El último estudio del Pew Center lo dejaba meridianamente claro: en 2050, la religión islámica (contando todas sus ramas) podría superar por primera vez, en número de fieles, a la religión cristiana (sumando a todas sus confesiones). Una proyección histórica (en el estudio The Changing Global Religious Landscape, 2017) que situaría a dicha religión con más de 3.000 millones de seguidores (reales o teóricos) y el 31% de la población mundial (desde el 24% de 2015 y un 2% más de la proyección realizada ese mismo año); todo ello consecuencia de sus altas tasas de natalidad (casi 2,9 por mil habitantes), el aumento de conversiones (superior ampliamente al resto) y la creciente islamización de países de cultura mayoritariamente musulmana pero de historia secular o con importantes minorías cristianas (de Turquía al Líbano).
Pero estos datos son un simple acercamiento. Las hipótesis más aventuradas señalan que ya es la más numerosa y sobre todo, la más practicada total (ante la amplia confesionalidad de sus países de referencia, y la ausencia de prácticas institucionalizadas al estilo católico o protestante en beneficio de liderazgos diversos y rezos personales) o relativamente, en especial ante la aparente apostasía generalizada en el mundo occidental, en la vida pública y en la práctica privada (quizás atemperada por el renacer de las Iglesias ortodoxas en numerosos países excomunistas o la aparición de las Iglesia evangélicas neopentecostales en América y Asia).
Existen ya 27 estados donde el Islam es la religión oficial y diversas regiones donde ha sido reconocido en los últimos años como tal (Chechenia en Rusia, Aceh en Indonesia o los Estados del norte de Nigeria), así como 23 naciones donde es ya mayoría destacada (determinando en gran medida la política local). Asimismo, es la minoría religiosa más importante en Europa (proyectada hasta más del 10% en 2050), fruto de las continuas migraciones en la zona occidental y de comunidades históricas mayoritarias o relevantes en la oriental (en Albania, Bosnia, Bulgaria, Rusia y Serbia).
Coordinados no siempre pacíficamente en la Organización para la cooperación islámica, han sido países situados, durante décadas, en el bloque de naciones del Tercer mundo o en vías de desarrollo, pero que el siglo XXI se sitúan algunas de ellas entre las principales potencias económicas como Indonesia, Turquía o Arabia saudí (establecidos entre los 20 primeros del mundo en nivel de PIB nominal), y Catar, Brunei, Kuwait o Emiratos árabes (entre los diez primeros en PIB per cápita, siendo el reino catarí el primero en lista realizada por el Banco mundial en 2017).


Conflictos internos e identidad islámica
Pero esta expansión cuantitativa (demográfica y económica) ha generado conflictos entre las diferentes ramas o interpretaciones islámicas en lo referente a la primacía de determinadas creencias o intereses regionales en la construcción de su Identidad.
En primer lugar el originario conflicto entre sunníes y chiíes, entre los guardianes de los santos lugares (La Meca y Medina) y los seguidores de último Mahdi (el duodécimo Imán, de carne y hueso, que regresará al final de los tiempos), entre los árabes de siempre y los viejos persas. Rivalidad surgida en el mismo momento de la sucesión de Mahoma, entre aquellos que defendían la legitimidad de la Sunna (los textos de la comunidad o Umma de conversos que le acompañó desde el principio) y los que reclamaban el linaje familiar mahometano (la sucesión de Alí, primo y yerno del Profeta).
Y en segundo lugar, en el mismo mundo sunní se suceden también diferentes brechas: el wahabismo sunní, como pretendida interpretación hegemónica, literal y ortodoxa (que no cuestiona el poder político monárquico, desde la escuela Hanbalí); el nuevo salafismo, escindido entre los pietistas que quieren “volver a las raíces” e influir en las prácticas sociales sin participar en política, los islamistas que aspiran a regresar a la identificación primigenia entre el Estado y el Islam (progresiva o radicalmente), y los yihadistas que amparan una interpretación radical para la implantación por la fuerza de un Califato global sin patrias (del terrorismo internacional de Al-Qaeda al Estado islámico de Siria e Irak); y las escuelas Malakí, Hanafí o Shafalí que adaptan lo musulmán a las tradiciones nacionales o locales, sometiendo a los Muftis (o representantes religiosos) al poder estatal.
Tres hechos simbólicos a mediados de los 70 señalan el inicio de la expansión de la identidad islámica: el desarrollo económico, el fracaso del nacionalismo secular árabe y la Revolución en Irán.
El origen de esta expansión, y sus conflictos, quizás lo podamos situar, historiográficamente, a finales de los años setenta, con varios hechos simbólicos destacados. En primer lugar, el espectacular desarrollo económico de las otrora atrasadas monarquías árabes del Golfo pérsico a partir del uso intensivo de sus reservas de hidrocarburos (con la inauguración en 1950 del legendario Oleoducto Transarábigo), que les permitió comenzar a influir en el resto del mundo musulmán. En segundo lugar, el progresivo fracaso del nacionalismo secular árabe (panarabismo), triunfante tras periodo colonial europeo pero fracasado a la hora de crear ese soñado “Estado árabe global” (sobre la experiencia frustrada en 1961 de la República árabe unida egipcio-siria) e impedir la toma por Israel de la sagrada Jerusalén en 1967. Y en tercer lugar, el nacimiento de una experiencia curiosa para el árabe común: la victoria en la exótica y occidentalizada Irán de una “revolución islámica” en 1979, a mitad de camino de la teocracia pura y del socialismo antiimperialista, y dirigida por clérigos de la hasta ese momento vilipendiada rama chií (con el Ayatolá Jomeini como líder y rostro).
Sobre estos tres grandes hechos se fundamentaron algunos de los movimientos claves en la expansión y disputa por la Identidad islámica: crecimiento económico de la península arábiga paralelo a la difusión a golpe de talonario del moderno wahabismo (aceptado por la Casa saudí como forma de control social y moral); lucha anticolonial que produjo el nacimiento del yihadismo global y antinacional, desde la germinal Guerra de Afganistán (vivero de los muyahidines y germen de la estrategia de Bin Laden) o la pionera implantación de un nuevo Estado fundamentalista talibán en Afganistán (desde el takfirismo, o eliminación de infieles propios o ajenos); y modernización socioeconómica (al estilo catarí) que alumbró un nuevo islamismo (tras la brutal derrota militar en Argelia, que no electoral, de Frente Islámico de Salvación en 1991) en organizaciones democráticas victoriosas en las elecciones como el AKP de Erdogan en Turquía, Ennahda en Túnez, Hamás en Palestina, el Partido de la Justicia y Desarrollo de Benkirane en Marruecos, o los Hermanos musulmanes en Egipto (reprimidos e ilegalizados por el régimen militarizado de Al-Sisi con apoyo saudí).


Cuatro formas de identidad
Orígenes y brechas que dieron lugar a cuatro grandes interpretaciones sobre el destino de la expansionista Identidad islámica en el siglo XXI, tras el definitivo derrumbe del sueño del nacionalismo árabe secular y dictatorial del siglo XX (de Mubarak en Egipto, Gadafi en Libia, Sadam en Irak). Interpretaciones con importantes divergencias entre sí, pero con una serie de puntos de común: lo religioso como factor identitario determinante, sobre lo nacional o en colaboración; la defensa de ciertos valores sociales y morales considerados innegociables; la dominación de formas políticas autoritarias, antidemocráticas o iliberales; el rechazo de determinas formas de vivir y convivir del denominado neocolonialismo occidental; y la búsqueda de equilibrio entre la tradición islámica y la modernización tecnológica-productiva (el recurrente tema de Jerusalén aparece solo puntualmente, ante importantes negocios entre varios países musulmanes y el estado judío).
Y así podemos distinguir entre la gran identidad supranacional musulmana, bien desde la obediencia a las directrices de los países árabes y profundamente conservadora en lo moral y lo social (Arabia Saudí, Bahréin y Emiratos), bien desde la independencia nacional y antiimperialismo patrocinada por Irán (y sus numerosos fieles chiíes en Bahréin, Yemen, Siria, y especialmente en el Líbano de su grupo afecto Hizbullah); una identidad nacional islámica política y social, sometida al ascendiente espiritual árabe pero independiente en su decisión estatal (Catar y Turquía); una identidad islámica global, fundamentalista o yihadista, basada en la corriente sunní pero opuesta a toda formación nacional o monárquica regional; y una diversa identidad sociocultural islámica de raigambre local y cierta secularización, especialmente en Asia Central y el Kurdistán, o de carácter sectario en los alevís turcos, los drusos libaneses, los alauís sirios o los hutíes yemeníes (ligadas a identidades étnicas peculiares, que integran prácticas preislámicas o cristianas con una occidentalización avanzada, como medio de defensa ante la inculturación árabe-sunní).
Diferencias traducidas en conflictos internos de diversa índole en el siglo XXI, algunos de ellos de enorme impacto internacional, y ligado al proyecto de “primaveras árabes” impulsado por la administración Obama, u occidentalización democratizadora de estas regiones (más allá de la imposición bélica de la previa administración Bush): sangrientas guerras civiles en las “zonas de contacto” de Siria, Irak o Yemen (a grosso modo, entre sunníes y chiíes apoyados por sus respectivas naciones valedoras, y entre árabes y otras etnias musulmanas como kurdos o alauís por la unidad o el separatismo), enfrentamiento comercial y diplomático entre Arabia Saudí y Catar por la hegemonía en el Golfo, o rivalidades entre islamistas, salafistas y nacionalistas por el poder en diferentes países en crisis (Afganistán, Egipto, Libia o Somalia).
Diferencias que han tenido también impacto en Europa en forma de miles de refugiados de esas zonas que llegaron en grandes oleadas desde 2015, el crecimiento de partidos opuestos a dicha migración masiva o de propuestas políticas fundadas en el miedo a la islamización del viejo continente, en decenas de atentados en suelo del Viejo continente promocionados por organizaciones allí radicadas o legitimadas a partir de las duras consecuencias de dichos conflictos, y en suma, en un nuevo debate sobre tolerancia e integración entre culturas y religiones.
“Si la montaña no viene a Mahoma, Mahoma va a la montaña”. Sir Francis Bacon ideó esta expresión para demostrar su principio experimental de la inevitabilidad, a partir de una tradición turca sobre la supuesta enseñanza del Profeta de ir a conquistar en nombre de la fe, espiritual o políticamente, la misma patria (la rural Arabia de oasis y tribus comerciantes), a los creyentes (la Umma desde el sur de España a las islas malayas) y el mundo (“solo hay un Dios, Allah, y Mahoma es su profeta“, shahada o profesión de fe coránica). Una Identidad esencialmente religiosa y radicalmente comunitaria, desde su propio origen expansivo/migratorio (Hégira, 622 dc), cuya inevitable extensión y conflicto marcará el destino histórico de sus países originarios y del resto del mundo en la era de la Globalización.