Hay una generación española de hombres y mujeres de letras de una calidad humana y literaria difícilmente igualable. La historia los ha aglutinado a todos bajo el nombre de la “generación de plata”, quizás en injusta comparación con aquellos del “siglo de oro”. Dentro de esa generación hay una mujer que brilló con luz propia. Erudita, experta en sus hermanos de aquel siglo aúreo, luchadora por la unión de las Américas y feminista, Blanca de los Ríos fue una mujer destacable.
Nació en Sevilla en 1862 y se crió en un ambiente de cultura que la impregnó de una delicada sensibilidad por las artes, la literatura y la política. Con quince años, tras la prematura muerte de su padre, se trasladó a Paris, donde vivió dos años antes de ir a vivir a Madrid, donde se casó y se instaló definitivamente.
Aun hoy, aunque injustamente poco conocida, se conocen y valoran sus estudios históricos sobre literatura, destacando por encima de todos sus trabajos sobre Tirso de Molina. Fue también dramaturga, poetisa, escritora y ensayista, y dedicó gran parte de su actividad a fomentar la unión de América y España.


El diario ABC encargó a de los Ríos, recién entrado el año de 1927, un balance de la situación de la mujer en 1926. Su preocupación, diríamos que casi obsesión, fue la unión cultural de América y España y vio, con intuición poética, que ese acercamiento entre dos mundos pasaba necesariamente por la vida de la mujer. Esta afirmación iba acompañada de la profunda convicción de que la mujer iba ocupando un puesto cada vez más notable en la vida pública, lo cual lo atribuía a un “movimiento evolutivo”.
La presencia femenina era cada vez mayor, según Blanca, en la pedagogía, en la beneficencia y en la literatura, pero también, y esta era una novedad singular, en la vida “administrativa y municipal, en la jurídica y forense, en la científica” e incluso en la sindical. Observaba la sevillana que la mujer, ya en 1926, “organiza plebiscitos, aspira a la representación parlamentaria y alcanza en públicas tribunas triunfos resonantes”. Su caso no era único ni raro, y como ella muchas otras mujeres encarnaban un compendio de exquisita formación, elevada cultura, extremada sensibilidad y una clara vocación por la política.


Blanca de los Ríos no era tibia en algunos de sus juicios y afirmaba con rotundidad que “no puede hablarse de la mujer española como de una colectividad estática, como de una monja laica o de una mora bautizada, reclusa entre las cuatro paredes de casas con dejos de gineceo o de claustro”.
No, la mujer española en el primer cuarto del siglo XX ya despuntaba con fuerza en la vida pública, o al menos esta era la opinión de la autora del artículo. No obstante, advertía al lector de que “no estoy con ese feminismo, ni con el otro, con el que el maestro Cavía llamaría –masculinismo a ultranza-, el de las que adoptan la tonsura, el peinado, el traje y las despreocupaciones varoniles”. Y aquí, y para siempre, junto con muchas mujeres de su generación, se sumaban a una defensa de la mujer que, en absoluto, significaba asimilarse al hombre. “Considero que el remedar y pretender suplantar sistemáticamente al hombre es desfeminizarse y, por tanto, abjurar del sexo, en vez de aceptarlo tal como Dios y la Naturaleza lo hicieron”.
Para ella, si se podía hablar de un feminismo, debería ser aquel que elevase y conservase a la mujer en la cumbre más alta, allá donde lo situaron en nuestra historia “una reina y una escritora”, Isabel y Teresa de Jesús. No obstante, sí veía rasgos de novedad en el siglo XX. Si bien es cierto que siempre hubo mujeres que destacaron por encima de los demás en todos los ámbitos, Blanca de los Ríos entendía que la novedad de la época residía en que empezaban a ser reconocidas “paladinamente” y en su valor para la vida colectiva. Y destacaba y denunciaba también injusticias seculares contra la mujer, como por ejemplo la redacción del artículo 237 del Código Civil que incapacitaba a la mujer casada para ser tutora, equiparándola con “los ladrones, los estafadores, los corruptores de menores y los penados”. Esto era inaceptable y fue objeto de su lucha, increpando incluso en sus escritos al jefe del Gobierno.
La discriminación legal y la desigualdad de oportunidades, reflejadas en el Código Civil, en el Código de Comercio o en las leyes electorales, no podían ser aceptadas, pues atentaban directamente contra la justicia y la dignidad. La mujer, insistía la sevillana, no era inferior, simplemente se diferenciaba del hombre, gracias a Dios, en algunas cosas. Para ella, lo que da valor a la mujer es “la potencia sentimental, esa llama de fe y de amor que enciende el arte y suscita o impulsa todos los heroísmos, así el subitáneo y épico de las trágicas inmolaciones como el anónimo y humildemente sublime que informa la cotidiana vida de familia, de religiosidad y de trabajo”.
La mujer, por aquel entonces, ya empezaba a ingresar en la Universidad y, según ella, aumentó de 36 en 1910 a 533 en 1925, crecimiento que, de ser verdad, denota un aumento exponencial y una tendencia llamativa. También participaban de ese crecimiento las obras femeninas dedicadas a la enseñanza, la sanidad y la caridad. Pero esto no ocultaba dos serios problema para Blanca de los Ríos, “el fomento de la instrucción y la defensa de su depreciado y duramente explotado trabajo”. La situación laboral de las mujeres más desfavorecidas seguía siendo muy preocupante y la autora muestra la necesidad de seguir luchando por su mejora. Destaca numerosas iniciativas, pero también señala que aun hacía falta un gran esfuerzo.
En su balance final resalta a muchas mujeres contemporáneas hispanoamericanas que destacaban ya en sus campos, como Sofía Casanova, Salomé Nuñez y Topete, Margarita Nelken, María de Perales, Angélica Palma, Alfonsina Storni, Juana de Ibarbouru, Gabriela Mistral o Luisa Luisi, entre otras muchas que se molesta en enumerar en su artículo.
Y así, de este modo, simplemente señalando lo que sucedía, lo que había y lo que faltaba, se permitía concluir que, “reconocida cual es nuestra mayor fuerza, el alma de nuestras mejores obras, no malgastemos tiempo y energías en procurar ser los otros, seamos nosotras mismas”.

