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La Pasión: la película más alegre de la historia

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Durante una época, el postureo católico decía que el gran fallo de The Passion of the Christ (Mel Gibson, 2004) era que la abundancia de brutalidad y violencia tapaba por completo la esencia de la historia: el amor de Dios.

Según esta idea, lo realmente importante del relato no se percibía. Así, alguien que no conociera el Evangelio sólo vería la tortura y la agonía de un hombre, pero no captaría el meollo del asunto. Pienso que este modo de pensar es desacertado porque no tiene en cuenta que sólo desde la fe se puede reconocer la divinidad de Jesús.

No lo digo yo, sino el texto neotestamentario. En aquel tiempo pretérito, el gran debate en torno a Jesús, según los evangelios, no consiste en si hace o no hace milagros, sino en nombre de quién los hace: ¿Satanás o Dios? Quien tiene fe sabe que Jesús expulsa a los demonios y cura a los enfermos con el poder de Dios. Quien no tiene fe en, Él piensa que actúa con el poder de Satanás. Todos percibían la misma figura humana, pero unos le veían con los ojos de la fe y otros no. Otro acercamiento posible sería el de la siguiente disyuntiva: este hecho aparentemente milagroso que ha ocurrido, ¿ha sido una casualidad o tiene por causa eficiente a Dios? La mirada de la fe lo atribuye a Dios (si el milagro es tal). Además, el hecho milagroso no se impone, ni se hace evidente de manera inequívoca, sino que puede ser aceptado o rechazado por la libertad del hombre. El milagro hay que interpretarlo como tal o no será más que una anomalía. Así de raro es el Dios de Jesús.

De igual modo, quien ve The Passion of the Christ o un cuadro religioso de Rembrandt sin fe, no ve a Dios actuando, sino a un hombre muy peculiar. Pero quien ve la película dirigida por Mel Gibson con los ojos de la fe, descubre en ella a Dios (retratado con una belleza cinematográfica a la que, ciertamente, no nos tiene acostumbrado el grueso de las películas de temática religiosa).

La Pasión según Gibson no es un manual de cristología que deja bien claro que ese al que vemos crucificado es la segunda persona de la Trinidad, consustancial al Padre, etc. Tampoco fue así de evidente para la mayoría de los que contemplaron en vivo y en directo el ajusticiamiento de Jesús de Nazaret en tiempos de Poncio Pilato. Pero ambos, el hecho histórico y el hecho cinematográfico, ofrecen las pistas suficientes para que la persona, desde su libertad, entre en contacto de forma especial con el acontecimiento. Los mismos apóstoles no fueron conscientes de lo que habían vivido hasta pasado un tiempo.

La pretensión de que una película religiosa convierta a alguien a la fe es una fantasía marxista. Las ficciones no convierten.

La pretensión de que una película religiosa convierta a alguien a la fe es una fantasía marxista. Las ficciones no convierten. Según la teología católica, sólo quien es objeto de fe puede tener este atributo. Dicho de otra forma: la conversión de San Ignacio de Loyola no se debe a unas lecturas más o menos interesantes, sino un encuentro personal. Los libros no convierten, de la misma forma que las redes sociales no radicalizan y las chocolatinas no engordan; quien engorda eres tú.

The Passion of the Christ es una película de ficción (aquí el término ficción no entra en conflicto ni con la dimensión dramática ni con la dimensión histórica de la narración). Si fuera un documental sería… un documental. Por razones comerciales, la campaña de marketing de la cinta explotó mucho algunos de sus aspectos más “documentales”, pero ello no debe condicionar el juicio cinematográfico, sólo el sociológico y el industrial.

The Passion of the Christ busca mostrar lo cinematográfico de las horas anteriores a la muerte en cruz de Jesús de Nazaret. ¡Y lo hace como ninguna otra expresión audiovisual antes que ella! ¿Les parece muy violento el filme? Tienen toda la razón. Lean el Evangelio, también allí la encontrarán. También hallarán mucha violencia en el Segundo Libro de los Macabeos. Y en el Libro de los Jueces. ¡Ah! También en la historia cronista. ¡Anda! Y en casi todo el Antiguo Testamento.

Pueden ustedes preferir las representaciones dulcificadas del tormento de Cristo. Vale; pero no me digan que Grünewald es un sádico. Precisamente, la peculiaridad del arte de Gibson y Grünewald reside en que son capaces de expresar el amor divino vestido con un manto de atrocidad. El fallo no está en la obra sino, como tantas veces, en la mirada del que contempla; doliente de astigmatismo, incapaz de interpretar adecuadamente el verde cristalino de Jim Caviezel, que en su interpretación de Jesús, busca llamar a cada uno por su nombre en un pedazo de carne sanguinolenta. Carne que se torna alegre y reparadora en el último minuto y medio de película, donde el germen cósmico, de donde brota la vida en abundancia, resucita.

La esencia del sacramento, y también del símbolo, es todo: lo visible y lo invisible. Es loable que este tipo de autores (Grünewald y Gibson) confieran toda su dignidad a la dimensión física e histórica del sacramento y no se queden sólo en “lo fundamental” de la Pasión. En la película de Mel Gibson, las secuencias de la Última Cena no fueron detalles prescindibles. Nada lo fue.

No obstante, a la vez, la cinta de Gibson, como ficción cinematográfica, tiene licencia ontológica para introducir un detalle que podría haber ocurrido, aunque no tenemos noticia bíblica de él: el encuentro de Jesús con María, su madre. La densidad teológica y emocional de la escena es estremecedora. Sólo el cine podía conseguir ese momento. Son una lástima las carencias del espacio, del tiempo y del talento necesarios para explicar de qué manera la intermitencia del flashback, la intensidad musical, los actores y la cámara lenta (entre otras cosas) son expresión excelente de la unión íntima entre la profecía de Isaías, la revelación que recibe Juan, la visión del Dios de la Historia y ese Jesús cargando un madero tan real y tan cósmico en peregrinación al monte Calvario.

Alguien podría decir que incluso los que tienen fe son incapaces de ver qué tiene de bueno esta película. En ese caso, le preguntaría a éstos qué se imaginaban exactamente cuándo contemplan los relatos de la Pasión. Imagino que, si querían evitar los momentos “desagradables”, su contemplación del misterio consistiría en una elipsis tras otra intercalada con la más absoluta oscuridad de quien se tapa los ojos porque prefiere no ver. Se trataría, en el mejor de los casos, de una audición, siempre y cuando los oídos no estén también tapados. Ante este despliegue de imaginación uno se pregunta por qué narices triunfa más la saga Crepúsculo que el cine de vanguardia.

Permítaseme terminar estas líneas con el siguiente pensamiento. Cada vez estoy más convencido de dos cosas: que la actitud adecuada para acercarse The Passion of the Christ es la reverencia que exige un cuadro religioso de Caravaggio; y que la disposición exterior que más ayuda a disfrutar plenamente de la cinta es la que ofrece un reclinatorio (hay algo fuera de lugar en el hecho de ver The Passion of the Christ repanchingado en el sofá; lo mismo ocurre con otras cintas no necesariamente religiosas). Al igual que los géneros de terror o de suspense reclaman de nosotros una cierta complicidad para que podamos acceder satisfactoriamente a la experiencia, para disfrutar del cine religioso, al menos durante dos horas, tenemos que jugar a ser creyentes.

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