Hablaba yo el otro día con un gran amigo mío, psicólogo, agnóstico y profundamente materialista, sobre la realidad del amor, enfocando yo la discusión desde un punto de vista humanista y filosófico y él desde el prisma del biologicismo y de la corriente más empírica de su disciplina.
No me llamó la atención la reducción (reducción en mi opinión) de este lazo unitivo a mecanismos neurológicos e impulsos químicos cerebrales, o la teoría emergentista mente-cerebro que defendía (para los profanos, que la mente es una emanación quasi-espiritual del cerebro, la doctrina materialista más cercana al reconocimiento del alma). Es pan de cada día para los cientificistas, y la salsa de todos los platos en cualquier debate.
Lo que me atrajo con hercúlea fuerza fue su antídoto contra la inestabilidad de la pareja; se me encendió la bombilla sobre la coronilla cuando dijo: “Chema, la clave del amor y de la permanencia del matrimonio y del afecto entre los cónyuges es un equilibrio entre la cesión de libertad y las ansias de posesión del otro“. En ese momento desconecté del resto de la conversación –muy propio de mí– y mi imaginación voló.
Llevo dándole vueltas varios días al tema y comprobando la omnipresencia de este concepto en el todo social, en esa mórbida masa aleatoria de individuos que no son más que carne con patas. Y observando también desde este prisma, por primera vez con claridad, los comentarios desengañados de amigos y amigas tras una ruptura, sobre el egoísmo y la dominancia de las mujeres los unos y sobre el pansexualismo hedonista y la cosificación de los “machos” las otras.
Es mentira que todo lo reduzcamos al sexo, pero es una verdad como la copa de un pino que hacemos depender todo cariño del deseo. Es un anhelo egoísta magníficamente disfrazado de alteridad y altruismo, y condecorado en sociedad por el noble laurel del sentimentalismo, de lo bonito (que no ya bello) y del erotismo romántico.
Así como un glotón guloso (yo, lo confieso) observa en el alejado estante del supermercado su marca preferida de chocolate, y se echa con ansia viva la mano al bolsillo rebuscando con ahínco y tesón un par de monedas, para abalanzarse sobre el preciadísimo objeto, semiconsciente y juzgando se moriría sin tan suculento bocado, así observa hoy el hombre a la mujer y la mujer al hombre. Salvando, claro está, la distancia inherente a toda analogía de proporción. El hombre, y la mujer, advierte a su pareja como un bien, el óptimo, el único, que necesita para reafirmarse y para sobrevivir.
Recibimos genial la típica película tonta, citando a una amiga adicta confesa, en que el máximo exponente de amor y la declaración definitiva es el clásico: no puedo vivir sin ti, o sucedáneos. Pero todo se reduce y se agota, a fin de cuentas, en el ego propio que desea, en el yo que quiere, en mí que necesito.
Por eso el gran antídoto para el paupérrimo cariño: la libertad, como plato opuesto en la balanza de la estabilidad. No es más que una aplicación del arcaísmo heraclitiano: la armonía de contrarios. Lo malo son los extremos en situación de disonancia, la sola posesión o la sola libertad en una relación, y de ahí el caos y la desestabilidad. El equilibrio virtuoso, “lo perfecto”, es el centro. Un contrario mide y limita al otro, y viceversa. La forma de amor perfecta pasa a ser aquélla en la que se es capaz de dominar el anhelo del otro, el deseo que llama a retenerlo ahí sujeto contra el pecho de uno, y se concede distancia para que no se hastíe el querido, para que a la vez pueda amar y poseer concediendo la recíproca autonomía e independencia.
No siempre los hombres y las mujeres amaron así. Basta con leer a los autores literarios de nuestro Siglo de Oro, o a los más recientes genios costumbristas, redactando sobre el amor conyugal.
Pero para ellos, esta dimensión, por lo demás preciosa y absolutamente necesaria, era la más superficial y la más imperfecta. Tanto es así que al deseo del “bien para mí” personal, que es el amado, lo llamaban “appetitus inferior“.
Había un tipo de amor superior para estos sabios ya pasados de moda (muchas veces, por desgracia): el amor de amistad (“amor amicitiae”), entendiendo el término “amistad” en estos casos en sentido amplio.
Si nuestro: “te necesito” o “no puedo vivir sin ti“, el amor de posesión, lo definían con la sentencia “amans bonum velit” (el amante quiere el bien), acentuando con claridad el ego, este “appetitus superior” se identificaba con la más excelsa “amans amato bonum velit” (el amante quiere el bien para el amado). Un amor que, si no es veleidoso, y superado el romanticismo platónico del amor cortés del medievo europeo, pasará a la práctica: se identificará con la proposición “el amante hace el bien para el amado“.
En cristiano barriobajero: el amor, para los autores clásicos, es allende la materialidad corporal del deseo. El amante se pierde en el otro, se olvida, reniega de sí, se centra en el amado; el amante deja de vivir para sí y encuentra un nuevo fin en la vida, un nuevo sentido para la propia existencia, que es la otra persona. Un amor volitivo además, y por encima, del amor erótico; ambos dos buenos, justos y necesarios. Un amor, a fin de cuentas, en que el acento está en el otro y no en la satisfacción propia.
No se trataba tanto de olvidarse de sí en las páginas muertas de estos sabios: se trataba de dejarle al otro el preocuparse por uno. Quererse a uno mismo era abandonarse en las manos del amado para que él le amare. Era una armonía perfecta, en que cada uno acentuaba al otro, y se daba del todo y para siempre, como don irrevocable, recibiéndolo en las mismas condiciones.


Así, hablaban de dos tipos de presencias reales y en condiciones de reciprocidad: el amado estaba en el amante cuando lo deseaba, como bien para sí; el amante estaba en el amado cuando le deseaba el bien y lo amaba de esta segunda manera.
Por eso usaban el término “éxtasis” (del latín “estar de pie fuera”) para referirse a la perfección del amor. Nosotros lo entendemos referido (obviando la droga homónima, ¡un poco de seriedad…!) a las experiencias místicas de los santos, que se elevaban misteriosamente a Dios, “saliendo de sí“. Pero el término se refería inicialmente a la ligazón de los amantes y amados: era salir de sí para habitar definitiva y misteriosamente en el otro.
En palabras de lírica contemporánea, de Maldita Nerea, que nos pilla más a mano: “suenan mis latidos en tu corazón; estaré dentro de ti” (de la canción: “Nunca estarás sola“, la pegada arriba).
El amor era perfecto cuando era extático; ideal vacuo, una verborrea fútil para un psicólogo materialista. Un imposible de explicar en términos materiales; un algo irreductible a impulsos químicos neurológicos.
Vientos huracanados y mareas de paroxismo y desenfreno iban a acabar con la felicidad del ser humano. El libertinaje consecuente al Siglo de las Luces (como protesta airada contra los racionalistas que odiaron el cuerpo), el materialismo del XIX y un feminismo que se perdió a sí mismo quemaron estos folios bienhadados.
Llegaría un día en que un desengañado J. P. Sartre teorizara entre lágrimas: el amor se había convertido en instrumento de dominación. Para el pensador francés, el hombre necesita amar y ser amado, y es consciente de que en ello radica la felicidad propia, pero nunca podrá encontrarlo sin morir existencialmente. El amante objetiva al amado, lo hace una cosa, lo convierte en un instrumento para la propia felicidad y lo esclaviza de esta manera. El amor es exclusivamente corpóreo y posesivo; el amor es retener al otro.
Por eso, junto con Simone de Beauvoir, propugnaría un placebo que ellos mismos sabían insuficiente: la poligamia. El secreto era darse, pero darse a medias, y recibir al otro, pero imperfectamente asimismo. Era hacer el amor, pero a varios, para que así, teniéndolo muchos, no tuviera ninguno de ellos al amante; del mismo modo, teniendo a muchos, no tendría plenamente el uno a ninguno de los amados. Así sería medianamente amado sin ser objetivado, poseído. Así sería algo feliz conservándose a sí mismo.
Éste es el verdadero significado inicial de la revolución sexual: tenerse mientras se da uno, y así darse a medias. Luego el tercer feminismo le daría forma: el macho explota sexualmente y posee dominante a la mujer bajo la execrable institución esclavizante del matrimonio; ha llegado la hora de la emancipación absoluta de la mujer. Ha llegado la hora de trascender la conquista de los derechos civiles y políticos por que luchara Olympe de Gouges, hay que ir más allá: la mujer ha de ser absolutamente libre en el cuerpo y darse a quien quiera. Sólo ella es dueña de sí.
Dueña de acostarse con quien quiera, dueña de ser amada como un objeto por quien ella quiera. Señora de su propia cosificación, posesión de todos a voluntad propia.
Hoy el hombre (y la mujer) es sólo cuerpo. Hoy el hombre es sólo poseedor y poseído. Hoy el hombre sólo puede ser amado como carne. Hoy el hombre es sujeto para un objeto y objeto para un sujeto.
¿Qué le hemos hecho al amor? ¿Qué hemos hecho de él? Una estúpida aporía libertad-posesión.