Cuando, dentro de muchos años, un historiador de la moral haga el retrato de nuestra época deberá contar con uno de los documentos más esclarecedores de la misma. Me refiero a esas fotografías de perros perdidos adosadas a un texto que cuelgan de los árboles en los parques de la ciudad.
Yo, que suelo andar despistado mientras paseo a las fieras que tengo por hijos o muevo el cuerpo rumbosamente al ritmo de un chándal pasado de moda y de unas zapatillas zarrapastrosas (que tanta vergüenza me hacen pasar al cruzarme con corredores disfrazados de plusmarquistas, de estridente colorido atlético y medias hasta la rodilla para evitar lesiones), no puedo sino caer en un abismo de conmiseración y duelo compartido al toparme inopinadamente con aquellas caras perrunas, entre joviales y melancólicas, que te miran desde una extraña lejanía.
¿Por qué fieras y bestias, niños y perros nos conmueven tan profundamente en la sociedad actual? ¿Por qué estamos tan indefensos emocionalmente ante tales criaturas? ¿Por qué nuestra implicación con ellas, buena y esmerada, diría que casi profesional, nos impide adoptar una distancia adecuada respecto de lo que, por naturaleza y edad, son?


El perro desapareció a tal hora en tal lugar. Llevaba puesto su jersey favorito. Uno de sus ojos bizquea y el otro es estrábico, lo que acentúa, cómo dudarlo, el desamparo. Es mimoso y juguetón, ni muerde, ni araña, ni amenaza. Además, está enfermo y necesita tomar su medicina. En caso contrario….
A mi lado, las otras dos fieras del parque miran con ojos escrutadores la imagen angelical de la desgracia y sondean, cómo dudarlo, las muchas perrerías que cabría hacer a tan vulnerable criatura. O quizás no pues la más destemplada y lenguaraz de las dos murmura a su hermana algo así como qué mono es.
La corriente de sentimientos que anuda nuestra época nos hace respirar con angustia y temor, mucho temor.
La corriente de los sentimientos que anuda nuestra época nos hace respirar con angustia y con temor, con mucho temor. Miedo a perder al perro, miedo a los traumas que la vida, siempre terca e imprevisible, pueda ocasionar a nuestros hijos.
Antes nos dolía la patria. Hoy la patria que duele se ha reducido a una domesticidad piadosa y banal. Lejos de mí dejar de santificar, como todos, mi pequeña patria del parque, los niños y los perros perdidos. Estos paseos atribulados son la forma secularizada de aquellos viejos rituales públicos de honra a la bandera y al soldado desconocido. Las virtudes antiguas, con su olor a naftalina, se han transformado en los inconstantes valores de una subjetividad emocionalmente asediada. Nada de lo humano nos resulta ajeno porque hasta las bestias han penetrado en el reino común del sentimiento, la compasión y una telescópica filantropía, como la que profesamos a los refugiados.
Este último caso también debería ser objeto de la atención del historiador del porvenir. Pues muestra a qué punto de reduccionismo simplista ha descendido el juicio político en nuestra sociedad. Aunque, por otra parte, necesariamente debería ser así desde el momento en que asuntos de tal calibre histórico como los derechos del hombre y del ciudadano se reducen a una versión extremadamente edulcorada y compasiva de los mismos. Como si nuestra ceguera política proscribiese calibrar esos derechos en otra longitud de onda que no sea la de su autenticidad humanitaria y sentimental. Fuera de esto, cualquier matiz se asume como expresión del ruin e hipócrita egoísmo de los intereses dominantes.
Al igual que con niños y perros, con los derechos hemos caído en el abismo de una afectividad desatada que, aureolada por su irreprochable santidad moral, impide encarar la realidad a través del raciocinio y nos aboca al gesto histérico de la reacción emocional.
Sigo pensando, terminado el paseo, bañados los niños y adormecidos por los rayos catódicos, única divinidad que, en caso de no existir, habría que inventar, en aquel perro perdido en la jungla de asfalto sin su medicina. Me pongo en la piel de su dueño mientras miro a las fieras temperadas por el Gato Cósmico. E, inevitablemente, en un cortocircuito sentimental muy propio de este tiempo aún por historiar, imagino qué sentiría si fuese yo a quien se le hubiese extraviado lo que más quiere en este mundo.
En nuestra época, no existe distancia entre los dos extravíos. Ambos evocan humanamente lo mismo y requieren un mismo acto de empatía, pese a, por decirlo así, la diferencia ontológica entre el hombre y el animal (aunque un niño tenga más de lo segundo que de lo primero); representan una idéntica cuestión emocional, de difícil gestión por afectar a ese ámbito del apego más oscuro, hoy turbulentamente divinizado, que es lo doméstico. Ámbito, podrá decir el futuro historiador, de una humanidad empática y bienintencionada, comprensiva y tolerante, pero a la que, desnortada por la esfinge de un sufrimiento proteico, le cuesta entender que comprender al otro no significa diluirse en el otro. Ya que, entonces, la pena, muchas veces trasunto de lo que antes se llamaba falsa conciencia, se convierte en el faro de la buena fe y la solidaridad. Las cuales poco tienen que ver con el ejercicio de la razón, único medio de realizar las discriminaciones pertinentes y establecer los cauces para remediar, que no solucionar, lo remediable. Y ello, si esa razón es severa consigo misma y no pretende hacer demagogia, con la conciencia de que puede haber factores imprevistos que obliguen a replantear todo el asunto. El cual siempre tendrá un carácter indeterminado y estará rodeado por unos imponderables que, a pesar de nuestra implicación sentimental, lo hacen inmune a nuestra voluntad. Por lo que, en un sentido estoico, debemos asumir un límite en nuestros esfuerzos por mejorar las cosas y, en un sentido escéptico, ser precavidos respecto de cómo, en ocasiones, las mejores intenciones empeoran aquello que aspiramos a sanar.
En la perspectiva del dolor emocional, todo vale y pesa lo mismo, anulando la posibilidad de una comprensión matizada, más que empática, realista y prudente de las desgracias ajenas. Es decir, una comprensión mínimamente distanciada que no nos obligue a adentrarnos en el túnel de la piedad peligrosa, tan lleno de contraindicaciones, y que nos permita mantener a salvo nuestra posición de evaluadores de un problema. Posición que se derrumba al exigírsenos desaparecer, como acto de voluntad humanitaria, en las cimas de la desesperación. Rito de iniciación en el ceremonial colectivo de lo políticamente correcto, de la división de la realidad entre ellos, los desalmados, y nosotros, los emocionados.
Esa brigada de dueños de perros perdidos y padres acogotados por un sentido enfermizo de la responsabilidad que, al igual que otros grupos contemporáneos con los sentimientos a flor de piel, ofrece un campo inmenso de actuación a los cortesanos del pueblo o, como diría el viejo anarquista, a los proxenetas de la libertad.
Nada mejor que una ciudadanía avasallada por las emociones que deparan la crueldad y la injusticia en el desquiciado mundo actual para que los rentistas de las desgracias ajenas saquen el máximo provecho.
Si todo se reduce a una cuestión emocional, cómo vamos a establecer las oportunas jerarquías ontológicas entre la bestia y el hombre, entre el amor y el cuidado de los hijos y la terrible, por amedrentadora y exigente, religión de los hijos, entre la compasión y el juicio, entre el sufrimiento infinito que causan las crisis, las guerras o las catástrofes naturales y los medios finitos de que disponemos para remediarlo.
Lo que se nos pide no es comprender los problemas sino identificarnos con las emociones que desatan. Da lo mismo por lo que uno sufra, hay que compadecerse y renunciar a los matices.
Lo que hoy en día se nos pide no es tanto comprender los problemas como identificarnos con las emociones que dichos problemas desatan. Desde el momento en que el balance de cualquier situación se torna un asunto de empatía, las diferencias entre unas y otras situaciones resultan anegadas por la ola sentimental que las unifica en el imaginario de lo público. Da lo mismo por lo que uno sufra o padezca. Si existe sufrimiento y padecimiento, hay que compadecerse y renunciar a introducir esos matices ominosos para la sensibilidad actual que consisten en ir más allá de la emoción y evaluar la entidad real del problema.
Antiguamente, la relación jerárquica y ontológica entre las criaturas estaba trabada por la gran cadena del ser, donde cada una de ellas tenía asignados un lugar y una función, una esencia propia y característica. El relativismo actual ha hecho explosionar cualquier atisbo de aquella cadena y lo ha disuelto todo, dado que no hay realidades fuertes, trabadas y jerarquizadas, en la gran noche de las emociones, donde todas las realidades tienen el mismo y ofuscado color subjetivo.
Cuando los niños abandonaron el salón tarde como siempre, pues la tele es suya y de nadie más, y aún trataba de digerir su tono faltón y retador, se me ocurrió llamar al número de teléfono que aparecía bajo la foto del perro bizco, enfermo y desaparecido. No porque supiese nada de él, sino para compartir con su dueño la pena del extravío y la angustia por las medicinas. Marqué los números y una voz de ultratumba preguntó quién era. Yo, completamente superado por la situación en que ridículamente me había puesto mi desamparo paternofilial, solo me atreví a susurrar:
Llamo por lo del perro, ¿no tendrá usted hijos?