Templo de la verdad es el que miras,
no desoigas la voz con que te advierte
que todo es ilusión, menos la muerte.
Larra, de un cementerio.
Unamuno confesó una vez que sólo tuvo un miedo en la vida, y que le vino de chico: mientras los demás niños de su edad echaban un ojo pavorosos bajo la cama antes de dormir, por aquello del Coco, a él le aterraba la posibilidad de no ser. Posibilidad que sería realidad algún día, y a lo peor ya lo ha sido.


Todos queremos vivir. Todos anhelamos la perpetuidad de nuestra individualidad pura. ¿Qué sentido tiene todo si todo a la postre será nada? Si todo será nada, acaso sea lo mismo que decir que siempre lo fue, que nunca fue. Si morimos, no existimos aún, no hemos venido a ser jamás; somos fantasmas que vagabundean por páramos de nulidad aguardando el único instante de verdad y justicia, en que la nada sea nada y no aparente otra cosa. Ni siquiera aparente.
Unamuno es ateo. Siempre lo fue. A algunos engañó con algún poema a la Eucaristía que parecía salido de la pluma de un san Juan de la Cruz o de su predilecta santa Teresa, o con el celebérrimo himno a su Salamanca querida, en que moriría bajo el arresto domiciliario que le impuso el general Franco (curiosamente, un 31 de diciembre). Poema el último – adoptémoslo como introducción – en que usó de su amada “patria chica” (con perdón de su ciudad natal, Bilbao) para hacer una analogía del Paraíso.
Contemplando su fulgor arquitectónico, probablemente a la orilla del Tormes, entona una alabanza a Dios que ensancha el alma, que extasía, describiendo con maestría la afectividad de quien ve a Dios en su esencia, cual santo canónico. Ahí, en el centro del poema, en cuyo derredor se arrodillan el resto de versos, se atreve a jurar el vasco, llevado por la emoción: “¡Santa hermosura, / solución del enigma! / Tú matarás la Esfinge”. Donde el enigma es la supervivencia del yo, y la Esfinge, la muerte misma.
Tal es la espiritualidad que destila, el calor que comunica, que la Iglesia española, inexplicablemente, adoptó el fragmento central como Himno litúrgico para la Hora intermedia del Domingo de la semana III de Tiempo Ordinario. Pero el final se lo dejan. Porque arroja un regusto amargo, un escalofrío de duda y tragedia:
La noche cae, despierto,
me vuelve la congoja.
La espléndida visión se ha derretido,
vuelvo a ser hombre.
Y ahora dime,
señor, dime al oído:
¿tanta hermosura
matará nuestra muerte?
Ateo, sí; hasta las trancas, y él mismo lo confiesa. Pero un ateo muy particular, que nunca supo que Dios existía y no obstante creyó en Él.
A Unamuno le traía sin cuidado la cuestión de la verdad. Al final, poco importaba. O quizá importaba demasiado. El caso es que el convencimiento gélido de que Dios no era no empecía su creencia de que, por el contrario, así era. Después de todo, hasta su muerte, siempre se proclamó maestro de la paradoja.


Una y mil veces rechazó las teorías realistas y escolásticas sobre la existencia de Dios; sus demostraciones no demostraban porque probaban la existencia de una mera idea. ¿Cómo creer en eso que llamaba Dios lógico? Ese primum movens de Aristóteles que se abanderaba en los claustros del medievo mató al Dios-Amor mucho antes que Nietzcshe, que se vanaglorió de ser el más vil de los asesinos sobre la tierra, y podría añadirse en el infierno si Dios no estuviera muerto.
Si Dios es una suerte extraña de demiurgo, una máquina al modo ilustrado que crea sin querer ni elegir, entonces Dios no existe, y así sentencia la cuestión don Miguel. De hecho, decir eso y nada a fin de cuentas es lo mismo, aunque formalmente se afirmen ideas contradictorias. ¿Para qué recurrir al gran relojero si tenemos reloj? Eso mismo dice hoy la mayor parte de los ateos científicos contemporáneos, como Hawking o Dawkins; y así confesó Kant (el filósofo más leído por los políticos españoles) que poco le importaba si la Trinidad eran tres o cuatro. Porque la vida apenas cambia si ese Dios lógico muta o no existe, acaso un cuadro en el museo del Prado. “Habemus horologium“, debiera haber gritado Nietzsche, el poeta, en la plaza de san Pedro antes de certificar la trágica defunción.
Demostrar un Dios que se piensa y no se vive, que actúa sin querer, que no sufre y no se goza; un Dios que sólo mueve, es certificar que Dios no existe. Que Dios es idea. “Eres tan grande que no eres sino Idea“, le escribió una vez nuestro filósofo. Así sentencia en su ensayo “Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos“:
El Dios lógico, racional, el ens summum, el primum movens, el Ser Supremo de la filosofía teológica, aquél a que se llega por los tres famosos caminos de negación, eminencia y causalidad, viae negationis, eminentiae, causalitatis, no es más que una idea de Dios, algo muerto. Las tradicionales y tantas veces debatidas pruebas de su existencia no son, en el fondo, sino un intento vano de determinar su esencia; porque como hacía muy bien notar Vinet, la existencia se saca de la esencia; y decir que Dios existe, sin decir qué es Dios y cómo es, equivale a no decir nada.
Y este Dios, por eminencia y negación o remoción de cualidades finitas, acaba por ser un Dios impensable, una pura idea, un Dios de quien, a causa de su excelencia misma ideal podemos decir que no es nada, como ya definió Escoto Eriúgena: Deus propter excellentiam non inmerito nihil vocatur. O con frase del falso Dionisio Areopagita, en su epístola 5: «La divina tiniebla es la luz inaccesible en la que se dice habita Dios». El Dios antropomórfico y sentido,
al ir purificándose de atributos humanos, y como tales finitos y relativos y temporales, se evapora en el Dios del deísmo o del panteísmo. Las supuestas pruebas clásicas de la existencia de Dios refiriéndose todas a este Dios-Idea, a este Dios lógico, al Dios por remoción, y de aquí que en rigor no prueben nada, es decir, no prueban más que la existencia de esa idea de Dios.
Era yo un mozo que empezaba a inquietarme de estos eternos problemas, cuando en cierto libro, de cuyo autor no quiero acordarme, leí esto: «Dios es una gran equis sobre la barrera última de los conocimientos humanos; a medida que la ciencia avanza, la barrera se retira.» Y escribí al margen: «De la barrera acá, todo se explica sin Él; de la barrera allá, ni con Él ni sin Él; Dios, por lo tanto, sobra.»


A Kant tambien le acusa el emérito Rector de la Universidad de Salamanca de inventar a Dios, como un recurso para blindar su sistema moral. Para que éste se sostuviera, era necesario que Dios juzgare un día, al final de los tiempos, a los buenos y a los malos, y les pagare según sus acciones. Porque si no, el bien y el mal caían en nuestro mundo; porque quedarían reducidos a imperativos funcionales, a un sistema organizativo. Resuena anacrónicamente aquella frase de Dostoievski de Los hermanos Karamazov en la Crítica de la razón práctica del pensador de Königsberg: “si Dios no existe, todo está permitido“.
No, Dios no existe. Así acabaría por concluir luego de mucha reflexión. Allá por donde miráremos, dice Unamuno, no veremos sino razones para descreer. Pero es paradójicamente en esa profunda desesperación de no hallar a Dios, de no encontrar inmortalidad (que en su obra es lo mismo), donde iba a encontrar la gran luz (más bien calor) que iba a gobernar su vida:
Mientras peregriné por los campos de la razón a busca de Dios, no pude encontrarle, porque la idea de Dios no me engañaba, ni pude tomar por Dios a una idea, y fue entonces, cuando erraba por los páramos del racionalismo, cuando me dije que no debemos buscar más consuelo que la verdad, llamando así a la razón, sin que por eso me consolara. Pero al ir hundiéndome en el escepticismo racional de una parte y en la desesperación sentimental de otra, se me encendió el hambre de Dios, y el ahogo de espíritu me hizo sentir, con su falta, su realidad. Y quise que haya Dios, que exista Dios. Y Dios no existe, sino que más bien sobreexiste, y está sustentando nuestra existencia existiéndonos.
Unamuno se rinde. Necesita a Dios. Necesita un recurso factible al que agarrarse para asegurarse la pervivencia tras el fatídico final de todo, que es el final de uno (así de egocéntricos somos frente a la muerte). Reducirse a cenizas es hórrido, es terrible, es ante todo inhumano. Y él lo experimenta en la pura hondura del escepticismo.
Es curioso que de la verdad pueda nacer una experiencia que la niegue. El viaje de Unamuno es quizá el más paradójico y contradictorio, y él lo sabe e incluso confiesa. ¿Cómo puede la afirmación de una idea, cierta, a sabiendas, conducir a una experiencia contraria? ¿Cómo puede el hombre que dice creer que no existe algo experimentarlo y vivirlo si no es?
La razón es contradicha por la vida. “La razón es antivital, y la vida irracional“, llegó a decir el vasco. En el hombre hay dos principios en continua contradicción, algo así como la armonía de contrarios de que hablaran los filósofos presocráticos, y son irreconciliables. El hombre se contradice; con la vida asegura A y con la razón asevera no-A.
Podría parecer que lo de Unamuno es un enfado de oro olímpico, de séptimo cielo, y que el terror al cementerio le lleva a jurar la existencia de un Dios-asidero. Sentencias tan firmes como: “no es, pues, necesidad racional, sino angustia vital, lo que nos lleva a creer en Dios“, que sitúa a Dios como efecto de un anhelo existencial, o : “creer en Dios es ante todo querer que exista“, que relaciona el impulso de la voluntad con la objetividad de la divinidad, pueden llevarnos a equivocación. Aún más aquella tajante correción de la definición de la fe que traía el Catecismo de su época: creer lo que no se ve, definiciones que a los teólogos católicos nos traen por la calle de la amargura. Así Unamuno: “¿creer lo que no vimos? ¡No, sino crear lo que no vemos!“.
Pero hay una diferencia fundamental entre nuestro filósofo y el cristianismo por consuelo de Nietzsche o el suspiro del alma ahogada de Marx, y es que Unamuno no inventa: intuye. Unamuno desvela, no sale al paso tapando agujeros a diestro y siniestro; no acalla a librazos los argumentos del ateísmo que él juzga tan convincentes, sino que patea el mundo, vive, y en la propia vida descubre a Dios. Una experiencia apabullante, asombrosa, que lleva a quien argumenta el escepticismo a simultáneamente confesar la existencia de la divinidad.
“Probablemente Dios no exista, disfruta de la vida“; recordará el lector este eslogan que publicitó en algunos autobuses ingleses una asociación atea hará tiempo. Unamuno se reiría: ¡vivir es reconocer que el Dios que ha muerto aún no ha muerto! Vivir es sentir a Dios por doquier, aun perjurando que no existe. Porque verdad y sentimiento son irreconciliables, porque “el sentimiento no logra hacer del consuelo verdad, ni la razón logra hacer de la verdad consuelo“.
“La ciencia, en cuanto sustitutiva de la religión, y la razón en cuanto sustitutiva de la fe, han fracasado siempre. La ciencia podrá satisfacer, y de hecho satisface en una medida creciente, nuestras crecientes necesidades lógicas o mentales, nuestro anhelo de saber y conocer la verdad, pero la ciencia no satisface nuestras necesidades afectivas y volitivas, nuestra hambre de inmortalidad, y lejos de satisfacerla, contradícela. La verdad racional y la vida están en contraposición. ¿Y hay acaso otra verdad que la verdad racional?”
Si le preguntan por qué lado se inclina, responde que la verdad no es de los hombres; saber es cosa de ángeles que sólo piensan, que no tienen cuerpo, y de nosotros es sentir, es la vida. Lo genuino del ser humano es el sentimiento, y la razón del hombre, si se quiere, la vital. Así llega a afirmar, reiteradas veces, que Dios tiene cuerpo.
“Y si se me preguntara cómo creo en Dios, es decir, cómo Dios se crea en mí mismo y se me revela, tendré acaso que hacer sonreír, reír o escandalizarse tal vez al que se lo diga. Creo en Dios como creo en mis amigos, por sentir el aliento de su cariño y su mano invisible e intangible que me trae y me lleva y me estruja, por tener íntima conciencia de una providencia particular y de una mente universal que me traba mi propio destino“.
Al amar, dice, personalizamos. Antropomorfizamos aquello que queremos. El que se encariña de su gato le cree semihumano, y le atribuye las facultades de juicio, arbitrio y cogitativa que sólo residen en el hombre. ¿Quién no ha sentido – se pregunta Unamuno – la humanidad del árbol frondoso, del álamo altivo y majestuoso, cuando se ha sentado a sus pies y ha agradecido su sombra en la jornada que solea? Uno se da cuenta de que ama al árbol y de que misteriosamente el árbol le ama a uno, y así con todo. Y sin embargo, sabe que el árbol no puede amar, y aun diciéndose esto, experimenta así. Dios, esa Conciencia del Universo (es suya la denominación), está en todo y todo en Él, y desde ese todo provee y otorga a las cosas, a su cuerpo, finalidad humana, amando al hombre.
El mismo Dios que probablemente no exista. Pero aún avanza una última zancada contra ateos y agnósticos, haciendo referencia a la duda que planteó Descartes y que venció de Husserl:
“¿Qué es, en efecto, existir, y cuándo decimos que una cosa existe? Existir es ponerse algo de tal modo fuera de nosotros, que precediera a nuestra percepción de ello y pueda subsistir fuera cuando desaparezcamos. ¿Y estoy acaso seguro de que algo me precediera o de que algo me ha de sobrevivir? ¿Puede mi conciencia saber que hay algo fuera de ella? Cuanto conozco o puedo conocer está en mi conciencia. No nos enredemos, pues, en el insoluble problema de otra objetividad de nuestras percepciones, sino que existe cuanto obra, y existir es obrar“.
Así resulta lícito enredarse en la cuestión de los entes posibles. Y Dios, caso de Sartre aparte, es posible. ¿Por qué iba a ser menos cierta una experiencia que una idea? ¿Qué tiene más consistencia, si ambas suceden en la esfera de la conciencia? Recuerda a aquellos versos de Rilke, que decía del unicornio:
“Oh, éste es el animal inexistente.
Ellos no lo conocían y sin embargo lo amaron
en su andar, su porte, su cuello
y hasta en la luz de su mirar callado.
En verdad él no existía. Pero porque lo amaron,
llegó a ser él un animal puro. Siempre le dejaron un espacio.
Y en ese espacio, claro y reservado,
levantó él levemente su cabeza y apenas necesitaba
ser. No lo alimentaron con grano alguno,
sino sólo con la posibilidad de que existiera.
Y ésta le dio al animal una tal fuerza,
que un cuerno emergió de su frente: Uni-cornio.
Blanco se acercó el animal a una doncella
y estaba en el espejo de plata y en ella“.
Sonetos a Orfeo; segunda parte, nº 4.


Y el Unicornio llegó existir; se reflejaba en los espejos.
“Locura tal vez, y locura grande, querer penetrar en el misterio de ultratumba; locura querer sobreponer nuestras imaginaciones, preñadas de contradicción íntima, por encima de lo que una sana razón nos dicta. Y una sana razón nos dice que no se debe fundar nada sin cimientos, y que es labor, más que ociosa, destructiva, la de llenar con fantasías el hueco de lo desconocido.
Y sin embargo…
Hay que creer en la otra vida, en la vida eterna de más allá de la tumba, y en una vida individual y personal, en una vida en que cada uno de nosotros sienta su conciencia y la sienta unirse, sin confundirse con las demás conciencias todas en la Conciencia Suprema, en Dios; hay que creer en esa otra vida para poder vivir esta y soportarla y darle sentido y validez. Y hay que creer acaso en esa otra vida para merecerla, para conseguirla, o tal vez ni la merece ni la consigue el que no la anhela sobre la razón y, si fuere menester, hasta contra ella. Y hay, sobre todo, que sentir y conducirse como si nos estuviese reservada una continuación sin fin de nuestra vida terrenal después de la muerte“.
Todas estas disquisiciones las escribe el filósofo en 1913 en el ensayo titulado Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos. Sin embargo, ya en 1906 escribe Hermosura, el poema que encabeza este texto. El 26 de septiembre de 1910 hay visos también de vacilación, de increencia, de sentimiento trágico; en fin, de desesperación existencial en otro soneto que, no en vano, titula La oración del ateo, que finaliza con una dolorosa y pacífica reprensión a Dios por no existir:
“Oye mi ruego Tú, Dios que no existes,
y en tu nada recoge estas mis quejas,
Tú que a los pobres hombres nunca dejas
sin consuelo de engaño. No resistes
a nuestro ruego y nuestro anhelo vistes.
Cuando Tú de mi mente más te alejas,
más recuerdo las plácidas consejas
con que mi ama endulzóme noches tristes.
¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande
que no eres sino Idea; es muy angosta
la realidad por mucho que se expande
para abarcarte. Sufro yo a tu costa,
Dios no existente, pues si Tú existieras
existiría yo también de veras“.
Y en 1931, veinte años después, se publica San Manuel Bueno, mártir, novela triste y honda cuyos lomos por tres veces he despegado, en mortal beso, y por tantas me han arrancado sendas lágrimas. Y así, la fecha del ensayo se sitúa en el centro, estrechada detrás y delante por tinieblas e increencia, y a veces me parece un fugaz oasis de paz afectiva en la vida del escritor bilbaíno. “¡Ayer! ¡Hoy! ¡Mañana! / Cadena del dolor con eslabones de ansia“, se lee en otro de sus poemas, y casi idéntica expresión se advierte en el ensayo; quizá 1910 fuera un ojo de huracán, una calma pasajera, y Unamuno, sufriendo la continua confrontación dialéctica entre su razón atea y su vida creyente y cristiana, no lograra al fin vivir lo que creía que no existía.
Continuará…