El año pasado una de mis hijas menores empezó la universidad y después del primer día de clase llegó llorando a casa. No era como los demás “que tienen más facilidad para hacer amigos”; además, va en silla de ruedas.
Al terminar la clase, todos se pusieron en pie, y al cruzarse las miradas no les quedó más remedio que preguntarse los nombres, de dónde eran…; en fin, esas cosas que hace uno cuando está en la misma situación de desamparo que los demás.
Pero la mirada de Leticia no se cruzó con la de nadie, sus ojos quedaban a la altura de los ombligos de los demás, y los demás tenían que hacer una violencia grande para mirar algo o a alguien al que no sé cómo mirar. Volvió a casa sin haber hablado con nadie. Nos cuesta mirar todo aquello que nos obliga a preguntarnos por el sentido que tienen tantas cosas.


Algo parecido le pasó la semana pasada. Al salir de la estación de tren (estudia en Getafe) le pareció ver que la rueda de la silla no estaba bien encajada. Y efectivamente, en medio de la calle, la rueda se salió del chasis y… ¡al suelo! La verdad es que se maneja bien desde pequeña: en el suelo volvió a encajar la rueda y a pulso se subió otra vez a la silla.
Lo llamativo no es su pericia y autonomía. Lo llamativo es que, de todos los que pasaron, ni uno se paró a preguntar si se había hecho daño o si necesitaba ayuda. Lo llamativo es que seríamos capaces de pasar junto a un muerto y esquivarlo con tal de que no nos pringue la sangre.
Que conste que no quiero hacer un alegato en favor de los discapacitados. Nada de eso.
Cuando por la noche mis otros hijos llegaron a casa venían impactados por esta incapacidad que se nos está instalando a todos para mirar a la cara los encuentros que nos tiene preparados cada día.
Nos parece que si no los miramos, no existen; o como dice la canción: “No me acuerdo, no me acuerdo. Y si no me acuerdo, no pasó”. Y enseguida sobrepasamos el instante desagradable y nos sumergimos en el quehacer, o en planificar el quehacer, para no pensar en aquellas cosas quede alguna manera nos ponen delante que la realidad es como es y no como me gustaría que fuera. Y que esta realidad, tal y como es, tiene la potencia de despertar toda nuestra humanidad. Si es que nos queda algo.
Espero que sí, por eso me he atrevido a escribir, para que no tengamos miedo de mirar todo lo que sucede a nuestro alrededor. No esquivemos las experiencias que nos pone delante la vida: solo ellas pueden sacar de nosotros lo que de humanos tenemos.

