Mucho me temo que hay cosas que pasan sin hacer ruido, como si fueran invisibles, durante todo su trayecto vital. Y mucho me temo que hay personas a las que les sucede algo parecido: su vida ha quedado desenlazada de la del resto de sus conciudadanos, su presencia en este mundo parece no afectar en nada a la de los demás. Somos capaces de pasar a su lado sin percatarnos de su situación de extrema debilidad y soledad.
A finales de 2017 la Fundación del Español Urgente (Fundéu) decidió que “aporofobia” iba a ser entronada como la palabra del año –pienso ahora en la cantidad de palabras existentes, y se me ocurre que probablemente no conozco una competición más difícil de ganar que esta. Aporofobia, pues, que no es otra cosa que “el miedo a las personas pobres o desfavorecidas”, según nos informa la RAE apoyándose en la etimología de la propia palabra.
Les confieso que me alegro de la decisión de Fundéu. Porque ha sido necesario mucho tiempo y trabajo de muchas personas para poder poner nombre a este fenómeno que, desde luego, de novedoso tiene poco. Es esencial nombrar para dotar de visibilidad a las cosas, y si bien existen miedos fundados sobre la posible parte negativa que tiene hacer común el uso de esta palabra (bien recogidos con anterioridad en esta misma revista), considero que concretar una palabra para este fenómeno particular va a ayudar a profundizar en la reflexión y trato hacia estas personas “pobres” en todas las dimensiones (social, política, filosófica…).
Con todo, quería detenerme un momento más en la palabra y en su universo: estamos hablando de un escenario de fobia, de un escenario de miedo. Y miedo no es lo mismo que rechazo, una actitud que está mucho más extendida y admitida en la conciencia social. Pocos serán quienes nieguen, por su carácter flagrante, la existencia de rechazo a las personas sin hogar o a las personas que piden en las calles. ¿Pero miedo…? En efecto, lo que resalta la palabra es que hay una sombra de temor hacia este sector de la población. Miedo, por ejemplo, a dejarles entrar en el círculo social, a reintegrarles en el circuito; o miedo a que en algún momento podamos encontrarnos en esa situación que deseamos tan lejos de nosotros.
El miedo a la pobreza se agudiza mucho en nuestra sociedad del espectáculo, en la que los “pobres” tienen un pésimo papel. En una sociedad en la que mostrar es decenas de veces más relevante que ser o tener realmente, aquellos que no tienen nada que ofrecer a las cámaras están condenados al olvido o al desprecio. Los sin hogar de nuestras ciudades –ese, el del cajero de debajo de tu oficina– poco tienen para mostrar a un objetivo voraz al que nada satisface. Su escenario es algo que nadie quiere mirar de frente. No somos capaces de mirar cara a cara a las personas sin hogar que se cruzan con nosotros a lo largo de un día cualquiera. En sus ojos hay miedo: no solamente el suyo, sino el nuestro que vemos reflejado en ellos. Su situación es estremecedora, tanto que ni tan siquiera un filtro de Instagram puede arreglarla.
Y el miedo se contagia, mucho más que el sentimiento de rechazo. Se lo contagian los “ricos” a los “pobres” y los “pobres” a los “ricos”. Entre ellos hay un abismo de miedo. Me gusta que el uso de la palabra “aporofobia” se extienda, si eso ayuda a que tomemos responsabilidades sociales tanto como individuos como comunidad. Pero al hablar de aporofobia lo hacemos desde nuestra orilla, desde la de los “ricos”. Etiquetamos el sentimiento desde una dirección clara: el hombre o mujer acomodado que mira al pobre. Sin darnos cuenta que son ellos quienes más miedo tienen: miedo a los “ricos”, miedo a los agresores, miedo a los que les olvidan. Motivos les sobran. Teniendo en cuenta los alarmantes datos –casi uno de cada dos personas sin hogar ha sufrido agresiones verbales o físicas– me sorprende que sigan aceptando nuestros cafés. Y entiendo que, al principio de tratar con las personas sin hogar, haya muchas que incluso duden de la pureza de los alimentos que les ofrecemos.
Ellos, muertos de miedo, siguen sin poder expresar su sentimiento. Para eso no hay palabras ni nadie que las piense. En esto, tal vez, podríamos empezar a poner el acento: que las políticas del cuidado que todos merecemos, sobre todo los más desfavorecidos, se originen en el pensar desde la otra orilla, es decir, poniéndonos realmente en el lugar de los sufrientes.
Yo he tenido la suerte de que algunas de estas personas me han regalado parte de su tiempo. Me han hecho vencer parte de mi miedo y, creo, ellos han vencido parte del suyo. Y tras la experiencia creo urgente llevar a cabo la subversión, también a nivel morfológico. La palabra y la acción deben ir de la mano. Tenemos el deber de restituir el lazo roto entre los “pobres” y el resto de la sociedad. Y no parece mala idea empezar por poner el nombre, no solo a la situación o a la actitud, como han hecho Adela Cortina y otros, sino a cada una de esas personas que sufren en silencio esa condición.