“Hoy no es un día cualquiera. No es un momento cualquiera. Hoy es el día en que se reanudan las sesiones en esta Sala, tras la repentina y trágica muerte de un compañero y amigo nuestro. Hoy estoy yo aquí sustituyéndole y por eso quisiera guardar un minuto de silencio antes de dar comienzo al juicio de hoy, como muestra de respeto y conmemoración. El que quiera puede rezar.”
Y así transcurrió después un minuto de silencio sepulcral en la Sala del Juzgado, donde a continuación se iban a enfrentar dos partes y donde estaba en juego una pena de cárcel de más de seis años. Pero, en aquel momento precedente, había un gesto de unidad mucho más importante que el asunto que traíamos cada uno entre manos y mucho más común a todos los que estábamos presentes: acusados, abogados, público y magistrados. Para mí iba a ser un día cualquiera… Hasta ese momento, hasta ese reclamo.
Ya me había impresionado especialmente este gesto, hacía un año, al comienzo de una clase de Derecho Laboral. Lo recuerdo perfectamente: la profesora tomó la palabra y anunció con gran pesar que ese día había fallecido una querida amiga y profesional de la casa y que pese al dolor, consideraba que darnos clase era rendirle el mejor homenaje posible a la labor de toda una vida.
Estos dos marcados momentos han venido de nuevo a mi cabeza tras saltar a los medios la noticia del avión estrellado rumbo a Colombia, que transportaba entre otros, a los jugadores del club de fútbol Chapecoense de Brasil. Ha sido un suceso trágico y misterioso que nos deja a todos no solo un minuto, sino varios, de silencio.
Un silencio lleno de cosas. De dolor, de “porqués”, de desconciertos, de cada uno consigo mismo haciendo cuentas con lo que ha ocurrido.
Me conmueve que en una sociedad donde se intenta suprimir cualquier atisbo de trascendencia se mantenga este gesto de pararnos un minuto todos, para contemplar el drama y tomar conciencia.
En una sociedad donde se intenta suprimir cualquier atisbo de religiosidad o de trascendencia en el ámbito público y donde quedarnos solos con nosotros mismos nos parece el mayor castigo del mundo, que se mantenga este gesto de pararnos un minuto todos, de manera oficial y pública, para contemplar el drama y tomar conciencia, me conmueve y me llena de admiración. Porque efectivamente, creo que hay pocas cosas que decir y que se expresa mucho más con un silencio. Además, puede que para muchos (sobre todo los no afectados personalmente) sea el momento más verdadero de todo el día. El momento en que la desgracia propia o ajena, nos arranca de nuestros ensimismamientos rutinarios y de nuestra dinámica y nos muestra con dureza la fragilidad de nuestra existencia.
No será extraño que en los sucesivos eventos deportivos o en los actos oficiales se muestre alguna señal de luto y se proponga este minuto como gesto común. Parece poca cosa y en ocasiones, puede llegar a ser extraño o forzoso, (al fin y al cabo, estás rodeado de un montón de gente desconocida y está todo el mundo callado) sobre todo si uno no entiende de dónde viene o está “mentalmente” distraído.
Al investigar, me he remontado a los orígenes de este ritual. Parece ser que allá por 1919, un soldado australiano (que luego resultó ser escritor también) llamado Edward Honey, propuso guardar dos minutos de silencio para rendir luto a los fallecidos y afectados de la Primera Guerra Mundial. Lo propuso para el 11 de noviembre, a las 11 horas, como momento simbólico del primer aniversario del fin de la guerra.


Por lo que se cuenta, esta propuesta surgió a raíz del contraste dramático entre las celebraciones y las fiestas que se organizaban al final de las contiendas, con todo su ruido y bullicio, y el sentir de los antiguos soldados que habían visto morir a compañeros. E. Honey consideraba el hecho de guardar silencio durante dos minutos un homenaje a los caídos mucho más adecuado y verdadero, y así lo comunicó mediante una carta para el diario London Evening News, el 8 de mayo de 1919. Después la historia sigue, llegó a oídos del Rey Jorge V y se acabó implantando esta manera de actuar. Así, de alguna manera, ha llegado hasta nuestros días (ahora se propone normalmente un minuto de silencio).
Es un gesto que nos propone salir de nosotros mismos y del momento. Nos saca y nos pone juntos.
Lejos de consagrar este silencio como algo meramente sentimental, me parece más bien al contrario, que se debe exponer como un hecho, frente a todos los pareceres y opiniones volátiles (por ahí se escuchan unos “ay qué pena”, “fíjate qué desgracia, y yo que pensaba que mi día era malo”…). Un gesto que nos propone salir de nosotros mismos y del momento ese pasajero en el que uno siente pena. Y se manifiesta en algo, se actúa, aunque sea simplemente callar y no decir más tonterías. Nos saca y nos pone juntos, ante los demás. Igual que aquel juicio al que asistí. Daba igual lo que sucediera después, todo estaba ya recolocado en su justa medida. Todo lo que se alegaba, incluso el trato entre abogados contrarios y las partes, era distinto, tenía una profundidad distinta, porque éramos consecuentes con el momento anterior de silencio.
Me viene a la cabeza un momento de la película Tierras de Penumbra, en el cual C. S. Lewis (Jack para los amigos) está llorando la muerte de la mujer de su vida y cuando al final sale de su aislamiento y asiste a una recepción de la universidad, se topa con sus colegas académicos que no le han acompañado:
Harry:- La vida debe continuar.
Jack:- No sé si debería hacerlo, Harry, pero lo hace.
Christopher:- Lo siento ¿Hay algo que pueda hacer?
Efectivamente, a veces uno ante la pérdida de un ser querido mira alrededor y no entiende cómo, siendo tan grande su pena, el sol no se esconde ese día. No se entiende por qué todo el mundo sigue el ritmo normal. “No sé si debería, pero lo hace”. Desde mi punto de vista, veo en este pequeño y simbólico gesto un momento de coraje de acompañar a los afectados, a los amigos y a las familias. Es pequeño y no soluciona nada, pero puede aunarnos a todos en un solo momento y puede recolocar a uno en su sitio, en su lugar en el mundo.
Es respeto ante lo poco nuestra que es la vida, ante lo que verdaderamente importa, ante los que se han marchado y ante los que se han quedado llorando su ausencia.
No seré yo la que diga qué es lo que ha de llenar ese silencio. Si la desesperación y el rechinar de dientes o el dolor sereno de quien sabe que de algún modo misterioso, todo está salvado. Pero desde luego, mientras en nuestra sociedad se siga manteniendo este punto humano, puedo decir que ni siquiera los vivos con nuestras frivolidades, estamos del todo muertos.