La situación en Oriente es insostenible. Las bárbaras decapitaciones de veintiún cristianos coptos han provocado la cristalización, un último impulso airado, de una nueva fuerza armada singular que acudiere en socorro de los inocentes que cada semana pierden salvajemente la vida por su credo.


Los últimos cristianos en derramar valerosamente su sangre han sido egipcios coptos.
A los católicos, en el ámbito del dogma, nos separa de ellos la confesión de Cristo como hombre-Dios; la certeza de que en la única persona divina de Jesús concurren, “sin separación, sin división, sin confusión, sin conmutación” (como reza la fórmula cristológica del Concilio ecuménico de Calcedonia del año 451 d. C.), la naturaleza del hombre y la de Dios.
Ellos, siguiendo la doctrina de Eutiques, proclaman desde hace mucho tiempo la unicidad de naturaleza de Jesús, el Cristo: la naturaleza humana fue absorbida por la divina en el momento de la Encarnación, de modo que Jesucristo no es ya ni hombre ni Dios, sino, sin ánimo de ridiculizar (ni mucho menos en los tiempos que corren), un simbionte.
Pero nos une la cristiandad. Y nos une a ellos aún más en los últimos tiempos la victoria de la sangre sobre la espada, la felicidad del martirio. Más allá de los recientes (relativamente) acercamientos de la catolicidad ortodoxa, con el documento del Concilio Vaticano II “Unitatis Redintegratio” primero y con la firma papal en el titulado “Dominus Iesus” después, los fieles debemos venerarlos, a título particular hasta que fueren canonizados por la Sede Apostólica, como santos mártires de la fe cristiana, al tiempo que como confesores a las víctimas supervivientes del conflicto egipcio que lleva más de un lustro en renovada efervescencia. Aún más ardiente desde el nacimiento de ISIS.
No es que los coptos, fieles soldados de Cristo, a menudo mucho más que los que nos llamamos cristianos ortodoxos católicos romanos, repudien el sufrimiento o teman la muerte: todo cristiano merecedor de tan digno sobrenombre debe, en aquella religión, ser marcado en la carne como por el Bautismo ha sido marcado en el espíritu; con honesto orgullo y noble filiación, todo copto debe llevar en su muñeca la señal de la victoria de Cristo sobre la muerte, de su Dios amado sobre la tiniebla del pecado. Y es la muñeca el lugar designado para asegurarse el fiel que jamás esconderá, frente a adversidad ninguna, la condición que lo ensalza sobre quien no conoce, predica y ama a Jesucristo. Es difícil ocultar de la visión de terceros un tatuaje en la mano.


Es cierto que muy lejos están los hermanos coptos del buenismo que a veces nos invade a los católicos remilgados: muy seriamente se toman su fe, como venimos viendo al través de los medios, y muy seriamente se toman el designio evangélico de “ofrecer la otra mejilla“, abandonando el Talión judío, pero no interpretan el precepto de modo absoluto como muchas veces lo hacemos en Occidente y enarbolan en mano derecha, vigoroso, el escudo, que muchas veces ha de ser mandoble, de la legítima defensa: el cristiano tiene la doble obligación, por moral y por religión, de defender a ultranza la propia vida frente a los ataques graves, inminentes e inevitables de terceros, aún con mayor razón si el objeto de la defensa es el prójimo.
De salir al paso del agresor con escudo suficiente, como hiciera M. Kolbe, mártir de la caridad, en aquél campo de concentración nazi, pero si no lo fuere, de atacar primero, con la exclusiva finalidad de protección, con el hierro necesario para repeler la agresión. Y así lo hicieron ellos durante mucho tiempo en su tierra natal egipcia, a la que llegaron muchos años antes de que las huestes mahometanas pretendieran su conversión forzosa o su degüello en caso de negación.
Y así ha decidido esta semana NPU (Unidades de Protección para la Defensa de Nínive). Frente a un inexcusable vacío institucional a nivel internacional que acuda en defensa de los inocentes atacados, que además según el Derecho Internacional ostentan indudablemente la condición de refugiados, y cumpliendo rigurosamente las condiciones que la Iglesia Católica establece para legitimar una guerra como justa, se ha recultado un ejército, de momento de 4.000 voluntarios, cristianos de todo el mundo y de todas las confesiones religiosas (destacando las nacionalidades estadounidense y australiana), para salir en defensa de los hermanos perseguidos. No es violencia, sino defensa frente a ella.
Nunca antes el cristianismo había estado tan unido; nunca antes confesiones tan separadas por los avatares de la Historia (y algo más…) habían logrado una cohesión y una cercanía tan cordial como la de hoy. Y ha sido no por la presencia de un enemigo común, no nos engañemos. El motivo: el prójimo convaleciente. NPU no es un ejército bélico; es un buen samaritano. Samaritano, recordémoslo, que en tiempos de Cristo y para un judío ortodoxo como él, era sinónimo de hereje e infiel.
No hay infieles ni herejes estos días en Oriente: hay hermanos necesitados de auxilio. Oremos por los hermanos mártires, que dan su vida por la fe que nosotros mismos confesamos, que son el motivo primero de credibilidad del cristianismo, como escribiera hace unos años san Juan Pablo II en la encíclica “Veritatis Splendor“, y por NPU y los hermanos legítimamente armados que en nuestro nombre y en nuestro lugar ofrecen la propia vida en resguardo de la suya.
Unidos en Cristo Jesús.