Madrid – Ámsterdam – Wroclaw
En julio de 1960, Ryszard Kapuscinski, el reconocido reportero polaco, volvía de Ghana tras haber cubierto el ascenso al poder de Kwame Nkrumah, aquel que en fanti era apodado como Kasapreko (El Hombre cuyas Decisiones son Irrevocables). Mientras sobrevolaba la selva vernácula rumbo a su nuevo destino -cubrir reportajes locales después de haber pasado dos años en África– se enteró de la independencia del Congo -uno de los países más herméticos de la época-, del levantamiento del ejército, la expulsión y asesinato de los colonos belgas y la intervención de la brigada de paracaidistas, que para los brujos y cuerpos de adobe de la zona no significaba otra cosa que “seres no-humanos que caen del cielo”.
Tan pronto como supo la noticia, se dirigió de inmediato a Varsovia con la esperanza de que su medio, el Polytikia, le enviara de nuevo a África, aprovechando que todavía llevaba encima los aromas del continente negro.
Un mismo mes de julio, algo más de medio siglo después, un juego de decisiones irrevocables mezclado con una confusión total, llevan a un mediocre reportero español a Polonia, donde del 27 al 31 de julio se celebra la Jornada Mundial de la Juventud. El evento más multitudinario de la Iglesia católica, que cada dos años congrega a centenares de miles de jóvenes de todo el mundo alrededor del Papa, suscita varias preguntas que se escapan necesariamente del ámbito religioso y su categoría testimonial.
¿Qué espera la Iglesia de estos jóvenes? ¿Y los jóvenes de ésta Iglesia? ¿Qué mensajes dará el Papa Francisco durante el encuentro? ¿Habrá un llamado a adoptar posturas visibles para que los católicos tengan más relevancia en el ámbito político, económico, cultural y social? ¿Qué mensaje se quiere lanzar al mundo con la JMJ?
Puesto el marco, empieza la aventura que desde hoy hasta el 1 de agosto nos llevará por las vivencias e inquietudes de grupos cristianos de distintos continentes, los escepticismos de quienes ven este evento como un derroche de colorines, y las intuiciones y valoraciones de aquellos que esperan aliento y guías para la Europa dormida.
Comenzamos.
Straats y canales de Ámsterdam. Día 1.
De mis múltiples visitas a la ciudad de la triple X, referencia directa a las tres grandes purgas (peste, incendio e inundación) que los amsterdamers han tenido que vivir a lo largo de su historia, quizás en esta última es donde más he podido entendernos a nosotros. A Occidente.
Ámsterdam es ciudad de eterna espera. Aguarda respuestas de índole mesiánico en lo cotidiano, giros imposibles que les coloquen en el centro para poder decir al mundo una palabra de paz o serenidad. Me arriesgo a decir que todos tenemos por un momento esa inquietud. Lo que ocurre entretanto, por no enfocar bien la mirada en los símbolos que llevan al encuentro, es que nos quedamos atónitos viendo los ganchos de las casas inclinadas, prácticos para las mudanzas debido a la estrechez de los accesos a las viviendas, pero un despiste crucial para sentarse a apreciar los tulipanes al otro lado del ventanal.
La espera se hace tensa porque no hay actitud de espera.
Tras varios trasbordos de tren, después de sortear unas cuantas bicis con sus extranjeros correspondientes, me dirijo al albergue donde pasaré la noche en una habitación compartida.
Son las 23:57 del viernes 22.
Dejo el equipo en las taquillas, compruebo que mis vecinos de litera todavía están de fiesta y me lanzo a recorrer las straats colindantes al hostel con el fin de aportar algún matiz, confiando en que la cerveza en mano sea de ayuda, para los diez días que me esperan en Polonia.
No encuentro nada. Solo una sensación agradable mientras gente con cara de perenne madrugada me sobrepasa con expresión taciturna, porque no entienden que un foráneo se detenga en un banco tan feo, de espaldas al canal y de cara a una escombrera, a pensar sobre lo que hará al día siguiente.
Con la salida del sol y después de secarme con una sábana, pues la maleta estaba en algún lugar del aeropuerto de Ámsterdam dando vueltas sin parar (¡Viva KLM!), me viene una nueva idea a la cabeza.
El paso por la ciudad holandesa ha sido más una molestia que una oportunidad de dar forma a esta aventura. Sin embargo, la arquitectura variopinta, su gente sofisticada, locomotirizada y callada, el cielo en nublado permanente, los pilares de las casas anegados por el agua y el cómputo de sustancias que van cayendo a los canales, que van pudriendo cada día un poco más el sustento del hogar…
Todo confiere elementos suficientes para crear un buen poema. Pero ningún holandés tiene tiempo para hacerlo. Andan persiguiendo algún tótem extraviado.
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En fin. Ya estoy en el pequeño avión, varias fatigas después, rumbo a Cracovia. Felizmente solo, leyendo mi libro y pensando en lo mucho que una persona, en un solo día, puede añorar la compañía de sus amigos.
Llegada a Cracovia y bus a Wroclaw. Día 2
Nos reciben voluntarios con acentos mezclados. Me indican cómo llegar hasta la central de autobuses para ir a Wroclaw, donde un grupo de Familia Misionera y de la congregación Regnum Christi, me darán cobijo hasta el lunes.
Después de seguir las gigantescas manos moradas por la terminal, consigo llegar justo a tiempo al bus y aprovecho para describir lo que veo desde mi ventana.
Todo verde. Hayas, Abetos y Abedules. Y nada más.
La entrada a Wroclaw sigue guardando algo de su historia reciente.
Bloques de hormigón llevados hasta las 20 plantas con pequeños ventanucos para que los antiguos camaradas pudieran respirar. Pintura blanca descascarillada. Ladrillo visto sin ser buscado a propósito.
Los árboles desperdigados en la acera, gente medio abrigada y solitaria. Un atardecer fantástico por el centro de la avenida principal.
Cojo un taxi rumbo a nuestra parroquia, el centro de operaciones para las distintas actividades que los jóvenes han ido haciendo durante la semana: obras de misericordia, colaborar con asilos, un jardín de infancia y “misionar por la calle”; acudir al Mercy Festival, donde religiosos de todo el mundo muestran sus talentos artísticos, y mucho tiempo de capilla, “calentando motores para la semana en Cracovia”, como me dice uno de los chicos nada más abrazarnos.
Mientras espero al resto del grupo me aproximo con la cámara al Cristo iluminado de la parroquia con la intención de sacar algunos recursos. En la sombra que proyecta la cruz y el cruficicado veo una telaraña enorme. Busco con el objetivo al arácnido y me asusto al ver en mi pantalla algo del tamaño de mi pulgar, tejiendo su trampa entre el costado y la mano de Jesús.
Encuentro con la familia de Piotrek
Llegan todos del estadio. Tras los saludos oportunos, uno de los colaboradores del grupo, de 135 personas, me presenta a Piotrek, el gigantesco monaguillo de la parroquia, quien me ha abierto las puertas de su casa para los próximos dos días.
Es mi primer encuentro reposado con un autóctono.
Pasará los dos metros. Cuello de toro. El cuerpo recogido sobre la columna. Las facciones angulosas. Una ceja prolongada. Una mirada que solo trabaja si lo hace la sonrisa.
Cargado con los tres bultos caminamos por una barriada humilde. La casa está cerca de la iglesia. La conversación es torpe porque Piotrek no habla muy buen inglés y yo no sé cómo explicarme mejor en inglés. Así que el “thank you” y el “sorry” cierran cada frase del diálogo.
– ¿Cómo están las cosas por aquí? ¿Qué tal funciona la economía?
Se queda callado un rato. Me mira y me sonríe.
-No sabría cómo responderte a eso. Yo he nacido aquí y aquí las cosas siempre han estado así.
Llego a la casa. De sobriedad extraordinaria y con olor fuerte a neumático y grasa de bicicleta, que completan la decoración de la entrada. Las dos estancias que la componen son espaciosas. La cocina es vieja. Todo está limpio. Todo está vivo, porque hay muchas cosas desperdigadas por el suelo: conservas, jabones, detergentes… Pero ordenado.
La vivienda está dividida en dos pisos enfrentados. En uno de ellos, Piotrek y su familia. En el otro, dos chicos de Madrid que están como peregrinos en la JMJ.
Dejamos los bártulos y nos sentamos a la mesa. Aquí hay toda una historia aparte que contar.