Esta semana se celebra el “World Pride 2018“. Lo que hasta la ocupación por la fuerza de los anglicismos llamábamos, sencillamente, la fiesta del orgullo gay.
Marquesinas, banderas, pegatinas, camisetas… Ni siquiera a Netflix o a YouTube se le ha pasado por alto esta cita y han puesto sus arcoíris junto a su logotipo; que no quepa ninguna duda de su apoyo a la causa.
No llama especialmente la atención que una cadena autonómica retransmita el evento e, incluso, disponga de su propia carroza en el desfile, que empresas culturales se posicionen claramente (cuando en su política de usuario se manifiesta la no distinción entre sexo, raza o condición sexual) en favor de un colectivo social con una identidad sexual en particular; incluso no debería llamarnos la atención que durante estos días se haga una rueda exhaustiva de conocimiento global sobre la tendencia sexual de las celebridades y de todos los que usamos las redes sociales en formato de encuestas extravagantes y un tanto estúpidas.
En realidad, si nos enfrentamos con cierta indiferencia a lo nuclear del evento y vamos con espíritu crítico para indagar en determinadas conductas sociales, lo que nos tendría que llamar la atención de la fiesta del orgullo gay es que, en realidad, no se celebra nada gay. Al menos no como epicentro. Se celebra el orgullo. El orgullo de algunos y algunas (instituciones) por ser unos orgullosos. De manifestar un “exceso de estimación hacia uno mismo y hacia los propios méritos por los cuales la persona se cree superior a los demás”. Un ejercicio de vanidad colectiva que marca una paradoja. La reivindicación a través de la purpurina y el cubata en mano de la igualdad y derechos termina por convertirse en algo tremendamente desigual.
En primer lugar, por la exclusividad de los estrictamente implicados. Un 6,9%, según el estudio de Dalia, se considera dentro del colectivo LGTBI. Número por el cual se ha legislado en la mayor parte de comunidades autónomas ejerciendo una discriminación positiva en materia de derechos y educación contra centros concertados, médicos, psicólogos, psiquiatras y funcionarios públicos que tengan algo que opinar sobre la conducta de quien se considera homosexual. Leyes que a su vez nos llevan a otra paradoja mayor si cabe. Se ha legislado a favor de la igualdad de un colectivo que era tratado distinto y que ahora al estar “dopadas” de coberturas y proteccionismos, son distintos, diferentes, desiguales. Aquellos que otrora reivindicaban ser igual que el otro ahora están un peldaño por encima.
En segundo lugar, porque como recogía Chema Medina hacia estas fechas hace dos años, los derechos reivindicados, en las democracias europeas, están garantizados y reafirmados; hecho que debería ser recordado con frecuencia por los colectivos implicados, que deberían esforzarse algo más en quitar el carácter belicoso con el que durante los últimos meses se han manifestado, empañando el debate público y la convivencia, dando con sus mensajes y proclamas una falsa sensación de persecución y paranoia por una parte, mal identificada, de la sociedad española.
El orgullo gay se ha convertido en una anécdota para recopilar un conjunto de corrientes oportunistas (y orgullosas) que poco o casi nada comulgan con los “valores” de la multicolor.
La idea aquí propuesta no es un juego de palabras al uso. Tampoco se trata de deslucir una fiesta sujeta al contexto actual, de manifestación vertiginosa de las emociones donde uno debe dejar claro en cada momento con su vestimenta, sus comentarios y sus actos lo que es y deja de ser, lo que le gusta y deja de gustar, con quién se acuesta y se deja de acostar.
Sencillamente, este escrito trata de indicar que el orgullo gay se ha convertido en un vale anecdotario, en un peaje de juerga y manifestaciones, para recopilar un conjunto de corrientes oportunistas (y orgullosas) que poco o casi nada comulgan con los “valores” de la multicolor. Más bien ven el tirón de lo políticamente correcto, de la visibilidad del acontecimiento, como ocasión inigualable para promulgar su política o su imagen de marca. De exaltarse a sí mismos. De demostrar que, con cada tema, pueden caer siempre de pie y siempre tienen algo que decir.
Quede claro. Mis respetos a aquellos varones de edad pronunciada que durante unos días deciden sacar sus ombligueras y pelo oxigenado a la calle. Mis aplausos a las drag queen que aprovechan la ocasión para sacar modelitos de primer nivel por el empedrado de Chueca. Cada cual que se sienta con la libertad de disfrazarse como considere oportuno.
Más bien: ayuntamientos, comunidades autónomas, medios locales y plataformas de ocio universales; que buscan colgarse detrás de esta bandera una reivindicación que de por sí, aquí y ahora, es innecesaria. Maticen su presencia institucional, apoyen y favorezcan un diálogo fluido entre los que piensan diferente, muestren todas las realidades que confluyen sin resaltar y edulcorar unas por encima de otras, reconozcan la aportación de las bondades (sin exageraciones) del evento en cuestión, propongan marcos de convivencia sin discriminaciones de ningún tipo donde el odio no esté presente, donde se naturalice el ocio de todos los colectivos siempre y cuando se respete la libertad del otro y la ley.
En definitiva, que no haya tanto orgullo de ser distinto por ser distinto sino que se pueda estar orgulloso de poder vivir en igualdad de condiciones con el otro en un marco que nos garantice nuestro pleno desarrollo.
Este texto es una revisión del artículo publicado hace justo un año en esta misma página.

