Revista de actualidad, cultura y pensamiento

El banco, el sheriff y los mendigos

En Pobreza e inmigración por

Al lado de mi casa, hay un local abandonado que desprende el aroma de las cosas proscritas por el tiempo en que vivimos. No hace mucho, perteneció a uno de esos bancos que la crisis obligó a reinventarse con el apoyo tácito de todos. En la entrada del local, por donde antes pasaban clientes y empleados, alguien ha colgado la fotografía en blanco y negro de una vieja película americana. En ella, aparece un sheriff clásico, con chaleco, estrella y pistola, que te mira directamente a los ojos amenazándote si eres un cuatrero en busca y captura y transmitiéndote la confianza de quien vela tus sueños si eres un honrado miembro de la comunidad.

En la abandonada oficina bancaria, se ha instalado un joven mendigo en compañía de su perro. Un día lo oí hablar en un inidentificable idioma extranjero con otro mendigo del barrio que se dedica a pasear al perro de unos vecinos míos. Este segundo mendigo guarda con el primero un curioso parecido. Aunque se ve que es mayor, ambos tienen un fino bigote pelirrojo, ojos claros, el talle esbelto y despiden un aire sosegado y diría que lejanamente aristocrático incluso cuando se bajan los pantalones y hacen sus necesidades a la vista de todos en el parque que hay cerca de mi casa.

¡Toca aquí para hacerte del Club Democresiano! Hay cosas bonicas

Hace poco, mi mujer asistió en el parque a una escena inaudita y penosa. El mendigo más viejo paseaba al perro del matrimonio abstraído en sus, sin duda, serias cavilaciones. De repente y por sorpresa, otro perro se le acercó airado y ladrador y empezó a morderle y arañarle la parte baja de sus deshilachados pantalones. Mi mujer sintió la amenaza a la que se enfrentaba porque el perro, ni grande ni pequeño, estaba furioso y había perdido por completo el sentido de las formas. Aunque solo fuese la cortesía debida al can del mendigo, que, asustado, se había refugiado detrás de un árbol y contemplaba la escena con horror.

Lo inaudito y penoso es que el dueño del perro ladrador y mordedor no hizo nada, absolutamente nada para detener a su mejor amigo, como si este la hubiese tomado con un objeto cuya falta de animación y vitalidad justificaba cualquier desafuero. El mendigo, haciendo gala de su antigua estirpe centroeuropea, pues, a buen seguro, era un descendiente de los santos bebedores que pueblan de leyendas la mejor literatura del alma, permaneció impasible, no dijo nada y, cuando el obstinado animal lo dejó por imposible, lanzó un silbido y siguió paseando en compañía de su acobardado compañero.

El mendigo más joven ha llenado de ropa, mantas y comida la entrada del local que fue banco una vez. Y, al ocuparlo con sus enseres, ha creado su pequeño hogar en el mundo. Pues lo tiene acicalado incluso para recibir visitas. Un día por la mañana, cuando marchaba al trabajo, lo vi departiendo entre risas con otro joven mendigo mientras tomaban algo innominado de dos tazas cuya suciedad brillaba en la distancia. Otro día, también de mañana, cuando iba con mis hijos dando un paseo a ninguna parte, lo volví a ver en jubilosa conversación con el mendigo más viejo. Los dos esbeltos y elegantes, sucios y parsimoniosos, con barba descuidada y ojos claros, de bella transparencia. El banco desheredado los acompañaba en su inaudible conversación como una reliquia financiera de tiempos promisorios. Y ellos, concentrados en sus palabras, paladeando el líquido inmundo de sus tazas incomprensiblemente humeantes, parecían encarnar el destino que espera a las vacuas promesas de nuestro presente.

Recordé, entonces, que mi mujer volvió a cruzarse con el mendigo mayor días después de la penosa escena del perro. Pasó a su lado callada y absorta en las tribulaciones de su jornada laboral. Aquel le dirigió la palabra en un español entrecortado que sonaba como un vals vienés. Le dijo: “hay que hablar, hay que hablar para ser feliz. Dios nos ve. Entre nosotros y el cielo, no hay nada y yo soy feliz”.

Los dos mendigos pelirrojos hablaban en su renacido hogar y, al hablar en aquel espacio trastornado por la crisis, eran felices. Quizás porque conversaban sintiéndose seguros bajo la mirada de un sheriff que, de haber asistido al desafuero del parque, hubiese detenido ipso facto al dueño del perro debido a su clamorosa falta de humanidad. Por cierto, el actor que interpretaba al sheriff era el más famoso salteador de bancos y bolsas: Ronald Reagan. Otro inolvidable mendigo de este mundo sin patria.

Pincha o toca la imagen para suscribirte a nuestra newsletter

Luis Gonzalo Díez (Madrid, 1972) se dedica a la enseñanza y a emborronar más páginas de las debidas. Sus gustos y aficiones son tan convencionales y anodinos que mejor no hablar de ellos. Le interesa, más que la política, el pensamiento político. Y ha encontrado en la literatura el placer de un largo y ensimismado paseo a ninguna parte. Ha publicado "Anatomía del intelectual reaccionario" (2007), "La barbarie de la virtud" (2014) y "El viaje de la impaciencia" (2018).

Lo último de Pobreza e inmigración

Ir al inicio
A %d blogueros les gusta esto: