En el último capítulo del Libro de la Selva, Kipling nos presenta a Mowgli con diecisiete años. Hace ya tiempo que mató a Shere Kan, y derrotó a los perros jaros. Ahora está en la plenitud de su fuerza, y todo el pueblo de la selva le teme. Es, como le llamarán más tarde, “un dios de los bosques”, “el amo de la selva”. Llega la primavera. Parece que todo es perfecto. Y, sin embargo… Mowgli tiene el corazón oprimido, y no sabe por qué…
“Cuando llegó aquella mañana, y Mor, el pavo real, resplandeciendo en sus luminosos colores bronce, azul y oro, lanzó su agudo grito entre los bosques, y Mowgli abría su boca para contestar con su propio grito, las palabras se le quedaron entre los dientes, y experimentó algo que le empezó en los dedos de los pies y terminó en su cabello…una sensación de decidido malestar, de tal modo que se examinó atentamente por asegurarse de que no había hollado ninguna espina (….) permaneció allí en pie, con ganas de contestarle a Mor, y no haciendo otra cosa que sollozar que le arrancaba su sentimiento de infelicidad.
(…)
-He comido buenos alimentos – se dijo a sí mismo y he bebido buena agua. No arde mi garganta ni parece cerrarse, como cuando mordí la raíz de manchas azuladas, cuando Oo, la tortuga, me dijo que era alimento sano. Pero siento oprimido el pecho, y les hablé con violencia a Bagheera y a otros, a los de la selva en general y a los míos. Y también, siento ahora calor, luego frío, y después ni frío ni calor, pero mal humor con algo que no acierto a ver.
(…)
-¿Por qué no me mataron los perros rojizos? -gimió el muchacho-. Mi fuerza me ha abandonado, y la causa no es ningún veneno. Día y noche oigo unos pasos que siguen mis huellas. Y cuando vuelvo la cabeza, es como si en aquel mismo momento alguien se escondiera de mí. Miro tras de los árboles, y nadie hay allí. Llamo y nadie responde; pero es como si alguien me escuchara y se guardara la respuesta. Me echo al suelo a descansar, pero no descanso. Emprendo la carrera primaveral, pero eso no me hace sentirme más calmado. Me baño, pero el baño no me refresca. Me disgusta matar, pero no me atrevo a luchar sino cuando, al fin, mato. Siento a la flor roja en mi cuerpo; mis huesos se han vuelto como el agua… y no sé lo que me pasa. (…) Una lágrima, grande y tibia, cayó sobre sus rodillas, y, a pesar de lo desdichado que se sentía, Mowgli experimentó algo como un placer de su desgracia, si es que puede entenderse esa especie de felicidad al revés.”
Mowgli se da cuenta, finalmente, de que Akela, el viejo lobo, tenía razón: el hombre vuelve al hombre. Aunque la selva no le expulse de su seno, “Mowgli obligará a Mowgli” a volver. Tendrá que hacerlo. Suspira, espiando de lejos la aldea de los hombres, contemplando a una joven de blanco que baja a por agua. Y lo reconoce por fin ante sus amigos de la selva:
“-¡Hai-mai! ¡Hermanos míos! -exclamó Mowgli levantando los brazos y sollozando. No sé ya lo que quiero. No quisiera irme, pero me arrastran mis dos pies contra mi voluntad.
-iVaya, levanta los ojos, hermanito! -dijo Baloo-. Nada hay aquí de qué avergonzarse. Cuando hemos comido la miel, abandonamos la colmena vacía.
-Una vez desechada la piel, no podemos vestírnosla de nuevo -observó Kaa-. Ésa es la ley.
-Escucha, tú, a quien quiero sobre todas las cosas -prosiguió Baloo. No hay ni una palabra ni una voluntad que puedan retenerte aquí. ¡Levanta los ojos! ¿Quién se atrevería a formularle preguntas al amo de la selva? Yo te vi jugando entre los blancos guijarros allí, cuando no eras más que un renacuajo; y Bagheera que te rescató pagando por ti un toro recién muerto, te vio también. (…) No puede ya decirse que el hombre-cachorro venga a pedirle permiso a su manada para marcharse, sino que ahora el dueño de la selva cambia de rastro. ¿Quién se atreverá a preguntarle al hombre por qué lo hace?
Es duro mudar de piel -observó Kaa en tanto que Mowgli sollozaba largo rato, con su cabeza en el costado del oso ciego, y rodeándole el cuello con los brazos, en tanto que Baloo intentaba débilmente lamerle los pies.
-Las estrellas se apagan -dijo el Hermano Gris, olfateando el viento del alba-. ¿Dónde dormiremos hoy? Porque, desde ahora, seguiremos nuevas pistas.”
El hombre vuelve al hombre. Es cierto. El ser humano es un animal incompleto: puede tenerlo todo, ser “el rey de la selva” en su mundo, y sin embargo, si no tiene amor, no tiene nada, no es nada, es un muñón de hombre, un animal ridículo. No le faltaba razón a Juan Pablo II cuando dijo aquello de que
“El hombre no puede vivir sin amor. El permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente.”
El hombre vuelve al hombre. Es cierto. Pero, en realidad, ni siquiera el hombre es suficiente. El amor humano puede darnos plenitud, pero sólo si se hace signo de un amor Infinito que lo trasciende, sólo si sabe hacerse relativo a un Absoluto que lo supera. Aquí acaba la historia de Mowgli, pero podemos imaginar qué pasará después. Volverá a la aldea humana. Vivirá. Experimentará amores y desamores, tristezas y alegrías, entusiasmos y decepciones. Encontrará belleza y fealdad, grandezas y miserias. Y su corazón se sentirá cada vez más sediento. Y llegará un momento en que volverá a sentir ese mismo dolor en el pecho, y se levantará a medianoche a mirar las estrellas. Llorará, se sentirá vacío, y lo sabrá. Sabrá que el hombre ha sido hecho para Dios. Que el universo nunca es suficiente. Sabrá que el hombre no nació para la selva, pero tampoco sólo para la aldea humana. Sabrá que hay Uno que nos hizo para Él, y que inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en Él. El hombre vuelve al hombre…y vuelve el hombre a Dios.