Comentaba Chema Medina en un artículo publicado esta semana que uno de los grandes logros del PP y del PSOE en las útlimas décadas ha sido el de enfurecer a la población española hasta el punto de lograr que se interese por la política, todo un hito en la historia de España.
Ahora bien, que la falta de interés político forma parte del carácter y la costumbre de buena parte de la población española no quita que, cuando las cosas pintan mal, la culpa sea siempre de los mismos, según la opinión comúnmente extendida.
No es que la política no tenga culpa (¡y gran parte de ella!) en la deriva del país. Sin embargo, se produce la paradoja de que, en el mismo país en el que la mayoría de los ciudadanos se declara católico sin que apenas nadie vaya a misa, todo el mundo tiene fe en el Estado, aunque los que votan y lo hacen a conciencia, son en realidad cuatro o cinco.
Déjenme explicarme: no es la fe en un sistema concreto –de eso nunca hubo, gracias a Dios, por mucho tiempo en España– sino la creencia en el poder infinito del Estado que nos hace hablar de “falta de voluntad política“, no sin cierta razón, a la hora de enfrentarse a las muchas carencias que aquejan a buena parte de la sociedad española.
Por supuesto, para muchos de quienes mantienen esta fe, el Estado tiene un control absoluto de sus propias competencias y una bolsa interminable con que financiar los servicios sociales. “El problema es que no quiere”.
Eso explica que, además de un pueblo de poca monta política seamos también una olla de frustración (que en estos tiempos se hace especialmente patente) por haber depositado toda nuestra confianza (consciente o inconscientemente) en quien no es ni será capaz de redimirnos.
Algunos, sabedores de lo infantil de este planteamiento, se declaran fieles defensores de la “libertad individual”. En realidad lo que quieren decir es que debe ser la oferta y la demanda (el mercado y sus leyes) y no el Estado quien salve a nuestra sociedad. Si bien el planteamiento es menos infantil que el puramente estatalista, debido a que tiene en cuenta la realidad de la acción individual más allá del imperio del decreto, es igualmente miope y estéril que el primero.
Asumámoslo, tampoco es el capitalismo exacerbado, cuya fe y aspiración–esta vez sí– confesa es que llegue el mercado y lo arregle todo, el que salvará al que tiene hambre o al que sufre la injusticia. Plantear lo contrario sería aceptar someter al raciocinio del intercambio de valor (en último término económico) lo que en realidad es, por naturaleza, derecho, justicia y deber, como es la salvaguarda de la dignidad de todos los hombres y mujeres.
Pedir que sea el mercado quien regule garantías fundamentales como el derecho universal a la educación, a la asistencia sanitaria o a las mínimas condiciones necesarias para poder llevar una vida “digna” en el sentido más material del término, sin ningún tipo de sujeción o límite no es otra cosa que abdicar de la responsabilidad. No solucionará el problema, pero tampoco habrá culpables.
¿Por dónde van los tiros entonces?
Es necesario tener en cuenta que el Estado del Bienestar no nació en un despacho, y que los sistemas de “garantías sociales” (escuelas, hospitales, casas de dependencia, comedores sociales, etc.) de que disponemos actualmente no son un invento de la Democracia. Ni de la democracia ni de ningún otro sistema de gobierno.
Algunos de ellos surgen de forma natural, en un marco en el que las comunidades políticas (pueblos y ciudades) tienen un tamaño reducido y en el que la conciencia moral de la época empuja a algunos a dedicarse a la atención de los vecinos que padecen la enfermedad o la pobreza. De forma particular, durante la Edad Media, florecen los hospicios, los comedores sociales y las escuelas por parte, gracias a la dedicación de las órdenes religiosas.
De ahí a esta parte, estas instituciones han crecido tanto en dimensiones, como en extensión, han contado con el apoyo y la colaboración del conjunto de la sociedad y, finalmente, han sido incorporadas a la estructura y modelo del Estado, rebautizado como Estado del Bienestar como elementos fundamentales del mismo.
La estatalización de lo social, sin embargo, ha ocultado el drama del proceso de desmembramiento de la sociedad que ahora, en un momento de crisis económica, crisis política y crisis del modelo de Estado, advertimos con toda su crudeza. Si la unidad “moral” (en el caso de la Edad Media también unidad religiosa) garantizaba hasta cierto punto el mantenimiento por parte de los ciudadanos de los sistemas de retención de la pobreza; el individualismo y la delegación de la responsabilidad en el Estado han provocado que, cuando ha llegado la hora de la verdad, se ha roto la red.
“Yo ya pago mis impuestos” no es una razón convincente ni es algo que uno estaría dispuesto a alegar al que pide por la calle una moneda para comer. En lugar de eso, agachamos la cabeza y aceleramos el paso o nos hacemos los despistados. ¿Quién está dispuesto a arremangarse cuando el Estado falla?
Quien se indigne ante una pregunta así, que se examine ante aquellos versos de T.S. Elliot (‘La piedra redonda‘):
“Ellos tratan constantemente de escapar
de las tinieblas de fuera y de dentro
a fuerza de soñar sistemas tan perfectos
que nadie necesitará ser bueno“