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Mientras el aire es nuestro

En Asuntos sociales por

Algunos querrían prolongar el verano por los siglos de los siglos. No es mi caso. Ya finalizado el rodaje del inicio del curso académico y político, todo está en marcha para algo nuevo. La arena, el calor, la ociosidad, quedan reducidos a lágrimas en la lluvia, y del verano sólo cabe preservar, si de ello hemos gozado, la capacidad tan valiosa de disfrutar de cada momento.

Con el otoño empiezan toda clase de cursos. Las primeras lluvias de septiembre dan inicio a la berrea, y ello es prácticamente acontecimiento inaugural de la temporada de caza. En los bosques comienza un ciclo de vida que se manifiesta, entre otras muchas formas, en la recolección de las setas (en la medida en que las lluvias lo permitan). En mi caso guardo cálidos recuerdos de largos paseos entre los pinares en busca de níscalos –sin la mala compañía de ninguna clase de dispositivo electrónico–, con el ánimo de regresar junto a la lumbre, en un tiempo donde el frío preludia el invierno y la luz y el calor cada vez son más preciados.

El tiempo que pasa siempre da la razón a aquellos que confían en los ciclos, que creen en las etapas, en el sometimiento al orden natural de las cosas. Vivir radicalmente el presente implica una apertura al cambio, que no es la mutabilidad del ser de las cosas, sino precisamente la aceptación del destino, de todo cuanto viene. Esto, lejos de condenar al individuo al inmovilismo, le empuja a amar la realidad y atender a sus dones.

Vivir radicalmente el presente significa aceptar cuanto viene, amar la realidad y atender a sus dones.

El tiempo que pasa siempre defrauda, por supuesto, a aquellos que son presa de un voluntarismo vacuo, cuya energía dura lo que dura la propia inercia. En este último no prima lo que sí prima en el primero, que es la libertad. Libertad no como ausencia de obstáculo, sino como ser en cada momento, en cada instante. Libre es el que es capaz de ser él a la hora de coger los cubiertos o acometer cualquier tarea, de estar en cualquier lugar él mismo. Que entiende que, como un Faetón, tiene que dominar sus caballos desbocados para evitar así la tragedia. A este respecto señalaba Antonio Escohotado, aludiendo al binomio clásico (palabras que yo suscribo), que la vida es tener límites, y que libertad sin responsabilidad es un fraude.

Límite es también la venida del otoño. Todo cuanto acontece viene de fuera y de forma ajena al individuo. Los caducifolios pierden sus hojas, y se resignan a las fuerzas de la naturaleza, y el hombre en el otoño reconoce las imágenes de sus propios límites, de sus propios anhelos, y acoge la esperanza de lo que se le dispone delante de sus ojos.

Nadie mejor que Guillen, en su celebérrimo poema, ha dado vida a esta gran intuición que tengo y que tan pobremente yo reduzco a palabras. Así, le dejo hablar:

Respiro,
Y el aire en mis pulmones
Ya es saber, ya es amor, ya es alegría,
Alegría entrañada
Que no se me revela
Sino como un apego
Jamás interrumpido
—De tan elemental—
A la gran sucesión de los instantes
En que voy respirando,
Abrazándome a un poco
De la aireada claridad enorme.

Vivir, vivir, raptar —de vida a ritmo—
Todo este mundo que me exhibe el aire,
Ese —Dios sabe cómo— preexistente
Más allá
Que a la meseta de los tiempos alza
Sus dones para mí porque respiro,
Respiro instante a instante,
En contacto acertado
Con esa realidad que me sostiene,
Me encumbra,
Y a través de estupendos equilibrios
Me supera, me asombra, se me impone.

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