Las próximas líneas no pretenden explicar lo que fue la pasada Jornada Mundial de la Juventud en Panamá. Tampoco es un análisis pormenorizado de lo que dijo o dejó de decir el Papa Francisco; para ello, animamos a la lectura de cualquier diario o digital especializado en información religiosa, donde seguro encontrarán lo que están buscando. Este texto es, sencilla y torpemente, un pequeño alegato que partió de una experiencia sobrecogedora ocurrida el pasado 24 de enero en el trayecto que unía el barrio de La Locería con el parque recreativo Omar Torrijos -denominado ‘Parque del Perdón’ durante la JMJ- en la capital istmeña.
— Tengo 83 años. ¡83 años! Y se lo dije bien claro después de treinta años de matrimonio. No vales esta bala, que cuesta 7 balboas.
Esta misma premisa me la repitió tres veces ante mi estupefacto mutismo. Cada vez que tocaba ejemplificar la parte de la tentativa de homicidio, hacía el mismo gesto. Soltaba el volante y con su mano izquierda tiraba del índice derecho hacia atrás como si fuera el pasador de una pistola automática, sacando de la cámara la bala que debía ir para su exmujer. Y después de esta macabra ejemplificación, como se había desviado un poco de la calzada, volvía a enderezar el rumbo de aquella nevera con ruedas. Porque el frío, en el único lugar que reside en este país, es en los centros comerciales, el condensador de los taxis y en las entrañas de según qué personas.
–Pero, ¿qué hay del perdón?
–¿Para qué el perdón? ¿Para qué perdonar el dolor que ya está hecho? Lo que hay que hacer es no hacer cosas malas. Yo no la maté porque sabía que iba preso y ella se quedaba muerta. ¿Eso a mí que me reporta sino una vejez malograda?
Tal crudeza dejaba claro que era difícil de ponderar el sufrimiento de Rolando. Se estaba consumiendo, como había marcado horas antes el Papa Francisco en el Vía Crucis de esta Jornada Mundial de la Juventud, “en el drama de su propia frivolidad”; causada tantas veces por la forzosa soledad del dolor. Nos encontramos en “una sociedad que ha perdido la capacidad de llorar ante el dolor”. No somos capaces de recogernos. Vamos empujando, a los rincones de la vida invisible, toda la ponzoña que no supimos verbalizar a tiempo.
En el exiguo repaso de su miserable vida, no dejaba de pensar en la casuística del viaje al que me conducía Rolando en aquel taxi destartalado: íbamos dirección al Parque del Perdón.
Durante la carrera me había fijado -incluso tuve ocasión de tirarle un par de fotos-, que del retrovisor pendía un rosario mordido por el polvo, con el blanco difuminado entre una capa mugrienta y pegajosa a causa de la humedad y los malos aires de aquel microclima que gastaba el coche. Fue al pagar, ya con un pie fuera del taxi, cuando deseé fervientemente que aquello no fuera tan solo un elemento decorativo, una miel atrapa turistas religiosos, como las banderitas de plástico de la JMJ que inundaron durante toda esta semana Panamá.


Pero no daría tiempo a mucho más. Ni siquiera a la invitación que habría cabido hacer por mi parte a aquel pobre hombre a que se diera un garbeo por el lugar.
De nuevo en la algarabía juvenil, volviendo a la anestesia del ruido hecho jaculatoria, pensé en las palabras del Papa. “Como María, tenemos que aprender a estar en la vida. A ella nos tenemos que encomendar para que nos rescate de la parálisis, la confusión, el miedo y la desesperación”.
No sé qué vaya a ser de Rolando, ni cuantas veces vuelva a pasar su mano izquierda por el índice derecho simulando aquel funesto ruido mecánico, pero convendría una oración por él.