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Resistir la civilización

En Asuntos sociales/Religión por

Los hombres no tan valiosos habrán experimentado alguna vez este estrangulamiento mío, este estrechamiento íntimo, tan distinto al de quien apenas ha olido aún las delicias de la perfección humana, pero sí se ha convencido de la podredumbre que lo rodea.

Somos unos románticos, enajenados en visiones futuribles de una comunidad dichosa, caminante hacia la belleza que puede salvarla, e integradora en su seno maternal de los débiles y los fuertes.

Somos unos idealistas que esperamos lo que creemos que no ha de llegar, y ese deseo de álgidas bondades es el que nos constriñe una y otra vez a la umbría realidad, cuando nos enfrentamos contra el imponente Saturno que nos resiste, para después, vencidos en la noche de la ciudad posmoderna, devorar nuestra entraña.

Saturno es aquí la comunidad que nos ha engendrado y soñamos salvable.

Alguno dirá que la culpa es de nuestro lirismo irracional, porque no se debe esperar lo inalcanzable. Y tendría razón si no nos fuera la vida en esta ausencia —¡presencia!…— terrible.

Los hombres no tan valiosos habrán experimentado una y otra vez estas ansias mías de huir, de agarrar el vehículo más veloz y escapar con los suyos del remolino que nos succiona para asfixiarnos en su centro, que es la pura vacuidad. Y de arrojar después el coche en una estepa inhóspita y seguir corriendo mucho tiempo aún, para que ni siquiera el perfecto pulimento de su carrocería les trajere ecos de la urbe progresada.

Pero si son tan valiosos como yo, que es decir egoístas y mezquinos, a la vez que esta fortísima tendencia habrán comprobado que en ese arrojo misantrópico tampoco hay nada que lo pueda salvar; que el lugar que anhelan, vacío de estos seres despreciables que tenemos por vecinos, solo alivia el dolor de las contemplaciones bochornosas que nos imponen, y que después nos hacen digerir —nadie está libre de su aquelarre en que de una u otra manera nos obligan a participar—.

Un retiro breve, suficiente para superar el dulce paroxismo del pájaro que escapa de la trampa del cazador —el cual también nos incapacita para los bienes que necesitamos—, permite paladear manjares de que estamos privados quienes hemos permanecido demasiado tiempo en el área de influencia de esta cárcel demoníaca, y quiero darle toda la fuerza de su literalidad a mi definición de la ciudad posmoderna (a estas alturas ya no me vale la prudente y conciliadora moderación del «triste amontonamiento» del santo Pablo VI).

Salir a la superficie del océano, que en la teología sacramental cristiana es signo del resurgimiento tras la muerte, es siempre saludable y una recomendación mía encarecida para los hombres valiosos y no tan valiosos, pero el yermo está tan vacío como el propio ser humano, y si aguarda demasiado va a encontrar en sí mismo carencias análogas a la podredumbre que lamenta en sociedad, salvando las distancias.

Dios no ha hecho a la mayoría, en que me incluyo, para conversar en soledad con él, y si nos ha enviado al mundo no nos va a esperar en el recogimiento de nuestra alcoba: nos va a exigir manchas en los pies, y aborrecerá a quienes se presenten limpios ante él. Ya en esta vida —mísera, la que esos miserables nos han obligado a vivir— esconde su rostro de los anacoretas que él no ha llamado.

Quien quiera salvar su vida debe sumergirse en las cálidas y sensuales y hórridas aguas de Babilonia, mientras gime con nostalgia de Sion; nos salvaremos con muchos o no nos salvaremos.

Y todo esto sin considerar el hambre natural que tiene la persona de los otros, aunque sean tan degenerados como nuestros otros.

Los valiosos de mi nivel se sienten como los personajes de aquel drama sartriano —A puerta cerrada—, viviendo en el umbral que separa la sociedad del aislamiento porque desean a quienes aborrecen —el infierno son los otros y somos nosotros—. Y los valiosos de verdad no podrán pensar siquiera en abandonar su vecindario, su región, su patria y la humanidad si son magnánimos y perfectos en la caridad: ¿quién va a dejar a su amado anonadándose en el estercolero en que se cree feliz y salvo e inmortal?

Por unas cosas y otras, egoístas y altruistas, para resistir la acometida de su bajeza no hemos de ser buenos, sino hacerlos buenos. Si queremos sobrevivir, y este es un grito inscrito en el alma de todos que no todos han escuchado, tenemos que conseguir que ellos sobrevivan primero.

No, no podemos salir —«tambores en lo profundo»—: la huida es nuestra perdición. Debemos obligarlos a vomitar sus calamidades y a abrazar su redención, que es el bien que nosotros ya conocemos. Y del modo más prudente y conveniente a la dignidad de personas tan bajas, que es levantando el velo de su error y permitiéndoles la videncia de esta bondad que en verdad demandan.

Escudar nuestra forma de vida y la inocencia de nuestras familias —de nuestros pobres hijos— es asumir la derrota. Vivir a la defensiva es morir mientras nos defendemos, si el bien que necesitamos es el mismo —numéricamente el mismo— de quienes inconscientemente nos sorben la aptitud para poseerlo: necesitamos la comunidad; necesitamos que la comunidad sea buena.

Y nadie pone una lámpara bajo la mesa, etcétera. Resistir es guiarlos. Ansiad los puestos de honor de su antro putrefacto, que es el nuestro.

(@ChemaMedRiv) (Chema en Facebook) Grados en Filosofía y en Derecho; a un año de acabar el grado en Teología. Muy aficionado a la buena literatura (esa que se escribe con mayúscula). Me encanta escribir. Culé incorregible. Español.

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