Quizá desde que Oswald Spengler publicara La decadencia de Occidente (Der Untergang des Abendlandes, 1918), existe una fácil tendencia a asumir que eso que llamamos Occidente está herido de muerte, sin remedio posible. Cuando, con los matices pertinentes, se acepta este pronóstico, lo que queda por discutir es qué habrá después y en qué momento nadie podrá negar que el cadáver hiede. Como el autor alemán basaba su ensayo en un análisis cíclico —amén de forzado— de la historia y de las civilizaciones, el paralelismo con la denominada caída de Roma es inevitable en cada reflexión sobre este tema. Sin embargo, cabría ser cautos, y plantearnos varias preguntas, antes de dar por sentado que nuestro mundo sucumbe mirándose en el espejo romano. La primera pregunta: ¿qué es Occidente? La segunda: ¿a qué nos referimos cuando hablamos de la “caída del Imperio Romano”?
La primera cuestión es crucial. Porque, ¿Occidente incluye Australia, Japón, Estados Unidos, América hispana…? Además, ¿Occidente es el de la Modernidad, el de la Ilustración, o es un modo de hablar del mundo cristiano? Aún más: ¿no existe ya oposición entre los valores de Occidente y los valores de la civilización cristiana? ¿No hubo un empeño deliberado, por parte de los redactores del fracasado proyecto de Constitución de la UE, en obviar toda referencia a las raíces cristianas de Europa? ¿No niegan naciones europeas como Irlanda, España o el Reino Unido la naturaleza del matrimonio y de la familia, según como la Iglesia y la propia tradición “occidental” la han entendido? Aún más; la práctica religiosa en Europa ¿es ahora mayor o menor que hace dos o tres generaciones? En España, en apenas quince años, los matrimonios canónicos han pasado de ser la primera opción a la segunda, tras los civiles; y el porcentaje de hijos nacidos fuera del matrimonio se ha disparado hasta convertirse en una norma y no una excepción. Por otra parte, el peso económico, militar, cultural y político que hoy tiene Europa es una porción del que detentaba antes de la I Guerra Mundial. En la actualidad, no llegan a media docena las empresas europeas que se encuentran entre las cincuenta más importantes del mundo; y, de estas pocas, sólo una tiene su sede dentro de la Unión Europa —las otras son suizas.
Una civilización está impregnada en todas sus manifestaciones —desde el Derecho hasta el arte o la economía— de una serie de ideas, de conceptos sólidos, en torno al hombre, la sociedad, Dios, la belleza, la verdad o la justicia.
En verano de 1927 (17 de julio), Ortega y Gasset publicó en el diario El Sol un artículo en el que aseguraba que «la Iglesia ha sido en otro tiempo excelente psicóloga, y es una pena que se haya quedado retrasada en los dos últimos siglos» (Estudios sobre el amor, 2006 = 1939). Toda una declaración de que la Iglesia ya no era la vanguardia del pensamiento y la cultura. Basándose precisamente en este filósofo madrileño, John Senior entendía que una civilización está impregnada en todas sus manifestaciones —desde el Derecho hasta el arte o la economía— de una serie de ideas, de conceptos sólidos, en torno al hombre, la sociedad, Dios, la belleza, la verdad, la justicia…, tal como venía a explicar en The Death of Christian Culture (1978, editado en España en 2019 por Homo Legens).


¿CRISIS DE LA DEMOCRACIA O AGONÍA DE OCCIDENTE? — Apúntate ya al curso de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Del 13 al 14 de septiembre, expertos en el tema profundizaran sobre esta cuestión.
Por tanto, una civilización constituye una naturaleza integral que aspira a la coherencia y que, en cada una de esas manifestaciones, hace profesión de su fe. De esta forma, Senior aseguraba en The Restoration of Christian Culture (1983, editado en España en 2018 por Homo Legens) que la cultura cristina se enraíza en la Misa. Y que esa centralidad de la Misa lleva a levantar un altar, luego un tabernáculo, después el templo entero, luego un entorno agradable… Y la guía para crear cada uno de estos elementos —a partir de los cuales, como observándose en un modelo o en un espejo, se proyecta la entera civilización cristiana— es María: Torre de David, Arca de la Alianza, Casa de Oro…
El periodista y divulgador Rod Dreher, en cierto modo, coincide con esta percepción, cuando declara que el mundo moderno, eso que llamamos Occidente, se ha paganizado, y que, para sobrevivir y dar frutos, el cristianismo debe ser consciente de sí mismo: el cristiano debe sentirse, antes que nada, miembro de la Iglesia, sin identificarse con el siglo.
Para ello, el cristiano debe reforzar sus comunidades, empezando por el más pequeño reducto eclesial, que es la familia. Es lo que postula en The Benedict Option (2017, publicado en España por Ediciones Encuentro en 2018). Según su parecer, en el propio hogar debe respirarse la misma atmósfera que en un convento, la misma noción de unidad en la fe, en la presencia de Dios. No en vano, el hogar se fundamenta en un sacramento —de absoluta carnalidad— cuyos ministros son los cónyuges. La idea del hogar como templo, como primer templo, no sólo es cristiana, sino que constituía uno de los fundamentos de la cultura tradicional romana. Es más: el término latino aedes significa “templo, santuario” en singular, y “hogar” en plural.


Con respecto a la segunda cuestión, ¿la “caída del Imperio romano” hace mera referencia al derrocamiento de Rómulo Augústulo en el año 476? ¿O es una manera genérica de aludir a las crisis que el mundo romano atravesó durante cinco siglos, alternadas con épocas de esplendor?
El final de la república romana fue una catástrofe que esquilmó a gran parte de las clases patricias, pero también fue el paso hacia una auténtica civilización basada en el Derecho; una civilización que, al cabo de un siglo, permitiría a una dinastía de origen hispano, los Ulpio-Elios (vulgo Antoninos), gobernar el Imperio en su apogeo. Un apogeo que, sin embargo, convivió con una terrible oleada de peste que trajeron las tropas de Marco Aurelio; convivió con el estancamiento de la ciencia y la tecnología de griegos y romanos. Los romanos no fueron capaces de plantar papiro fuera de Egipto, ni incorporaron el arroz o la caña de azúcar —que Plinio el Viejo conocía— a sus cultivos, ni mejoraron el aprovechamiento de los recursos naturales, como sí haría el hombre medieval con los molinos de viento.
Habrá que esperar al s. VII, para que un cristiano, el obispo sirio Severo Sébokt, conozca el sistema de numeración indio, que es el que usamos nosotros.
Tras la dinastía Ulpio-Elia —cuya época quedó extinguida con el asesinato de Cómodo el último día del año 192—, vendría más de una centuria de golpes de estado y dictaduras militares; un periodo, sin embargo, durante el cual la ciudadanía romana se extendería a todas las personas libres del Imperio. Roma, al tiempo que reducía la esclavitud y que ampliaba la ciudadanía, empezaba a sumirse en un desplome del comercio y de las finanzas, con una depreciación total de la moneda: la ley de la plata y el oro pasó del 90-95% al 2,5%, con el consiguiente aumento de precios. Durante el siglo I, el comercio había adquirido tal volumen, que los pequeños agricultores italianos no pudieron competir en precios, y tuvieron que vender sus predios (propiedades), los cuales pasaron a convertirse en fincas de recreo para los ricos —por lo general, banqueros y políticos que, domiciliados en Roma, pasaban sus vacaciones en el campo. Pero dos siglos más tarde, conforme las ciudades se abandonaban, el dinero se guardaba en ollas enterradas en los jardines particulares, a pesar de las constantes devaluaciones. A principios del s. IV, el emperador Diocleciano se vio en la tesitura de promulgar un Edicto de Precios Máximos, para intentar frenar la inflación.
Desde el final de la República, diversos autores latinos, como Juvenal, Horacio u Ovidio, se lamentan de la caída de la natalidad, la práctica del aborto o incluso el abandono de neonatos. Plinio el Joven señala, como un caso atípico, el de Asinio Rufo, que tenía muchos hijos «en esta época en que las ventajas de no tener hijos hacen que incluso tener uno solo resulte una carga para la mayoría de la gente» (Epístolas, 4.15). Parece que habla de hoy mismo, pero se trata de finales del s. I. Tácito aseguraba que la legislación de Augusto a favor de la familia no dio sus frutos, y que «lo más habitual era no tener hijos» (Anales, 3.25). Séneca el Filósofo y Cicerón justifican el abandono o incluso infanticidio, en caso de bebés deformes. Sin embargo, cuando el Imperio de Occidente está próximo a su final, el auge del cristianismo habrá revertido esta situación: el aborto y la exposición de niños casi habrán desaparecido y, además, estarán penalizados; las familias de clases altas serán numerosas y amplias, como es el caso de la de Ausonio. Por tanto, cuando hablamos de “decadencia”, “caída”, ¿a qué nos referimos?


Entre nuestro tiempo y los siglos IV-V —el final del Imperio Romano de Occidente— hay una gran semejanza y, a la vez, una brutal diferencia. La semejanza es la inmigración. El mundo romano se vio invadido de pueblos alóctonos cuya afluencia no pudo frenar —y cuya entrada no fue promovida por ninguna empresa ni organismo de dentro de Imperio. Y es más: aquellos pueblos acabaron gobernando lo que quedó de Roma. Los visigodos reinaron en España, los francos en la Galia, los ostrogodos en Italia, mientras que Britania fue abandonada a su suerte —y asaltada por diversos grupos germánicos, entre ellos, los anglos y los sajones. Aquellas etnias en migración dieron su nombre a lo que serían luego tres de las más importantes naciones de Europa: Francia, Alemania, Inglaterra.
Sin embargo, el peso demográfico de esos pueblos resulta muy inferior al de los inmigrantes hodiernos.
Los visigodos constituyeron en torno a un 5% de la población hispana durante nuestra Antigüedad tardía —previa a la invasión muslim del año 711—; hoy nuestros “nuevos españoles” doblan —casi triplican— esa tasa. Por otra parte, aquellos “migrantes” asimilaron la cultura romana y la religión cristiana. El mundo romano se transformó, se metamorfoseó, adquiriendo unas nuevas instituciones de gobierno y unas nuevas élites militares; pero todo ello se produjo dentro de una congruencia con lo que era Roma: una civilización integradora. De hecho, el clérigo hispano Orosio columbró que su calamitoso s. V era una época de oportunidades, un momento en que se podía construir un mundo más libre —en comparación con el Imperio Oriental, con sede en Constantinopla— y en el que bautizar a los godos invasores, para hacer de ellos grandes reyes. De hecho, José Orlandis (1918-2010), uno de los grandes especialistas del tema, señala que la España goda de los ss. VI-VII desarrolló un “renacimiento cultural muy por encima de Occidente” (La vida en España en tiempo de los godos, 2006 =1981).
La gran diferencia que nos separa de los siglos IV-V es, precisamente, la Iglesia. La Iglesia se encontraba en un momento de tremenda efervescencia cultural e intelectual —Prudencio, Paulino de Nola, Ausonio, Agustín, Jerónimo…—, con un discurso, en la mayoría de los casos, frontalmente hostil al culto pagano, y más bien carente de “diálogo” en este punto.
Se convirtió, además, en la gran terrateniente de la Antigüedad tardía, y fue asumiendo todas las tareas que el Estado ya no podía atender, empezando por la educación —un Estado que jamás, ni de lejos, fue tan gigante, tan titánico, como en la actualidad. De esta manera, la Iglesia pasó a ser, entre otras muchas cosas, la depositaria, la transmisora de la cultura griega y latina. Roma abjuró de sus antiguos dioses, de sus juegos gladiatorios, de la esclavitud, y se transmutó en Cristiandad. Y eso es lo que hemos sido hasta ahora, cuando hemos apostatado de Cristo y nos hemos incorporado a nuevos credos: la fe en el “género”, en el transexualismo infantil, en la prohibición de comer carne, en los “likes” de Facebook o de Twitter, en los monopatines eléctricos, en las “apps”, en el “made in People’s Republic of China”, en el feminismo mahometano, en palabras como transversal, sostenible, diversidad…

