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Yo, robot (o por qué Siri nunca será tu amigo)

En Antropología filosófica/Asuntos sociales/Ciencia y tecnología/Filosofía por

En un añito, según parece, tendremos en nuestras pantallas Blade Runner 2049, la secuela de la peli de culto de Ridley Scott.  La primera era una adaptación de la novela “Do Androids Dream of Electric Sheep?”, y nos lanzaba una pregunta: ¿sería posible fabricar androides “más humanos que los humanos”, como los replicantes de Tyrrell? Dicho en otras palabras: ¿llegará Siri algún dia a ser el mejor amigo del hombre?

Cierto episodio de Black Mirror reflexionaba sobre esta misma posibilidad, con tonos más bien inquietantes. En todo caso, no está de más retomar la pregunta, en estos tiempos de neuroentusiasmo triunfante y de transhumanismo exaltado. ¿Donde está la frontera entre el hombre y la Inteligencia Artificial? ¿Verá nuestra generación nacer un “Yo, robot”?

Para llegar a una respuesta clara, partamos de lo básico: Tienes una vida. Si un alienígena verde (siempre son verdes) te espiara desde su platillo volante durante unos días, y pasara luego un informe por Whatsapp a su nave nodriza, quizás podría contarle que eres un cuerpo material –como todos los demás del universo– de unos cuantos kilos de peso y probablemente algo menos de dos metros de altura. Un objeto que se levanta por las mañanas, bebe café, coge el coche para ir al trabajo, se hace selfies en los lugares más insospechados, etc…

Naturalmente, esa descripción no lo es todo. Sabes bien que tú y tu vida no sois sólo unos cuantos kilos de materia orgánica en movimiento. Tienes lo que llamamos una interioridad: piensas, sueñas, reflexionas –esperemos– antes de tomar decisiones, experimentas dolor, sentimientos, depresiones, alegrías. Tienes una mente, un escenario por el que desfilan todos esos actores y más. Una película siempre encendida, a la que no tienen acceso los demás, a menos que tú se la cuentes, o a menos que la hagas transparente con tus actos.

 

Una característica de tu vida es la auto-presencia, una cierta distancia respecto de ti mismo que hace posible la libertad.

 

Así pues, tenemos la película de tu vida, y te tenemos a ti, que la ves. Porque una característica de tu vida es la auto-presencia: no eres una película que se desarrolla a cada instante como un eterno presente perpetuo y agobiante, no eres un zombie, no vives un sueño perpetuo. Tienes una cierta “distancia respecto a ti mismo”, puedes “sacar la cabeza” por encima de las olas de los acontecimientos y del presente, puedes mirar hacia el pasado y hacia el futuro, puedes separarte de tus deseos inmediatos, ponderar posibilidades, planear, decidir. Eres un “yo”. Porque esa “distancia respecto a ti mismo” es la que permite que seas libre, entre otras cosas.

Pero no eres el único “yo” en el mundo. Vamos, supones que no. Aunque tu vida fuera un inmenso teatro, al más puro estilo “Truman Show”, supones que los que te rodean tienen una interioridad como la tuya, y que no son todos una imaginación tuya, ni un sueño de Siva. Realmente no lo puedes saber, pero si me dijeras que sospechas ser la única mente en el mundo, probablemente te recomendaría un buen psiquiatra.

Supones, también, que los animales tienen por lo menos cierto grado de “vida interior”. Nos resulta difícil saber cuál o cómo es (tendemos a pensarlo de forma muy antropomórfica, y Heidegger decía en cambio que nos sería más fácil imaginar la mente de Dios que la de un perro), pero tendemos a pensar que mi gato tiene una cierta conciencia de sí, y que mi reloj de pulsera, en cambio, no la tiene. Hay una película en la “mente” de mi gato, por más rudimentaria que sea, y no la hay en mi tostadora. O, por lo menos, hasta la fecha no ha dado indicios en signo contrario.

Pero aquí está el problema: ¿de qué manga, con qué varita mágica nos hemos sacado o hemos hecho aparecer una mente? Suponemos que el gato y yo estamos hechos de elementos químicos no tan diferentes de la tostadora y la piedra de río. No nos consta, y nada nos induce a pensar, que ni siquiera las neuronas individualmente consideradas tengan una subjetividad. ¿Por qué, entonces, al juntar un montón de neuronas, surge de pronto una subjetividad? ¿de dónde sale el “yo”, ese punto cero en el universo, de dónde salen esa película y ese espectador? Y, para el tema que nos ocupa: ¿podemos fabricar un “yo”?

Podríamos decir que a la pregunta “¿de dónde demonios sale el yo?” hay dos soluciones extremas, que en mi opinión no son sino dos modos de negar el problema: la primera, y menos común, es el panpsiquismo. Es decir, todo tiene mente, todo es portador de subjetividad: tanto tú como la piedra de río, sólo que en diferentes grados. La segunda es el materialismo reduccionista. El materialista ve que los métodos de las ciencias naturales no pueden acceder a la dichosa “mente”, porque éstas trabajan siempre con la observación exterior de objetos materiales, y de estos nunca podrás deducir  la existencia de esa “película” (sabemos lo que es el dolor porque nosotros también lo experimentamos, no porque podamos deducir ese concepto de la observación exterior de un animal agonizante). Decide, por tanto, que la famosa mente es una ilusión, un “truco” de la materia, y que, por tanto, no le interesa. Realmente todo sucede según las leyes físicas, y lo que suceda con el espectador y la película no cambian eso en absoluto. No somos libres.Una posición intermedia es el emergentismo de las propiedades: la subjetividad es realmente un “novum”: no está en la patata y sí está en ti. ¿Por qué? Por motivos que aún desconocemos, llegado un cierto nivel de complejidad y organización de la materia, aparece, “emergen” unas propiedades nuevas, un orden nuevo de realidad. El emergentismo puede reconocer que esa subjetividad tiene un carácter espiritual (y que, por tanto, se da una verdadera libertad de la mente respecto a la materia) o declarar que ésta es sólo un “epifenómeno” de la materia, con lo cual coherentemente negaremos la libertad. Y si declaramos que esta subjetividad tiene un carácter trans-material, espiritual, nos veremos obligados a explicar qué relación tiene esta dimensión con la dimensión material, en qué se diferencia un animal de un hombre (¿los perros van al cielo? ). En fin, el tema es apasionante, pero vamos a tener que dejarlo para otra ocasión….

Volvamos a la cuestión central: ¿podemos fabricar un “yo”? El no plantearse esta simple pregunta da lugar a una selva de incomprensiones y despropósitos. Porque cuando la gente piensa en Inteligencia Artificial, tiende inconscientemente a pensar que los robots tienen una subjetividad, por limitada que sea, del mismo modo en que tiende a interpretar las reacciones emotivas del animal según su propia experiencia sentimental. Quizás no se nos ocurre pensar que un ordenador, aunque me gane al ajedrez, será siempre el hermano mayor de mi aspiradora y no mi igual. Que decir que un ordenador es inteligente –si entendemos lo que significa inteligencia– es como decir un libro lee mucho, o que una tostadora tiene calor, o que un martillo es muy fuerte. Más que una inteligencia independiente, el ordenador es una extensión de la inteligencia humana.

 

Más que una inteligencia independiente, el ordenador es una extensión de la inteligencia humana que comprende la información que este maneja.

 

Los futuristas más entusiastas creen resolverlo hablando de robots con capacidad de representarse a sí mismos…pero esto no deja de ser un engañabobos, una manera de obviar el problema: ¿quién ve esa imagen? ¿Para quién esos inputs tienen un significado? ¿Para quién son una imagen? ¿Qué ve un espejo que se mira en otro espejo? Nada, porque un espejo no ve.  Ve la persona que lo usa. En la máquina ni hay espectador ni hay película. Porque aunque el ordenador maneje información, sólo es información para el hombre que la comprende. En el interior de tu iPhone, todo sucede a oscuras. Así que no, lo lamento. Siri nunca será tu amigo.

P.D: Esta cuestión es diferente de (aunque está relacionada con) la pregunta de peli-futurista-de-domingo-por-la-tarde sobre si llegará un día en que las máquinas serán más inteligentes que nosotros y nos dominarán. Sobre esto baste apuntar que parte de una definición errónea de inteligencia.

El ser humano tiene una capacidad limitada en cuanto a la ejecución de determinadas operaciones que la máquina puede realizar a gran velocidad, pero la mente humana es un sistema abierto, mientras que la máquina, precisamente porque no tiene un yo, no tiene esa distancia respecto a “sí mismo” (en realidad, ni siquiera un “sí mismo”), y no puede escapar de los límites de su sistema operativo. Aún materialistas reduccionistas como Paul Churchland perciben esto, e indican que no podemos decir  que hemos resuelto el problema del aprendizaje hasta que no entendemos el cambio conceptual, es decir, cómo es lograr que una máquina genere nuevas categorías con las que interpretar y usar la información.

Un ordenador programado para jugar al ajedrez puede “aprender” de sus errores y llegar a ser invencible para el hombre, pero nunca se “planteará” el hacer otra cosa distinta que jugar al ajedrez. Un sistema de máquinas diseñadas para destruir la Humanidad podría eventualmente lograr su objetivo, pero no ganaría con ello una existencia libre en el sentido en que lo es la existencia humana, porque no tiene ninguna libertad interior que disfrutar.

Felizmente consagrado a Dios como religioso legionario de Cristo. INFJ, Libra, 0 negativo; 2% práctico. Entre mis aficiones: amar a Dios, servir a los hombres, conquistar el mundo para Cristo.

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