En la actualidad, sigue sin estar clara cuál debe ser la postura de los católicos respecto de la cuestión de la ecología. No será porque no se haya hablado sobre el tema en los últimos tiempos, especialmente desde que el Papa Francisco publicara su encíclica Laudato Si‘ en 2015 y cuya recepción en la Iglesia ha sido bastante desigual.
Es muy posible que, tras muchas de las lecturas que se han hecho de la carta magisterial (tanto a favor como en contra), puedan esconderse distintas máscaras de una cosmovisión que tiene mucho de moderna y poco de católica y que encuentra su síntesis en un planteamiento dialéctico sobre la relación naturaleza-cultura humana.
Para tratar de ilustrar estas desviaciones, he elegido dos imágenes (el mito griego de Prometeo y la película Avatar, James Cameron, 2009) que pueden servirnos para reflexionar acerca de los presupuestos ideológicos presentes en nuestra cultura y para arrojar luz sobre qué puede aportar una cosmovisión católica a la cuestión de la ecología. Esto último es lo que intentaremos esbozar al final del texto.
Prometeo, por refrescar la memoria al lector, fue un dios que se enfrentó a Zeus burlando el castigo que este había infligido a la humanidad al privarle del uso del fuego, tan necesario para la civilización. Desafiándole, lo robó en secreto y se lo entregó a los hombres, ganándose así la enemistad y el castigo del más poderoso de los dioses olímpicos. Prometeo ha pasado a la cultura popular como el arquetipo del hombre que, con la luz (fuego) de su propio poder y conocimiento, le disputa a Dios el designio sobre la naturaleza (incluso el de su propia naturaleza humana, como en el caso del Dr. Frankenstein de Mary Shelley).
A su vez, Avatar es la vuelta de hoja de esta posibilidad. La hybris humana, es decir, el orgullo de los hombres que pretenden igualarse a los dioses en el dominio de todas las cosas mediante la ciencia y la técnica (el uso del fuego), no es capaz de crear vida, sino solo de destruirla. El viaje del hombre hacia el reencuentro consigo mismo pasa por renunciar al “fuego” y reunirse de nuevo con la naturaleza, su hogar originario, en una tribu que vive en total comunión con ella. No es casual que, en la película, el protagonista sea un hombre “roto” (va en silla de ruedas) que solo es restaurado cuando se funde en su nueva “humanidad” azul, es decir, se desprende de su antigua humanidad. Esta idea no es en absoluto original y está también presente en multitud de obras filosóficas, literarias y cinematográficas. Quizás la más conocida y cercana sea Dances with Wolves (Kevin Costner, 1990).
Los mitos políticos en la dialéctica naturaleza-cultura
Ambas imágenes forman los dos reversos de una interpretación del hombre y su posición en el cosmos que expresamos como la dialéctica naturaleza-cultura y que resulta fundamental en la cuestión de la ecología. Se trata, además, de una idea que está ampliamente presente en la filosofía moderna, de la que todos somos deudores. En la visión política, tal vez la que más abunda en este debate, se expresa de dos formas:
Desde el lado prometeico de esta dualidad, comprendemos la civilización (la industria, la cultura, las instituciones, el mundo de lo humano) como aquello que el hombre ha logrado ganarle a la naturaleza. Se entiende la naturaleza como el estado originario del todos contra todos, la ley de la selva, en el que el hombre es lobo para sí mismo y para los demás según el mito hobbesiano. La cultura humana crea un espacio de sentido, un orden habitable arrebatado al caos inhóspito que representa la naturaleza, en la que el hombre no puede vivir a la intemperie. El hombre que vive en el mundo de lo humano puede hacerse aquí “más humano”. Puede desarrollar en sociedad aquello que es más propio de él —el amor a los semejantes y la colaboración, el conocimiento, las artes, el comercio, etc.— porque no tiene que ocuparse en mantenerse a salvo de los demás y de su entorno.
Desde el otro lado de esta dualidad, el “avatariano, contemplamos la civilización por medio del mito del buen salvaje. El mundo de lo humano aparece ante nuestros ojos como el lugar de la corrupción, de la promoción de los vicios y del abuso del otro, y como el espacio (la ciudad) donde el hombre encuentra todo lo necesario para pervertirse y echarse a perder de todos los modos posibles, apartándose así de su propia humanidad.
La perspectiva teológica sobre la dialéctica naturaleza-cultura
La génesis de estas visiones políticas solo es posible si las miramos desde su raíz teológica, sin la cual no es posible comprender la cosmovisión en la que se apoyan ambas posturas:
Del lado prometeico, nos encontramos con la doctrina bíblica de la naturaleza caída, que hace imposible la plena comunión con el mundo natural. La naturaleza ya no es ese confortable vergel de árboles frutales a la mano del hombre, sino que debe ser trabajada para ser habitable como castigo por el pecado original:
«Por haber hecho caso a tu mujer y haber comido del árbol que te prohibí, maldito el suelo por tu culpa: comerás con fatiga mientras vivas; brotarán para ti cardos y espinas y comerás hierba del campo. Comerás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste sacado; pues eres polvo y al polvo volverás» (Génesis 3:17-19).
El carácter caído, indómito, de la naturaleza se muestra como una evidencia para cualquiera que se haya encontrado en plena selva y experimentado con temor su propia fragilidad. O, de forma aún más clara, para quien ha sufrido una grave enfermedad. Se trata de un mundo hostil en el que lo adecuado para el hombre hay que arrebatárselo a la tierra, no solo con sudor y esfuerzo (como en una lucha) sino también con el fuego del conocimiento (arrebatado del árbol del conocimiento del bien y del mal), para escapar así del castigo divino.
Por el otro lado, el avatariano, nos encontramos con un sincretismo de fuentes en las que lo pagano y lo cristiano se mezclan, dando lugar a una visión de la naturaleza que oscila entre lo divino (en las corrientes más cercanas al panteísmo o al animismo) y lo originariamente bueno, es decir, previo a la caída que se relata en el Génesis.
Desde esta corriente, lo humano necesita ser salvado —como en el Cristianismo— no de su precariedad existencial sino de su propia perversión. Su salvación se opera no a través de la lucha contra la naturaleza, sino renunciando al dominio, acogiéndola e integrándose en ella con reverencia, reconociéndole una supuesta divinidad/santidad capaz de hacernos más plenamente humanos.
Ecología y Cristianismo: atrapados entre dos fuerzas en tensión
En lo que nos ocupa, que es la cuestión de la ecología, ambas visiones forman dos fuerzas contrapuestas que se manifiestan con viveza en cada uno de los debates que van surgiendo a medida que aumentan el dominio humano del mundo que nos rodea y la conciencia de sus implicaciones: energía nuclear, ¿sí o no?; especies transgénicas, ¿sí o no?; consumo de hidrocarburos y plásticos, ¿sí o no?; vegetarianismo y veganismo, ¿sí o no?. Mención aparte merecería la extraña incomparecencia de la discusión acerca de lo que hacemos con nuestra propia naturaleza humana: aborto, modificaciones corporales (p.e. operaciones de cambio de sexo), transhumanismo…
Se trata de cuestiones en las que parece que constantemente hay que elegir: o bien salvamos lo humano, colocándonos sobre toda la creación y justificando desde esta altura cualquier forma de dominio sobre lo natural; o bien le atamos al hombre una soga al cuello, para evitar que su mucho poder acabe por destruir lo único que de inocente y bueno queda en la tierra, como es la naturaleza.
En este contexto, la perspectiva de los cristianos puede estar tentada de caer en cualquiera de los dos lados de esta dialéctica, como se ha visto en muchos casos con las reacciones a la encíclica “verde” del Papa Francisco.
Los más entusiastas, en muchos casos, celebrarán la “cristianización” de algo que hasta el momento había permanecido más o menos ajeno a la atención del magisterio y de la fe católica. Con la “cobertura” papal creerán convalidadas ideas que tienen en su fondo una raíz pagana y que dan a la naturaleza un estatus salvífico del que carece. Los más críticos, en cambio, verán en la encíclica papal el signo de la “mundanización” de un pontificado más preocupado por las modas ideológicas del momento que por la salvación de las almas.
A los primeros, habría que advertirles del error latente en los fines últimos de una ecología convertida en ideología, si queremos evitar que una falsa dialéctica naturaleza-cultura humana se dé la vuelta y arremeta contra nosotros mismos. Es algo que ya se puede observar en tantos planteamientos de corte malthusiano que justifican prácticas como el aborto o el control técnico de la fertilidad (la esterilización, la congelación de gametos, el diseño embrionario, etc.) por identificar al hombre como el mayor enemigo de la naturaleza.
A los segundos, habría que recordarles que si el propio Dios se molesta en alimentar a los pájaros del campo y vestir a los lirios (Mt. 6, 24-34), más le vale al hombre tener algún cuidado con lo que hace con ellos, por poco importantes que los considere. Harían bien en guardarse de caer en una exaltación de lo humano sobre lo natural que, siendo cierta, tiranice a los demás valores hasta el punto de volverse ingrata con el don que representan. Podría ocurrir que la actitud prometeica que hace al hombre irresponsable de su actuar en el mundo, con el tiempo, vuelva a quien es injusto en las cosas pequeñas injusto también en las mayores (Lc. 16,10): con sus iguales y con Dios.
De ser así, ambas tentaciones acabarían en lo mismo: en la destrucción del hombre a manos del hombre y en una rebelión contra Dios.
Una teología del jardín
Es por esto por lo que necesitamos un planteamiento católico sobre la ecología: una reflexión que no niegue ni la bondad original ni la naturaleza caída del mundo (de lo natural y de lo humano), pero que tampoco excluya la gracia como único medio para la salvación de lo humano (y, con ello, de su relación con lo natural).
Tal vez lo que necesitamos sea una teología basada en la imagen del jardín, que sea capaz de integrar el papel del hombre como señor de la creación. Leer en el mandato bíblico «creced, multiplicaos y dominad la tierra» (Génesis, 1:28) no un desentenderse divino respecto de la suerte de la naturaleza, sino un llamado a hacerla prosperar como se cuida de un jardín. El jardín es la imagen perfecta de la colaboración entre el hombre y la naturaleza, esplendor y belleza de la frondosidad natural convertidos en un espacio plenamente habitable.
El jardín es, no lo olvidemos, el espacio elegido por Dios para ser habitado por el hombre antes de la caída. Y es también ahí, y no fuera del paraíso, donde se pronuncia el nombramiento divino del hombre como dominus (señor) de las cosas creadas. Por eso, el mandato debe interpretarse en el contexto de la relación simbiótica entre el jardín y el jardinero: este requiere de los conocimientos y el cuidado diligente para prosperar, aquel requiere de los frutos, de la sombra, de la belleza y de otras tantas cosas de las que este le provee.
Qué pueda hacerse de esta imagen tras la caída en el pecado original, que hiere y oculta los vínculos del hombre consigo mismo, con Dios y con el mundo, es lo que debemos discernir los cristianos al reflexionar sobre la ecología. Debemos ayudarnos de la Ética, que no es otra cosa que la pregunta por el bien de todas las cosas. Pero ante todo debemos sostener nuestra búsqueda en la luz de la revelación de aquel que “hace nuevas todas las cosas” (Apocalipsis 21:5). Su presencia en la Iglesia es ya un anticipo de ese “cielo nuevo y esa tierra nueva” (Apocalipsis 21:1) que como cristianos estamos llamados a vivir ya en el presente por medio de la sanación del vínculo con Dios, con los hombres y, por supuesto, también con toda la creación.