Hace poco ha salido en clase el tema de la necesidad de Dios. Aclaro: no me refiero al debate medieval entre averroístas y agustinianos sobre si Dios está atado por algún tipo de necesidad o de ley. Más bien se trata de si los hombres tenemos la necesidad o no de un Principio causador-sostenedor (qué par de palabras), amante y amable, primero y último.
Así planteado el problema parece no llevar a ningún lado. En el mejor de los casos a un “pues sí” y a un “pues no”, casi tan injustificados el uno como el otro. Mucho más fértil parece la discusión sobre la pertinencia de los tres términos “rebeldes” del tema: a quién nos referimos exactamente cuando hablamos de “los hombres”, de “necesidad” y en qué consiste “Dios”.
Vamos a reflexionar sobre el primero. Hablemos de “los hombres”. ¿Quiénes son esos “los hombres” a los que nos referimos con el planteamiento del problema?
A Jordan Peterson le gusta considerar en este contexto a “los hombres” como cualquier agrupación humana regida por un cierto orden social. Un argumento que esgrime con frecuencia -todos tenemos favoritismos- es el de la experiencia histórica. Por un lado, tenemos experiencia de un orden social religioso y temeroso de Dios que ha funcionado históricamente y nos ha proporcionado toda clase de maravillas civilizatorias en todos los rincones del mundo. En cambio, parece que los grandes proyectos políticos ateos -la Alemania de Hitler o la Rusia de Stalin, por ejemplo- ha producido anti-humanidad. Y millones de muertes.
No simpatizo con esta clase de argumentos sociales. Si se toman como una especie de demostración, pueden caer en la falacia consuetudinaria o en la del todo por la parte. Peterson ha llegado a dividir “verdad exclusivamente religiosa” -el fértil arquetipo mítico- y “verdad exclusivamente científica” para vincularlas y jugar con las posibilidades de ambos tipos de sociedad. La Alemania de Hitler apostó por una ciencia sin religión y pasó lo que pasó. Algo así.
La cuestión que surge entonces es si es necesario que suceda tal. Es decir, si cualquier sociedad irreligiosa está condenada al totalitarismo y a los campos de concentración. Mi experiencia diaria parece indicar cada vez más que no. Más o menos.
Creo que enfatizar el carácter individual de la necesidad de Dios tampoco conduce a buen puerto. Me zambullo en aguas pantanosas. Para la gran parte del Iluminismo (descontemos a Kant) es perfectamente posible una ética “etsi Deus non daretur”, como si Dios no existiese. Si la cuestión en ciernes es si los hombres podemos proponer una ordenación ética suficiente sin recurrir a Dios, podría estar de acuerdo. Creo que existen fines reales en el horizonte de la experiencia humana que justificarían un código ético universal sin religiones. El gran problema de este planteamiento es la segunda parte de la ecuación. La promulgación de códigos tiene poco que ver con su efectivo cumplimiento.
Me asombra que una discusión sobre moral o ética se limite a moverse en esas coordenadas. El mismo asombro que me causa cuando, para defender el mejor o peor juego del Madrid o del Barcelona, la fuerza de la prueba sigue pesando sobre las cabezas de Ronaldo y Messi. Es una versión común de la falacia de la parte por el todo.
En el fondo ambas posturas caen en errores de la misma índole, pero como opuestos. La necesidad de Dios para “los hombres” no puede referirse exclusivamente a un orden social porque habrá necesariamente -hay- excepciones. Y una necesidad con excepciones es, en el mejor de los casos, una mera posibilidad. En cambio, si se refiere solo a los individuos Dios tampoco parece necesario. Bastaría con señalar un ejemplo de ateo justo y justificado -aunque solo fuera en teoría, siempre y cuando esa teoría fuera coherente con la realidad de la experiencia humana individual- para que la necesidad de Dios se convirtiera, de nuevo, en mera posibilidad.
Para poder hablar de “necesidad” referida a “los hombres”, deberíamos apuntar al centro de la diana: la comprensión de la apertura social del ser humano. Es en esa apertura, en el mecanismo interior por el que el espíritu humano se abre a los demás, donde se puede encontrar una base suficientemente sólida como para fundar una necesidad. Dicho de otro modo, hablamos de la estructura universal del orden con el que “los hombres” quieren: el orden con el que se abren como individuos al imperativo personal que supone la presencia del “otro”.
“El amor supone que los amantes se crean eternos”, razonaba Chema Medina en uno de sus artículos. “Amar a alguien es decirle: tú no morirás jamás”, en palabras de Gabriel Marcel. La necesidad de Dios surge como el único sostén posible -necesario- para una apertura fundamental de estas características.
La concepción clásica de la ética supone una ordenación universal hacia la felicidad por medio de un camino de excelencia virtuosa. Me gusta esta definición porque sitúa la felicidad como un fin trascendente al sujeto moral y propone el camino que se va a seguir como un cierto “orden”. Orden que supone, a su vez, una naturaleza humana universal “ordenable”. No se trata de quedar arrinconado en el estrecho cerco de la promulgación universal necesaria de unos derechos y deberes del hombre. Se trata de un camino ordenado de encuentro hacia una felicidad que se aparece fuera de nosotros, en la mirada otro hombre.
La felicidad, en este sentido, debe entenderse como el bien supremo para el espíritu humano. Un espíritu que, en palabras del Doctor Angélico, es “horizonte y confín” entre lo animal y lo divino. Que también es “de alguna manera todas las cosas”: intencionalmente abierto al infinito. De forma que solo un Bien infinito -eterno- puede satisfacer el corazón del hombre.
En esta historia estos “los hombres” necesitan de Dios, no para justificar un orden social óptimo, ni para garantizar un orden moral individual coherente, sino para poder caminar como individuos al encuentro de “los otros hombres”. Y juntos -en comunidad de “los hombres”- hacia la felicidad, en el valle o más allá de la montaña. En definitiva: Ética a Nicómaco, “ordo amoris” agustiniano y un poco de La hoja de Niggle.