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Pasolini: la educación y un sinceramiento necesario

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Se podría decir que había perdido la fe en Democresía. Tanto artículo rimbombante sobre política exterior me había desinflado hasta el suelo y cuando ya sólo esperaba morir y que recojan mis pedazos llega Luis Gonzalo Díez y arroja una bomba de sentido común sobre los alegres suicidas de la educación actual, pomposos adolescentes que con sus cátedras e informes pretenden adelantar el fin del mundo.

Espoleado por su valentía, me gustaría arremeter a mí también contra los PISA y los OCDE, los Bolonia y los profetas de las habilidades y competencias. La “memorística” y la “educación tradicional” son según los expertos estrategas de la educación, los más repugnantes enemigos de la innovación, la creatividad, el trabajo en equipo, la felicidad garantizada, la posibilidad de trabajar en Amazon, etc.

¿Para qué emplear la memoria cuando tienes Wikipedia al alcance de la mano? Pobre memoria, la han confundido con un pendrive. Y el profesor de hoy debe colgar su chaqueta de coderas y arremangarse la camisa para hacer coaching con sus alumnos, los clientes-protagonistas.

En realidad, no tengo nada en contra de la educación basada en el aprendizaje de habilidades y competencias. Sí tengo reparos con el optimismo roussoniano con el que las nuevas propuestas vienen embadurnadas. Y también una ligera sospecha ante la falta de norte.

Quienes promueven desechar la enseñanza tradicional lo hacen principalmente a partir de las necesidades que trae consigo la globalizante sociedad del conocimiento que nos habita hoy. La economía del conocimiento que le viene aparejada exige prestidigitadores de información, versados en el arte del saber-hacer.

 

¿Cuál es el fin de la educación? No es una pregunta que interese plantearse a quienes deciden la educación, a los consumidores del producto educado.

 

¿Cuál es el fin de la educación? No es esta una pregunta que interese plantearse o responderse, como se puede leer en aquellos que deciden la dirección de la educación, me refiero a los consumidores del “producto educado”  (Por ejemplo, esta nota de El Mundo).

Al final, todo el saber actual sobre la educación se concentra en la optimización de los medios, derivando el fin de la educación de su elemento pragmático, pero a la vez, reduciendo lo pragmático a las necesidades de la economía del conocimiento. ¿Cuántas cosas no se dejan fuera? Hoy más que nunca se echa en falta voces críticas, feroces como relámpagos. Voces como la de Pier Paolo Pasolini.

 

El ensayo inacabado de Pasolini

Cartas luteranas (Trotta 1997) reúne los últimos artículos de Pasolini como crítico social. ¡Qué frescura! El genial italiano habla con una franqueza terrible. A nosotros, que somos tan buenos, nos espanta leer por ejemplo, que la culpa que nos constituye como sociedad es acatar “la idea de que el peor de los males del mundo es la pobreza, y por tanto la cultura de las clases pobres debe ser sustituida por la cultura de las clases dominantes(p. 16).

Entre los textos que reúnen las Cartas, encontramos Gennariello, un tratadito inacabado de pedagogía que bien podría incluirse entre los documentos que engullen los decididores del destino educativo. Allí por ejemplo, Pasolini habla de la primera educación, ante la cual los discursos y pretensiones resultan impotentes: “Tus fuentes educativas más inmediatas son mudas, materiales, objetuales, inertes, meramente presentes. Hablo de los objetos, de las cosas, de las realidades físicas que te rodean” (p. 31). “La educación que a un muchacho le dan los objetos –en otras palabras: los fenómenos materiales de su condición social –convierte a ese muchacho al mismo tiempo en lo que es y lo que será durante toda su vida. Es su carne la que es educada como forma de su espíritu” (p. 34).

Otra de los costados de la educación que Pasolini pone sobre la mesa es el rol que juegan los adolescentes como educadores de sí mismos, los unos de los otros:

Ellos desautorizan  tanto a la familia como a la escuela. Convierten a padres y maestros en sombras balbuceantes. Y para conseguirlo no necesitan hacer grandes esfuerzos (…) Para destruir el valor de cualquier otra fuente educativa les basta con estar ahí; con estar ahí tal como son” (p. 47).

Lo que llama la atención de esta fuente educativa es el poder de coacción que ejerce:

Saben refinadamente cómo hacer sufrir a los de su edad; y lo hacen mucho mejor que los adultos, porque su voluntad de hacer sufrir es gratuita: es violencia en estado puro. (…) Su presión pedagógica sobre ti no conoce persuasión ni comprensión, ni forma alguna de piedad o de humanidad. Sólo en el momento en que tus compañeros se convierten en amigos muestran quizá persuasión, comprensión, piedad y humanidad; pero los amigos son, como mucho, cuatro o cinco. Los demás son lobos, y te emplean como cobaya sobre la que experimentar su violencia y con la que confirmar la bondad de su conformismo”.

Gennariello es tremendamente actual y el diagnóstico que Pasolini hace sigue conservando su vigencia (la sociedad del consumo, la pérdida del sentido histórico, los que viven “pero deberían estar muertos”, etc), pero la idea a mi modo de ver más lúcida que transmite sobre la educación y los educadores se resume en una frase, en la que vincula la educación al hecho de compartir la vida. Al hablar de los profesores los llama deseducadores, pero deja abierta una posibilidad:

Si, en cambio, te ha educado alguien, sólo puede hacerlo con su ser, no con su habla. O sea: con su amor y su posibilidad de amor” (p. 32).

Gennariello quedó incompleto, como la vida sustraída con violencia de su autor. Recordarlo, volver sobre sus encendidas páginas resulta vigorizante para quienes educan hoy y no desean unirse al desfile entusiasta de los esquemas salvíficos y los métodos incuestionables.

Nací en una cloaca de convento del Siglo XVI. Así como el nauseabundo pescado despertó un olfato hiper-sensibilizado en Jean-Baptiste Grenouille, la relajación en la vivencia de la Regla de aquellos monjes despertó en mí una brutal intolerancia por las variadas formas del alma moderna. Reaccionario implacable, soy seguidor del cardenal Cayetano y Donoso Cortés. Me enloquecen las salchipapas, símbolo del imperio Español, y me pierde mi devoción por Mourinho.

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