licitud moral de la homosexualidad o la naturalidad de esta opción (cuyo enjuiciamiento suspendo para otra ocasión). O si lo nuclear del evento fuera la reivindicación, que por lo menos no está del todo ausente en la celebración. No sé, si disimularan: las fiestas del MADO son poco más que un inabarcable haz de conciertos –el 90% de la programación– y un motivo de paroxismo, de destape, de desenfreno, de incivismo incontenible; un espacio donde quienes no soportan la dictadura de la ropa, oprimidos por la cultura telar, pueden respirar una bocanada de aire fresco alentando en libertad, a lo menos un día del año.
No es una manifestación, señores: es una bacanal, un puterío, un barbarismo con disfraz de lucha. Una oda a la orgía y la promiscuidad. Lejos está la embriaguez sexual de nuestras carrozas de aquel Stonewall, de la ulterior reivindicación del 28 de junio del 70. Lejos está este desenfreno de esa legítima y debida reclamación de derechos y libertades. Que se le asemeje, no ha habido en toda la semana más que un acto de homenaje a las víctimas de Orlando –a las 02.00 de la madrugada del sábado 2 de julio–, un reconocimiento idéntico en el pregón del Orgullo y vagas exposiciones en la famosa marcha, circunstanciales (quién se atreverá a discutir que lo central son las carrozas). Lo demás ha sido, como mucho –como siempre–, dar visibilidad al colectivo LGTB pero como patrón de fiestas, y mostrar la presencia de homosexuales en el mundo del pop-rock. Además de una grave y clamorosa excepción al delito de exhibicionismo y la normativa municipal sobre vestimenta.
No sería difícil encabezar, desde la posición que ostentan determinados medios de comunicación, una purificación efectiva de los eventos del Orgullo: el colectivo LGTB recordaba como fuerza legitimadora de la celebración la persecución legal que todavía sufren muchas personas a causa de su orientación sexual, y que el año pasado se registraron 513 casos de agresiones homófobas en España (108 en estos primeros meses de 2016). A este fin sobran exhibicionismos y restregaduras; enturbian y desvían el motivo principal –y original– del periódico evento.
Pero los medios callan, los hombres también. Porque hay Quijotes por el mundo embistiendo con vigor a sus contradictores, porque la voz de la compañía que le rodea arguye razones poderosas que atañen al miedo antes que a la verdad; porque los españoles somos gente endeble que acaba cediendo a la presión de la masa contraria. Y porque los errantes –yerran porque son menos– prefieren a lo mejor cerrar la boca, a lo peor seguir sus derroteros en apariencia connivente, por temor a la fuerza del consumidor o al simple miedo a la estigmatización –¡cómo cambian los tiempos!–.
Qué ridículo hace España, todos los años a finales de junio, coronando su cabeza con una bacía de barbero.
FOTO: Adolfo Luján (Flickr)