Parece fuera de dudas que esta llamada papal a un nivel superior de compromiso político obedece a la voluntad de revertir la declinación de la influencia y la presencia de Iglesia en el mundo actual.
Este intento de análisis de la reciente politización de la Iglesia no estaría completo si no se lo contextualizara dentro de la sustancial pérdida de legitimidad de la jerarquía, sacerdotes y religiosos frente a los fieles en los últimos años.
Es sabido que la legitimidad política se sustenta en dos principios identificados y definidos por los romanos: la autoridad, el saber públicamente reconocido, y la potestad, la capacidad de acción públicamente reconocida. Si bien la Iglesia nació y se consolidó como comunidad política apoyada sobre estos dos principios, como efecto del proceso de secularización y también de las políticas de los Estados contra sus posesiones materiales y su poder institucional, durante los últimos siglos ha debido recostar su poder cada vez más en el principio autoritativo. Este principio, en la Iglesia, opera de dos formas diversas. Como autoridad intelectual, transmisora, custodia y difusora de la doctrina cristiana y administradora de los medios de salvación; y como autoridad moral, ejemplo y guía de la conducta que deben seguir los cristianos.


Este desbalance entre autoridad y potestad genera una situación muy particular. Si bien la investidura de la jerarquía y el clero no deriva de una voluntad general expresada en una asamblea de fieles, es cierto que la obediencia que les es debida depende del ascendiente que poseen sobre su grey. La legitimidad de origen no basta: en todos los casos pero en este más que nunca, necesita ser validada por el ejercicio.
El fenómeno de la pérdida de la autoridad de la jerarquía de la Iglesia tiene orígenes remotos. No obstante, el proceso parece haberse acelerado en las últimas décadas, sobre todo después del Concilio Vaticano II, cuando el acceso a sus documentos y conclusiones permitió a muchos fieles en todo el mundo sumarse a discusiones de orden teológico, pastoral, doctrinal y litúrgico. Esta ampliación del horizonte de cuestionamientos en el plano intelectual a la jerarquía y al propio pontificado no ha hecho sino crecer desde entonces.
La legitimidad de origen no basta, necesita ser validada por el ejercicio”.
A eso se suma la pérdida de la autoridad moral. El desprestigio de prelados y sacerdotes ha sido devastador. Los repetidos y escandalosos casos de abuso y corrupción de menores y el consiguiente encubrimiento y ocultación, la venalidad y el manejo poco transparente de recursos, la publicidad de costumbres licenciosas que no poseen encuadre jurídico pero sí suponen graves faltas morales, han mermado gravemente el ascendiente del clero sobre los laicos.
¿Cómo afectará la politización explícita a esta declinación de la autoridad de la jerarquía y los clérigos? La fractura trasciende las cuestiones de orden interno y se hace presente en el ámbito político secular: los laicos no solamente no se identifican con los posicionamientos de los obispos en la discusión pública, sino que los contradicen abiertamente.
Dos casos sirven para ilustrar el punto. Una de las políticas más destacadas del atípico gobierno de coalición en Italia, cuyos socios son el Movimento 5 Stelle y la Lega Nord, es el notorio endurecimiento en la política de acogida e integración de inmigrantes ilegales provenientes de África. Esto ha proporcionado a Matteo Salvini, controvertido Vicepresidente y Ministro del Interior, niveles de altísima exposición, en los que se observa tanto una enorme popularidad como un extendido rechazo.
Famiglia Cristiana, una publicación que es referente de la Iglesia italiana, publicó en su número de julio de 2018 las diversas manifestaciones del rechazo a la política inmigratoria del Gobierno: desde la Conferencia Episcopal a un gran número de obispos nacionales, pasando por los representantes de diversas organizaciones católicas. La portada titulaba “Vade retro Salvini”, una paráfrasis latina del rechazo de Jesucristo a Satanás, que puede encontrarse en Marcos 8,33. La revista causó un fuerte malestar entre los fieles católicos, que en una gran proporción simpatizan con la política disuasoria de Salvini. Resultan particularmente interesantes estos posicionamientos a partir de la desaparición de alternativas políticas de sello católico entre las ofertas electorales, un fenómeno novedoso en la democracia italiana de la posguerra.
En octubre de ese mismo año las centrales sindicales argentinas, en curso de conflicto con el Gobierno, decidieron organizar una concentración de masas en la emblemática Basílica de Nuestra Señora de Luján, patrona de Argentina. El acontecimiento central fue la celebración de una misa calificada de “ecuménica” y oficiada por el Obispo de Mercedes-Luján, Mons. Agustín Radrizzani. El acontecimiento se convirtió en un explícito acto de protesta contra el Gobierno, en el que estuvieron presente destacados líderes de las fuerzas opositoras, en particular del peronismo. La homilía estuvo marcada por claras referencias críticas al Gobierno.
Los líderes sindicales no perdieron la oportunidad de señalar que el acto pudo realizarse gracias a la anuencia del Papa Francisco. Ante el creciente malestar de muchos fieles católicos por una instrumentación tan explícita tanto del santuario como de la ceremonia religiosa, Monseñor Radrizzani se apresuró primero a desligar al Pontífice de toda relación con el acto opositor y misa de Luján, y posteriormente, observando que los cuestionamientos no cesaban, a pedir perdón a quienes “habían sufrido” por dicho acontecimiento.
Los líderes sindicales no perdieron la oportunidad de señalar que el acto pudo realizarse gracias a la anuencia del Papa Francisco”.
Dos elementos agregaron rechazo al asunto. Por un lado, las delimitaciones en torno a las inspiración o promoción de Francisco en relación con el acto opositor se produjeron a posteriori, es decir, aprovechando la posible confusión para legitimarlo. Por el otro, el acto fue llevado a cabo como respuesta al procesamiento judicial de buena parte de la cúpula sindical -miembros de la familia Moyano- implicada en causas de fraude, evasión, lavado de dinero y malversación de fondos.
Tanto en Argentina como en Italia y otros países, la jerarquía eclesiástica no solamente no goza de ascendiente en asuntos propiamente pastorales ni de autoridad moral, sino que además parece errar sistemáticamente en sus posicionamientos políticos. Las responsabilidades de Bergoglio en estos episodios no tienen tanto que ver con una nueva orientación política general de la Iglesia como con una politización de la jerarquía pero sin una conducción clara que fije criterios. Cada obispo y sacerdote parece “hacer la guerra” por su cuenta.
La agenda política interna
La voluntad de reposicionamiento de la Iglesia en la esfera pública no se deriva precisamente de un estado de vigor institucional interno que desborda sus propios límites. Las apelaciones de Francisco parecen animar a unos católicos escaldados, en retirada.
Y es que el propio gobierno de la Iglesia parece estar inmerso en una profunda crisis. La continuidad bimilenaria de la institución se puede explicar a través de una estrategia alternada de adaptación al medio y de diferenciación del mismo. Si se excluyen del presente análisis las explicaciones teológicas y se atiende a los aspectos políticos, se advierte que ninguna institución puede sobrevivir tanto tiempo gracias a una pura adaptación, que la llevaría a la disolución, ni a una constante diferenciación, que la conduciría a un aislamiento seguido de extinción.
Las apelaciones de Francisco parecen animar a unos católicos escaldados, en retirada”.
Siempre es difícil determinar cuáles son las necesidades del momento. En el horizonte aparecen dos alternativas para este Pontificado y los que lo sucedan. Por un lado, sobre la idea de que la sociedad y la cultura siguen siendo cristianas, buscar y resaltar los puntos en común y las visiones y posiciones compartidas con el mundo contemporáneo y con otros credos, tratando de disimular las diferencias o conflictos y manteniendo las tradicionales estructuras e instituciones de la Iglesia concebidas para las grandes masas de fieles, independientemente de si cumplen con su misión apostólica o se han convertido en pesados lastres burocráticos. Es la vía “conservadora” del Papa Francisco.
Por el otro, a partir de la idea de que se trata de una sociedad poscristiana, preservar la identidad diferencial de la fe, el culto y la doctrina, proceder a una depuración que aligere a la Iglesia de gravosas estructuras obsoletas y le ayude a preservar su espíritu, en la convicción de que los cristianos son una minoría más que necesita ser confirmada si quiere mantener la cohesión y eventualmente recuperar la vibración proselitista. Fue, probablemente, la fallida vía “reformadora” de Benedicto XVI.
La Iglesia es una barca maltrecha que cruje y parece zozobrar al mínimo golpe de timón. En cualquier caso, enfrenta una grave crisis de gobierno corporativo.
En una época de creciente cuestionamiento a todas las formas de autoridad, el pontificado de Francisco no muestra particular preocupación por cimentar un liderazgo interno en materia de doctrina, culto y moral. Sus alocuciones, documentos y disposiciones causan no poca perplejidad, confusión y contradicción entre sus fieles. Los cuestionamientos por parte de muchos sectores de la Iglesia, más o menos entusiasmados por las expectativas que abrió el Papa latinoamericano y jesuita, no deberían interpretarse automáticamente como la proverbial incomprensión y el escandalo del mundo ante el mensaje cristiano: esas objeciones se realizan desde el marco del propio mensaje cristiano. Las expectativas se marchitan, el malestar persiste.
La Iglesia es una barca maltrecha que cruje y parece zozobrar al mínimo golpe de timón”.
Por otra parte, el actual Pontífice no parece innovar demasiado respecto de sus antecesores en cuanto a la necesidad de comprometer a los laicos en el gobierno corporativo de la Iglesia. Una institución compleja y de escala global requiere un nivel superior de especialización y experticia que la formación sacerdotal no parece estar en condiciones de dar. Tareas fundamentales como administración, finanzas, comunicación institucional, logística o educación podrían ser confiadas a laicos sin mayores inconvenientes, facilitando las labores intransferibles de clérigos y religiosos (administración de sacramentos, celebraciones litúrgicas, predicación, dirección espiritual). Esta alternativa obedecería a un imperativo estratégico, teniendo en cuenta la disminución de las vocaciones sacerdotales y religiosas y la necesidad de aprovechar de la mejor forma los recursos humanos disponibles. Se trata de una iniciativa concreta que abriría las puertas a una nueva forma de concebir y practicar el gobierno de la Iglesia, y que serviría para desactivar y eventualmente canalizar demandas internas derivadas del discurso politizador.
Por último, a pesar de su intento por tender puentes y espacios de convergencia con el mundo contemporáneo y otros credos, Francisco ha fracasado en satisfacer las más justas y legítimas demandas de ese mundo, que comparte la inmensa mayoría de los fieles y que no es más que la actualización de los principios sobre los que se asienta la moral cristiana: la persecución implacable del abuso y corrupción de menores por parte de sacerdotes y religiosos. Un pecado gravísimo que es a la vez un crimen y que clama al cielo. El prestigio institucional de la Iglesia está en caída libre.
Los peligros de la politización explícita
La Iglesia parece descender a la confrontación. Ha dejado de operar al modo tradicional -la política de las élites, de los contactos y negociaciones a nivel jerárquico- y ha democratizado su compromiso político. Algunos autores han especulado con una mutación en la concepción política del Papado: del arte del gobierno al barro del conflicto.
Es probable que esta nueva fase guarde inesperadas dificultades para el desenvolvimiento de la misión de la Iglesia. En 1919 un atento observador de la Iglesia Católica advertía con indisimulado alborozo la fundación del Partido Popular, precursor de la Democracia Cristiana. Su diagnóstico era terminante: “el catolicismo democrático hace lo que el socialismo no podría hacer: amalgama, ordena, vivifica y se suicida” (Gramsci, Antonio: “I popolari”. En: L’Ordine Nuovo, Turín, 1919).
Francisco ha fracasado en satisfacer las más justas y legítimas demandas de ese mundo, que comparte la inmensa mayoría de los fieles”.
Para Antonio Gramsci el ingreso de la Iglesia a la lucha democrática minaría las bases sociales del catolicismo, reduciéndolo a una alternativa más en la puja de los partidos democráticos y también afectaría sus propias estructuras jerárquicas. El nuevo catolicismo político, para el pensador sardo, prepararía directamente el camino del triunfo del socialismo. La Iglesia dejaría su posición superior de formadora de la cultura popular y el sentido común y bajaría a la arena política para convertirse en una alternativa más entre muchas: “de dominadora absoluta de la masa de fieles, se convierte a su vez en masa, en emanación de la masa”.
Las esperanzas de Gramsci no se realizaron, al menos no totalmente. La Iglesia perdió parte sustancial de su ascendiente social pero la revolución no llegó: “il vecchio muore e il nuovo non può nascere”. El daño al poderío cultural y social de la Iglesia causado por la Democracia Cristiana fue considerable, pero menor al esperado. Su condición de partido político permitió aislar los efectos, en tanto la Iglesia no entró en forma directa a la puja democrática por el poder.
La politización que parece promover Francisco no sólo no posee la organicidad de un partido político sino que desafía las formas tradicionales de ejercer el poder en la Iglesia. Esta variación podría no ser puramente discursiva ni limitar sus efectos a la política secular. El discurso evidentemente se refiere a la política secular, externa, la que se practica en los Estados. No parece estar en juego ni la organización política de la Iglesia ni su principio de legitimidad, al menos no por el momento.
Pero en la medida en que Francisco insista en hacer expresa la misión política de la Iglesia será inevitable que ese discurso termine penetrando en su interior. ¿Supone actualmente esta politización una alteración en la forma de gobierno de la Iglesia? Parece una hipótesis exagerada. Eso todavía no ha sucedido.
La politización que parece promover Francisco no sólo no posee la organicidad de un partido político sino que desafía las formas tradicionales de ejercer el poder en la Iglesia”.
No obstante, en un contexto de creciente secularización, erosión del principio de autoridad y profundización de la sensibilidad democrática, es razonable esperar efectos en el ámbito interno. No pocos principios organizativos fundamentales de la institución se pondrían en entredicho. Las demandas de democratización interna ya se vienen articulando en Alemania: se invocan las formas primitivas de designación de obispos. Esta demanda podría extenderse a otras comunidades numerosas. ¿Es posible que los vaticinios de Gramsci se vean tardíamente confirmados por el apostolado de orientación política del Cardenal Bergoglio?

