Corrían los años 50 del siglo pasado, siglo de sangre y muerte. El dolor había medulado Europa años atrás, desde la primera década de la infernal centuria: todo era inestabilidad política entre extremismos intelectuales, dolor, violencia, guerra, inhumanidad, ausencia. Todo era mal por doquier que uno fuere.
Decía Winston Churchill cuando se le acusó de inacción frente al régimen nazi que no se había tenido noticia del holocausto extra muros, que fuera de Alemania nadie conocía la barbarie que durante años se había ido acometiendo en los campos de concentración y trabajo. Sin entrar en cuestiones políticas que no vienen al caso, no le faltaba mucha razón en este extremo: fue tras la caída progresiva del nacionalsocialismo cuando comenzaron a emerger, como si fueran fantasmas acudiendo al juicio de Dios, los cadáveres yermos de carne de millones de seres humanos.
El caso es que años y años de tiniebla y terror, desde 1914 hasta 1950, cargaron los europeos supervivientes a su espalda. Algunos llevaron en su pecho de por vida la señal del infierno, como cuando se marca el ganado, y no lograron sobreponerse a la oscuridad que se hubo arrojado; otros convivieron con el horror como con una alucinación de muerte, con un recuerdo vivo que más que nunca era el pasado hecho carne en el presente.
Hubo un vasco que algo de todo esto vio, probó y trató de digerir, en silencio, en la quietud del hogar en cuya ventana el odio se amortigua. Palabras y ruidos importunan la rumia sosegada de las penas, dijera el charro Gabriel y Galán. Y años después, en los 50 en que nos hallamos sitos, se decidió a escribir el fruto de tan amargo bocado: “Ángel fieramente humano“, versos desalmados que hablan esperanza desde el más puro realismo.
Y allí escribe esa increpación amorosa al Creador, pero tan terrible y lo peor, verdadera; ese dulce lamento desencantado de la vida, esa lágrima sufrida: “¡oh, cállate, Señor! ¡Calla tu boca cerrada! No me digas tu palabra de silencio“. Y a uno se le estremece el alma al escuchar plañidos tan hondos y radicales si son situados en su contexto.
¿Cómo es posible que Dios permanezca lejano e impertérrito, incólume (o desde la distancia eso parece), frente a tanto dolor y sufrimiento? ¿Cómo es posible que Dios Todopoderoso se aquiete ante tanto mal? “Dios se eleva en su Trono y se abaja para mirar al cielo y a la tierra“, dice el Salmo 112. ¿Qué hace Dios en su Trono ajeno al destino del hombre?
Uno tiene al alcance muchas respuestas emanadas de las mesas de los sabios, y probablemente sean ciertas: que Dios “es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad“; que “es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas” (Salmo 144); que Dios no ha querido el dolor pero lo ha permitido en razón de justicia, dejando por amor que el hombre cargara con las consecuencias de sus acciones.
El hombre fiel se pregunta, se cuestiona: Dios es un Dios providente que atiende mis clamores; “si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y lo salva de sus angustias” (Salmo 33). El Señor es un Dios que vela por los suyos: “tu guardián no duerme; no duerme ni reposa el guardián de Israel” (Salmo 120). ¿A qué este abandono? ¿A qué mi deportación a un campo de concentración? ¿A qué tanto dolor? ¿A qué la muerte de aquél a quien quiero? ¡Dios! ¿Y qué haces Tú…?
Hasta el mismo Cristo sangró ese gemido desde la Cruz: “¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?“, cita textual del Salmo 22 que tanto había meditado y que prosigue a renglón seguido: “a pesar de mis gritos mi oración no te alcanza. Dios mío, de día te grito, y no respondes; de noche, y no me haces caso“. Delicada “recriminación” a Dios, de quien decía ser Hijo, por el delito de arrojarle a la nada en tenebrosa soledad.
¡Qué terrible contraste entre los hombres, unos escuchados y otros relegados al silencio divino! El mismo salmista de quien Jesús de Nazaret se hizo eco continúa lamentando la penosa condición que le valió la ira del Señor:
En tí confiaban nuestros padres;
confiaban, y los ponías a salvo;
a ti gritaban, y quedaban libres;
en ti confiaban, y no los defraudaste.
Pero yo soy un gusano, no un hombre,
vergüenza de la gente,
desprecio del pueblo.
Si Jesucristo hubiera venido a morir en los 50, quizá hubiese elevado el alma a Dios en suave desconcierto y hubiese murmurado: “oh, cállate, Señor“. El Mesías, que hablaba con Dios y le conocía tan de cerca; que era Uno con Él.
Porque no, no es una cuestión de ideas, juicios especulativos y argumentaciones: es una cuestión de experiencia, de fenómeno, y de conciencia de que hay una voluntad de quien todo depende. Es la realidad del mal, intenso, desbordante, y la certeza de que hay una decisión divina sustentando esa situación, posibilitando la adversidad, creando y sosteniendo el mal. Un Dios que, además, parece que se abstrae cuando el paciente tanto lo necesita, y que se sitúa al margen.
El sufridor clama y clama, día y noche, y no es escuchado. El salmista del 22 llora sobre la tierra deshaciéndose en lágrimas y fundiéndose con la ceniza que sustenta sus pies, y mira al de al lado, al salmista del 23, y se cree morir: otro como él que canta con alegría:
El Señor es mi pastor, nada me falta,
en verdes praderas me hace recostar,
me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas.
Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo,
porque Tú vas conmigo;
tu vara y tu cayado me sosiegan.
El mal y la ausencia de Dios son datos existenciales antes que ideas a debatir con desenfado: son realidades que se viven desde la limitación que subyace al sentimiento.
Nada más lejos del sentimiento ser irreal o irracional, como se dijera tiempo atrás: es lo más verídico en el hombre, es la verdad encarnada, es la idea vivida. El concepto es una virtualidad moribunda y fría del que piensa abstraído en mundos de fantasía, como el matemático que opera con números como el “pi” o el “e”: el sentimiento es el contrastador, es la vivencia. Es experiencia de la verdad.
Si bien es cierto, también que es limitada la conciencia del hombre, y la intuición de algo como malo o bueno aún más: la emoción es real pero está lejos de abarcar su objeto, de contener la realidad. Y el hombre que vive debe tenerlo presente.
Pero si alguien quiere salvarlo, debe contestarle al corazón. Debe informar su vivencia. Todos hemos sufrido el desconcierto de Nepal en nuestras carnes estos días, aún mayor tras la duplicidad del seísmo, y puede que seamos capaces desde la Filosofía y la Teología, desde la razón y la fe, de contestar con acierto la cuestión más intrincada. Pero el nepalí ha vivido un doble desastre en su carne, es su espalda la que ha sido surcada por el látigo: a él no le valen ideas. A él, como al judío de Auschwitz, sólo le vale una contestación al alma: ¿por qué has permitido que mi pie resbale y ese otro sigue en pie? ¿Por qué, habiendo caído, no me levantas? ¿Por qué, desde hace días, meses o años en el suelo, no te quedas conmigo?
Frente a abandonos tan intensos y patentes, frente a tanto mal estupefaciente, quizá uno sólo pueda alzar los ojos más arriba de los picos del Himalaya y reconocer que Dios es Providente a la par que misterioso, y que si bien siempre contesta solícito, a veces prefiere emanar una palabra de silencio, un amargo mutismo que sugiere abandono. Quizá sólo quepa rezar sangrando una ardiente lágrima como Blas de Otero, en cariñosa reprensión a Dios que me mira, y confiar armados de un adarme de fe.
Oh, cállate, Señor, calla tu boca
cerrada, no me digas tu palabra
de silencio; oh Señor, tu voz se abra,
estalle como un mar, como una roca
gigante. Ay, tu silencio vuelve loca
el alma: ella ve el mar, mas nunca el abra
abierta; ve el cantil, y allí se labra
una espuma de fe que no toca.
¡Poderoso silencio! ¡Poderoso
silencio! Sube el mar hasta ya ahogarnos
en su terrible estruendo silencioso.
¡Poderoso silencio con quien lucho
a voz en grito: grita hasta arrancarnos
la lengua, mudo Dios al que yo escucho!
Y frente al desdichado que sufre solo, acompañar en dolor con dolor. Y frente al ateo que se ahoga en su nesciencia, amar, guardando un poderoso silencio de respeto.