Ya lo decía, en frase genial, el gran sociólogo español Esteban Pinilla de las Heras refiriéndose a la atmósfera del Franquismo: “un país con mucha moral y sin ninguna ética”. Por ello, entendía una sociedad grandilocuente y exagerada, siempre dispuesta a escenificar su adhesión al bien y su aversión al mal, una sociedad, en el fondo, destrozada, deshecha, entregada a la hipocresía y profundamente cínica.
El Franquismo, según Pinilla, se relacionaría con la hegemonía de un lenguaje apodíctico, concluyente e incuestionable en sus máximas, eslóganes, fórmulas coloquiales y frases hechas. El lenguaje ominoso de una sociedad sin pensamiento propio, poseída por el miedo y el egoísmo más voraz, por la pereza y la cobardía, que se limitaba a repetir la retahíla de los tópicos ideológicos puestos en circulación por políticos, burócratas, periodistas e intelectuales, todos ellos expertos en el arte de saber decir lo que debe ser dicho. Tópicos convertidos en usos lingüísticos que establecían la frontera entre lo decible y lo indecible, lo legítimo y lo ilegítimo, el bien y el mal, con el aviso subliminal de que cualquier matización o leve impugnación de tales lugares comunes podía traerle a uno serios problemas con la autoridad.
Educadores versus pedagogos
Pinilla era un hombre obsesionado con las clases medias españolas, con la decadencia de estas desde el sueño ilustrado, racional y cosmopolita del encuentro con Europa hasta la realidad apodíctica, hipócrita y cínica del franquismo. Esta decadencia la expresó, de una vez y para siempre, con la frase que da título a esta reflexión. Y que, en las muchas lecturas y posibilidades interpretativas que encierra, a mí me sugiere un contraste entre dos figuras: la del pedagogo y la del educador.
Sin salirme de la perspectiva de Pinilla, y definiendo aquellas dos figuras según un criterio personal, el pedagogo representaría la moral y el educador, la ética. Creo que estamos rodeados, no solo en el sector educativo, por pedagogos de toda laya y condición que, ante los problemas públicos, no tratan de comprenderlos asumiendo con prudencia la complejidad de los mismos y la limitación de lo que ellos puedan decir al respecto. Más bien, y esta es mi impresión, lo que buscan es generar y administrar una reacción emocional a aquellos problemas comandada por el deseo de producir una unanimidad apodíctica, definitiva, incuestionable.


Desde periodistas que actúan como comisarios de la corrección política hasta activistas con el rictus de una virtud bárbara y puritana grabado en el rostro, el pedagogo doctrinario se presenta como un árbitro de la moral, como un ideólogo de las reacciones emocionales, serio, concienzudo, con un objetivo inmaculado entre ceja y ceja, sin el más mínimo asomo de sentido del humor y de una siempre positiva dosis de autocrítica y sano escepticismo. Estos sectarios de las buenas causas prejuzgan la realidad según modismos y neologismos que vienen a ser consignas lingüísticas evocadoras de la unanimidad de la que ellos pretenden ser demiurgos y beneficiarios.
Un educador, en sentido amplio, entendiendo por esta figura un paradigma de la comunicación social realizada con fines persuasivos y aleccionadores, es alguien preocupado por el perfeccionamiento de las personas. Sin entrar en el credo particular de cada educador, uno percibe en su espíritu las notas inconfundibles del idealismo, el reformismo y, sobre todo, el respeto de la autonomía e independencia de cada individuo, inseparables de una libertad responsable. El educador no es un ideólogo de las reacciones emocionales, ni un árbitro de la moral, ni un sectario de las buenas causas y, por ello, habla y se expresa de manera natural, sin forzar el lenguaje.
La ética prevalece sobre la moral en tanto en cuanto la primera apela a un principio de honestidad intelectual, de respeto del conocimiento y la naturaleza de las cosas. No caben atajos en este sentido: si salimos a la calle a protestar contra una sentencia judicial sin haber leído previamente dicha sentencia es que estamos demasiado moralizados, es decir, emocionalizados, y carecemos de un cortafuegos ético que nos haga reparar en la deshonestidad intelectual de nuestra reacción. Al fin, un educador lo es de la inteligencia y esta poco tiene que ver con las profecías autocumplidas de los pedagogos doctrinarios, que siempre disparan contra el blanco más fácil, sea un juez verbalmente provocador, una presidenta tramposa y cleptómana o un varón, como el marqués de Bradomín, feo, católico y heterosexual.
Los educadores, que son auténticos reformistas, no siempre dicen lo que esperamos oír y, sobre todo, traen a la palestra cuestiones que nos suelen pasar desapercibidas y no forman parte del ruido mediático diario. Cuestiones de fondo como, por ejemplo, la del creciente tiempo de ocio en la democracia y cómo gestionarlo sin corrompernos a nosotros mismos. Uno de los padres intelectuales del Estado de bienestar, William Beveridge, un educador en el sentido idealista, reformista y liberal planteado en este artículo, tiene una frase que capta ese espíritu ético y comprometido, intelectualmente honesto, exigente y responsable en las antípodas de la pedagogía crispada e inquisitorial. Dice Beveridge hablando del problema del ocio en la sociedad moderna:
“Es difícil imaginar algún estándar según el cual la transferencia de tiempo, incluso desde la más sombría de las formas de ganancia mediante el trabajo, al hecho de rellenar una quiniela de fútbol con la esperanza de obtener una riqueza no ganada (con esfuerzo y dedicación) pueda ser vista como un progreso“.
El paladín del Estado de bienestar era un defensor de la ética del trabajo. Y aunque consideraba que el Estado debía garantizar unos mínimos materiales de vida a la gente ante tesituras como el desempleo, la enfermedad o los accidentes, no por ello dejaba de estimar el trabajo como una forma de vida superior a la ociosidad. De ahí su preocupación, que suena tan actual, por cómo manejamos el creciente tiempo de ocio del que disponemos. Pues hay usos del ocio que nos rebajan como seres humanos y respecto de los cuales es preferible el tiempo que pasamos trabajando.
Este es un tema de indudable importancia hoy en día. Pero, ¿se habla de él o vivimos ensimismados en el mundo digital sin prestar demasiada atención al modo absurdo y humanamente despreciable en que gastamos gran parte de nuestra ociosidad? Educar para saber qué hacer con el tiempo en que estamos ociosos no parece ser una cuestión moral, sino ética; para pedagogos, sino para educadores. Y ello en la medida en que es una cuestión que no da pie al postureo, el rictus contrariado y la voz impostada. Una cuestión de fondo, silenciosa y acuciante, que está ahí, a nuestro alrededor, dentro de nosotros, pero a la que, precisamente por no ser epidérmica y por afectar a las capas más profundas de la vida psíquica y social, no prestamos la debida atención.
Instruir una reacción emocional a cuenta de La Manada resulta más factible e instantáneo que motivar una reflexión pública sobre la manera en que empleamos nuestro tiempo de no trabajo. Por eso, educadores como Beveridge representan un tipo de voz de largo aliento que contrasta con la plañidera y superficial, aunque muy mediática, cultura de la queja en que nos hallamos inmersos. El tipo de voz que uno más echa en falta cuando arrecia la caza de brujas.
Muerto el perro, se acabó la rabia: la cruzada identitaria
Seguimos siendo, creo que es indudable, un país de mucha moral y poca ética, con más pedagogos que educadores, con un tipo de comunicación social más sectaria, apodíctica e hipócrita que racional, prudente y escéptica. Con muchos eslóganes, tópicos (“tantos tontos tópicos”, que decía Aurelio Arteta), frases hechas, chascarrillos pseudoideológicos que recuerdan al cauce desbordado de un río que todo lo arrasa a su paso, no dejando títere con cabeza, ni posibilidad de un juicio disidente con la ortodoxia impuesta, con la barbarie perfumada del no-pensamiento ejemplarizante.
Vivimos, más que en tiempos de ideología y batalla ideológica, en tiempos de pedagogía. Esta banaliza la política hasta el punto posmoderno de reducir las ideas a sentimientos tóxicos, actitudes y gestos contundentes, expeditivos e histéricos en su fideísta distinción de lo permisible e intolerable.
La moral pedagógica que irradia el debate público enseña una cara poco halagüeña de nuestras democracias del bienestar. La cara apodíctica que pueden llegar a asumir estas y que tan oscuras resonancias tiene en nuestra historia reciente. No es que la democracia se precipite indefectiblemente al despotismo, como vaticinaban algunos lúgubres y lúcidos pensadores del pasado, pero si es verdad que la democracia tiende a segregar atmósferas sociales dogmáticas y autoritarias. Atmósferas contrarias al espíritu ilustrado y liberal según el cual una verdad defendida a priori sin haberla discutido es un dogma muerto. Del mismo modo que una buena causa planteada en términos de unanimidad y condenando al ostracismo a los que no la promueven a ciegas y sin fisuras pierde gran parte de su sentido y de su utilidad.
Cuántas buenas causas actuales en manos de un educador habrían evitado la caza de brujas sembrada por la obtusa obstinación redentora de los pedagogos. Pues una buena causa se diluye al transformarse en una excusa para la purificación social. ¿Resulta tan difícil entender la diferencia entre curar una enfermedad sin matar al paciente y destruir a este para acabar con todas las enfermedades?
A veces, uno tiene la impresión de que, cuando un pedagogo pone el foco en algo o en alguien, su falta de discriminación intelectual y su sobredosis de emotividad le llevan a confundir la enfermedad con el enfermo. O, en términos más comprensibles, el problema específico con la identidad de quien lo tiene y a la que dicho problema se vincula.
De esta manera, por ejemplo, un acto machista es la enfermedad de un enfermo que, dada su identidad masculina, es, en sí mismo, una enfermedad. Con lo cual, más que responder a actos machistas concretos, hay que sanar y purificar la sociedad de la enfermedad/identidad del machismo. Que sería algo así como la clase burguesa a ojos de un bolchevique: un foco permanente de amenaza para las mujeres y los proletarios. Purgados de la enferma identidad de género que todo hombre lleva en su interior, resplandecerá una sociedad sin clases en la que hombres y mujeres serán entidades abstractas y asexuadas con roles intercambiables. Así, uno podrá, como aseveraba Marx, “dedicarse hoy a esto y mañana a aquello, por la mañana a cazar, por la tarde a pescar y por la noche a apacentar el ganado, y después de comer, si le place, dedicarse a la crítica”.
O, en versión actual, uno podrá ser homosexual por la mañana, transexual por la tarde y bisexual al oscurecer. Fáciles, deseables y socialmente reconocidas y apreciadas transiciones corporales y espirituales en una sociedad liberada ya no de enfermedades, sino de enfermos, de perversas identidades forjadas culturalmente por siglos de opresión y sometimiento.
Dejar de estar enfermos, en clave moral y pedagógica, significa ser completamente libres. Y, para llegar a este objetivo, que a un educador le parecería el colmo del cinismo más embaucador, deberemos mostrarnos unánimes a la hora de entender que, si queremos curar determinadas enfermedades, hay que exterminar las identidades que, indefectiblemente, son causa de las mismas. Lo que en lenguaje político significa realizar una operación de ingeniería social a gran escala a fin de dar una respuesta expeditiva a cualquier comportamiento ideológicamente censurable, cuya nómina se incrementa exponencialmente según aumenta el poder discrecional de los nuevos comisarios para decirnos cómo debemos vivir. Pues una cosa es liberarnos de la oscura costra del pasado y otra que no existan sacerdotes de la liberación en curso, especialistas en mantenernos con la boca callada mientras extirpan el tumor social que nos impide hablar y comportarnos de la manera correcta. Es decir, de la manera que esos especialistas consideran permisible y adecuada y a la que rotulan inquietantemente como igualdad en libertad y convierten en la panacea de una sociedad justa y transparente.
No es la igualdad, es el poder
Los pedagogos de estos tiempos democráticos no buscan nuestra perfección, sino nuestra adhesión incondicional. No tratan de profundizar en el conocimiento de los asuntos públicos, sino de provocar y dirigir una reacción unánime en su emotividad a su particular moralización de dichos asuntos. En última instancia, no respetan nuestra libertad y responsabilidad, sino que hacen tabla rasa del aprendizaje social de cada uno y llegan a ofrecer minuciosas pautas, entre hilarantes y terribles en su detallismo controlador y desquiciado, propio de mentes enfermas, sobre cómo debemos comportarnos unos con otros, como si fuésemos niños de teta a los que hay que enseñar hasta a ir al baño.
Así, sugieren los gestores de la guardería, siempre pensando en nuestro bien y con buena intención, si se inicia una relación, se debe grabar el consentimiento mutuo a tener sexo a fin de que todo esté claro desde un principio (dos inminentes amantes con el móvil en el brazo alargado de uno de ellos mirando la pantalla, no la cara del otro, y diciendo para la posteridad: “Sí, consiento”).
Así, también, los sabios de la moral les dicen a los atolondrados enamorados que los celos no son reflejo de un amor más intenso y pueden ocultar, ¡albricias!, muchas gracias por el descubrimiento de este ignoto Mediterráneo, un celo patológico… ¡Ay!, los pedagogos, saben aquello que ya sabíamos y que nos hacen saber como si no lo supiéramos. Y nosotros fingimos no saberlo para que, al saberlo por segunda vez, nuestra conciencia social quede satisfecha y nadie nos pueda objetar nuestra falta de compromiso con la estupidez dominante.
A este juego impostado de ignorancia, mala fe y sectarismo pedestre, grosero y brutal parece que nos hemos habituado a jugar en el mundo democrático que habitamos. Como si de una escuela llena de malos olores y augurios se tratara en que los ciegos ven al tuerto como un falsario, pero se lo callan porque nadie se atreve a levantar la voz contra el rey desnudo.
Este asunto del aprendizaje revelaría, a mi juicio, la diferencia posiblemente más acusada entre el educador y el pedagogo: el primero no hace tabla rasa del aprendizaje social de cada uno porque comprende que hay muchas e importantes cosas que traemos aprendidas de casa. Ello es así debido a que, a diferencia del pedagogo, el educador no es un ideólogo que aspira a recomenzar la historia de la sociedad desde su inicio. El sentido ético de la educación frente al moralismo doctrinario de la pedagogía consistiría en apelar a la razón racional, que diría Pinilla, y no a la razón apodíctica. Lo que significa respetar unos umbrales de aprendizaje donde el educador no debe entrar si no quiere convertir su obra reformista en un Gran Hermano.
Por otro lado, el educador sabe que, si por abajo, existen unos límites que no han de cruzarse con el objetivo de respetar la autonomía de las personas; por arriba, hay otros límites que establecen hasta dónde cabe contar con el Estado. Beveridge señalaba, al respecto del problema del ocio, que “se alcanzaría el último grado del totalitarismo si el Estado arreglara, para cada uno de los ciudadanos, la utilización de su ocio”. Su solución pasaba por lo que denominaba, en el mejor espíritu liberal, la “acción voluntaria”. Es decir, un esquema de educación y comunicación sociales basado en el “consejo a los ciudadanos (sobre, por ejemplo, el empleo de su ocio) dado de forma independiente (y desinteresada) por otros ciudadanos”.
El pedagogo, por el contrario, motivado como está por la obsesión de la unanimidad y trabajando en la escala emocional de la razón apodíctica, no tiene ningún problema en atravesar la puerta de nuestros hogares, colarse en nuestro salón y, bien apoltronado junto a la estufa y con el gorro de dormir puesto, vigilar y anotar con saña mal disimulada las veces que a lo largo de la semana le decimos a nuestra mujer: “¿puedes bañar hoy a los niños?”. Del mismo modo que no tiene el más mínimo reparo en utilizar indiscriminadamente los recursos del Estado para que su cruzada moral triunfe socialmente y se vuelva incontestable. Nada, en el pedagogo, reflejaría la sensibilidad liberal del educador a la “acción voluntaria” y su confianza en la sociedad para educarse a sí misma.
Por eso, lo que en Beveridge eran profundas suspicacias respecto de un papel cultural excesivo por parte del Estado en la vida de las personas, debido al riesgo de totalitarismo que ello implicaba, y respecto de la comercialización del tiempo de ocio, por el peligro de banalización y hedonismo malsano inherente a la misma; en nuestros actuales pedagogos, se resuelve en tres rasgos fatídicamente entrelazados: desconfianza en las personas como agentes morales capaces de discriminar entre lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto; instrumentalización del Estado para sus fines sin temor a terminar haciendo del mismo algo parecido a una Iglesia y alianza maquiavélica con los Medios de Comunicación de Masas y, en general, el mercado capitalista, cuyo afán de lucro nunca será un obstáculo si sus empresas y corporaciones juegan la carta moral que conviene al pedagogo.
Este triángulo maldito demostraría una cosa por encima de cualquier otra: que, al pedagogo, el perfeccionamiento de los individuos le importa tres pepinos y que lo único que le interesa es, no como dirían en Podemos, hacer pueblo, construir unidad, sino hacer rebaño, construir unanimidad. Y si eso significa más Estado y más capitalismo, más control político y más degeneración cultural, y menos sociedad, libertad y responsabilidad, no hay problema. Pues, al fin, de lo que se trata no es de las personas, sino, como creo que resulta entendible después de todo lo dicho, del poder sobre las personas. Que es la verdadera y palpitante cuestión de estas sociedades sedientas de igualdad en que vivimos que han sacrificado la figura del educador en el altar de los pedagogos y, con ello, han sustituido la ética por la moral, la inteligencia por el histerismo, la libertad y la responsabilidad por la unanimidad y la autocensura.
Sin embargo, a diferencia de lo que sucedió en el franquismo, hoy ya no hay una Brigada Político-Social que vele por la dictadura del lenguaje apodíctico. Así que sapere aude.

