Pocos espectáculos llenan el alma de gozo como la estampa que ofrece el monasterio de Leyre, que se alza victorioso sobre el embalse de Yesa, en Navarra, enclavado en la sierra de Errando, y custodiando a los peregrinos del camino de Santiago aragonés. En esa mágica balconada los monjes benedictinos elevaron un monasterio y una iglesia que es, hoy en día, una de las joyas del románico más auténtico y mejor conservado de la península ibérica.
Entrar en esa Iglesia te traslada a un pasado remoto que la historia quiere condenar a la negrura de las sombras, pero que no hace más que iluminar el alma. En ese templo medieval fui hace un puñado de días el espectador asombrado de un pequeño milagro social: la imposición del hábito benedictino a un fraile del monasterio. Era un monje navarro. Mientras un organista rotundo -con mejor intención que acierto- hacía retumbar los bancos de la Iglesia con El Mesías de Haendel y Tocata y Fuga de Bach (dónde ha quedado ese bellísimo canto gregoriano), la comunidad católica allí presente animaba al nuevo monje con sus rezos y su participación en la liturgia.
Entre las muchas oraciones que se hicieron ese día hubo una que me llamó la atención de forma muy particular. Decía algo así como: “te pedimos, Señor, que concedas a éste, tu siervo, la fuerza para obedecer siempre tu Voluntad en la obediencia a la Regla de San Benito, y que en ella encuentre el camino de la verdadera libertad”. Parafraseo, pero no demasiado.
En seguida me acordé de una de esas famosas citas del buen Chesterton:
“The man of the true religious tradition understands two things: liberty and obedience. The first means knowing what you really want. The second means knowing what you really trust” (G.K.’s Weekly). (El hombre de verdadera tradición religiosa entiende dos cosas: libertad y obediencia. La primera significa saber lo que realmente quieres. La segunda significa saber en quién confías de verdad).
Libertad significa saber lo que realmente quieres, obediencia significa saber en quién confías.
El buen monje navarro no parecía estar consumido por el dolor de la prueba. Si acaso parecía un hombre convencido y un hombre feliz. Y a eso me refiero cuando algo digo que se trataba de un milagro: no por el hecho de que la obediencia y la libertad sean raramente tomadas como hermanas, sino porque aún existen hombres capaces de comprender la gran paradoja de que entregar la propia libertad es el mayor acto de libertad, y que no significa perderla para siempre, sino recuperarla por entero.
Parece un juego de palabras, pero no es así. Cuando llegó el momento en la misa para el abrazo de la paz, el neomonje no lo dudó ni un instante y se puso a abrazar efusivamente, a diestro y siniestro, a todos los monjes y frailes que lo acompañaban, al abad mitrado que oficiaba la celebración con gloriosa solemnidad y a los acólitos. Nadie estaría tan feliz porque le hayan quitado la libertad. No si se encuentra en su sano juicio. Y creo que nadie tiene el juicio más sano que un monje de San Benito. El hecho, además, de que abrazara con entusiasmo –en el sentido más genuino del término– a todos sus hermanos y al solemne abad, denota con claridad que su confianza se extiende desde Dios, a quien ha entregado su vida, a sus hermanos monjes, que son la manifestación de Dios en su comunidad.
Cuando el hombre religioso pone en manos de Dios y de sus superiores su libertad por medio del voto de obediencia, no lo hace por un afán supremo de irresponsabilidad, sino como el acto de mayor responsabilidad posible. Y cumple, en el fondo, con dos grandes verdades que sabe todo buen caminante: desde lo alto se ve mejor que desde abajo, y el que tiene la mirada siempre gacha mientras camina se chocará del mismo modo que el que no deja de mirar al cielo.
Chesterton desmenuza esta paradoja con una imagen de sublime sencillez:
“According to most philosophers, God in making the world enslaved it. According to Christianity, in making it, He set it free. God had written, not so much a poem, but rather a play; a play he had planned as perfect, but which had necessarily been left to human actors and stage-managers, who had since made a great mess of it”. (Según la mayoría de los filósofos, Dios, al hacer el mundo, lo esclavizó. Según el cristianismo, al hacerlo, lo liberó. Dios ha escrito no tanto un poema, cuanto una obra de teatro; una obra de teatro que planificó a la perfección, pero que ha sido necesariamente dejada en manos de actores humanos y directores de escena, que han hecho con la obra una enorme chapuza).
En definitiva, el monje navarro seguramente se habrá asombrado contemplando la belleza de la creación y los gestos de amor y de bondad a su alrededor, y se habrá asustado frente a la acción del mal. Como cree en Dios, en seguida habrá comprendido que Dios es el gran genio artístico que crea, con cariño, casi con mimo, la mejor obra de teatro que es el mundo y que es la historia. Los hombres, esclavizados por el pecado y por el mal, se han revelado contra Dios y han querido seguir su propio guión. Un guión nefasto además de poco original.
Así, el monje, ha decidido abandonar el mundo falso, dirigido por los guionistas más chapuceros y ha querido convertirse en un actor que cumple a raja tabla el papel que Dios le ha dado. Y lograr, así, que la obra de teatro sea la más perfecta. En este caso –y esto lo sabe cualquier hombre religioso– como la visión de Dios es inefable, el abad –el superior religioso, como lo fueran en otro tiempo los sacerdotes o los profetas– es el maestro que debe guiar, cual Gandalf o Dumbledore, de la santidad, a su comunidad en el cumplimiento de esta voluntad divina.
¿El final de la historia? Un hombre se ha hecho fraile y se ha encerrado en un monasterio, en la celda de la obediencia, la pobreza y la castidad.
Que se entere todo el mundo: un monje de Leyre se ha liberado.