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O la familia o un máster para aprender a mascar chicle

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Es curioso cómo puede ser tan mal utilizado un producto tan cotidiano y común. En el autobús, en la oficina, en la biblioteca, en la consulta del médico… Su pequeño tamaño y facilidad de transporte, la sencillez de su mecanismo de acción, la posibilidad de poder usarlo y seguir teniendo las manos libres para realizar cualquier otra actividad o su efecto refrescante cuando se ha olvidado el cepillo de dientes, son algunas de las características que vuelven tan popular al chicle.

Y aunque pueda parecer increíble que haya tantas personas que no sepan mascarlo correctamente (¡si hasta la caja que lo contiene necesita más instrucciones para encontrar el “abre-fácil”!), es esto un hecho establecido. Son distintas las variantes de mal-uso que pueden encontrarse: el que mastica intentando desgastarse los molares a base de golpes, el que no cierra la boca para que todos puedan percibir el aroma del chicle en cuestión, el que pretende ahorrar en gimnasio a base de ejercitar maseteros, o al que le gusta enseñar al público que le rodea sus incisivos, sus encías, su lengua, y si se lo propone, su esófago y resto de vísceras abdominales.

Cuando me encuentro con alguno de estos seres que desconoce el noble arte del mascar, me pregunto a mí misma si nunca nadie le increpó con un “¡niño, así no se come el chicle!” o un “¡no se mastica con la boca abierta!”. Ese tipo de increpaciones que, en conjunto, van configurando el reglamento no escrito que nos permite vivir en sociedad.

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Porque vivir en sociedad implica tener en cuenta que estamos rodeados de otras personas. Mascar chicle con la boca abierta no puede tener más efecto perjudicial para el individuo en cuestión que un aumento significativo del riesgo de ingerir una mosca despistada o sufrir una dislocación de mandíbula. Pero para los que le rodean, es incómodo y desagradable escuchar el rítmico sonido de sus dientes y saliva en movimiento constante (y más, cuando ni siquiera ofrece uno al auditorio para acompañarle).

¿Debería restringirse el uso del chicle a aquellos que presenten un título que acredite su capacidad de usarlo correctamente? Esta filosófica pregunta se me planteaba el último día que en la biblioteca, un chicle mal masticado durante cuatro interminables horas casi me obliga a cambiarme de sitio. El problema, me contestaba, es que en ese hipotético máster debería también incluirse una asignatura que explicara cómo taparse la boca al estornudar, para no rociar de bacterias al que está enfrente. Y otra que examinara sobre la técnica de sujetar la puerta al siguiente, o dar las gracias cuando es otro el que la sujeta para nosotros. Habrían de incluirse, tal vez, talleres sobre el uso y empleo de pañuelos de papel en lugar de sorberse los mocos, y seminarios en los que se debatiera sobre la modulación del tono de voz y la necesidad de auriculares en el transporte público.

En definitiva: habría de ser un máster que cumpliera la difícil tarea de enseñarnos que la persona que está a nuestro lado es tan importante como nosotros mismos, y que por tanto, merece un respeto por nuestra parte, aunque ello suponga ciertas restricciones en nuestro actuar cotidiano. Obviamente, es esta una tarea de toda la vida, que en un máster sumaría un inabarcable número de horas y presupuesto, haciendo, en la práctica, inviable mi genial idea.

Hasta que me di cuenta de que en realidad, sí que existe una institución que imparte este máster. Una institución algo “demodé“, que pasa desapercibida en la sombra de los temarios y agendas políticas, y que sin embargo, sobrevive a todos los cambios de colores del Congreso. A la que ni se reconoce ni se premia, pero que cuando se la necesita en tiempos de crisis, es la única que funciona (y mejor que nunca). La institución más antigua de nuestra sociedad, común a todas las culturas, y en la que no hay que pagar ninguna mensualidad para saberse acogido. Y es que de eso va la familia. Ese núcleo generador de sociedades, en el que desde el amor a cada individuo se predica el amor gratuito al contrario. En el que el otro cobra forma y ser como una entidad equiparable a la propia, en un clima de cariño y respeto que convierte en natural lo que en otro contexto se aprendería como norma e imposición.

Podrían escribirse miles de artículos sobre la importancia de la familia, y los beneficios que obtendríamos como sociedad si la cuidáramos un poco más. Pero creo que basta con pararse a pensar en lo agradable que sería para todos que nos preocupáramos los unos de los otros un poco más de los que nos rodean, sean o no conocidos inmediatos, en los detalles pequeños del día a día. Tal vez no sea la opción más cómoda a corto plazo. Pero a largo plazo, estoy convencida de que es una apuesta segura. Y desde luego, mucho más factible que conseguir un máster en mascar chicle.

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