Comenzábamos un artículo anterior a este evocando una escena que Saint-Exupéry describe en Carta a un rehén: la de los refugiados franceses huyendo de la invasión germánica y prestos a partir hacia Estados Unidos desde el puerto de Lisboa.
Decía entonces Saint-Exupéry que a aquellos hombres (entre los que sin duda se encontraba él mismo) les faltaba “densidad”, no por su estado de ánimo, por los sufrimientos pasados, por la tristeza de la despedida o por la incertidumbre del futuro. Tampoco por la falta de recursos económicos. Más bien por ser hombres y mujeres descontextualizados, desarraigados, carentes ya del contexto de sentido que les hacía necesarios para los demás. Ni siquiera sus títulos o reconocimientos de la vida pasada tenían sentido, pues siempre que se es alguien se es “alguien para otro”.
Tiene todo el sentido apelar a esta imagen para hablar de lo que quisiera hablarles hoy, pues en cierta manera, ese estadio del refugiado de hace menos de un siglo ha venido a instalarse como ideal de vida en el corazón de nuestras ciudades. Nadie quiere ser necesitado, nadie quiere necesitar.


En el contexto de esta emancipación (puramente ilustrada) reivindicar el vínculo de necesidad, la dependencia, se nos aparece como algo aberrante, inhumano. Lo cierto, sin embargo, es que lo verdaderamente inhumano de la modernidad, la “discapacidad” de los modernos (en expresión de Juan Serrano) consiste precisamente en pretender ser autosuficientes.
Partiendo de la hipótesis saintexupéryana, según la cual, la esencia del vínculo consiste no solamente el acontecimiento del ¡tú también!, sino el grado del ¡ven, te necesito!, dirigimos la mirada hacia aquellos que en nuestra sociedad se presentan como un reclamo permanente hacia nuestra humanidad.
No quisiera faltar al respeto al preguntarme entonces si es posible que el último reducto de humanidad para nuestra generación -esa que ve cómo, por razones que nadie alcanza a comprender, se desmorona el mundo y sus instituciones- puede provenir tal vez de quienes no pueden hacerse la ilusión de ser independientes, y se ven forzados, por las causas que fueran, a incomodarnos con sus ruegos recordándonos quienes somos.
Ellos son nuestro auténtico tesoro, nuestra oportunidad de salvación, no solamente moral, ¡también política! Son nuestra auténtica oportunidad de comunión, por encima de todas las diferencias. Son el recordatorio permanente de que, más allá de la libre competencia, de la libertad de elección, del afán de diferenciación y de tantas libertades como presuntamente tenemos, hay un lugar para nosotros en la sociedad que es solamente nuestro, y que es precisamente aquel que se nos aparece ante la conciencia cuando nos enfrentamos al ruego del necesitado.

