Si murmurar la verdad aún puede ser la justicia de los débiles, la calumnia no puede ser otra cosa que la venganza de los cobardes.
Jacinto Benavente.
Cuando los medios de comunicación deciden echarse en brazos del relato emocional, dejando de lado la enorme responsabilidad que conlleva informar desde el rigor y la imparcialidad, lo hacen siempre con el objetivo de servir a algún tipo de ideología para fabricar estados de emoción que forjen adoctrinamiento a través de una agitación intencionada. Cuando esto ocurre, se dispara directamente a la línea de flotación de los más básicos valores democráticos de toda sociedad, donde el estado de derecho, cuyo sistema garantista es la expresión máxima de los derechos y libertades que lo conforman, se ve amenazado de tal manera, que las consecuencias son tan inquietantes como impredecibles. La libertad de comunicación, por la que tanto lucharon generaciones, es un valor imprescindible de toda democracia solvente que sólo se ve dignificada cuando se ejerce tanto desde la responsabilidad individual como la colectiva, lejos de ser manipulada con fines sectarios o partidistas.
Todo es ya un relato. La falacia es un peligroso valor al alza cuando la culpa o la inocencia las determina una ideología. Utilizar la vida como un drama del que anhelamos ser víctimas, es una trampa para colectivizar a través del dolor, la llegada a un efímero éxito construido en la ofensa, la tragedia y la autocomplacencia.
Nos hemos acostumbrado a vivir entre ficciones y a fabricarlas para ser nuestros propios protagonistas y así de paso, crear los antagonistas a nuestro antojo. Da igual que sea mentira, lo importante es el espectáculo que fomenta y al que sirve. Por eso, se maldice más que se dice y se miente más que habla.
Porque ahora se escriben ficcioticias o psicotícias, una suerte de relatos emocionales cuya carga argumental es un compendio de estados emocionales narrados al servicio del suceso con la única intención de alimentar sospechas, deformar situaciones y crear universos ideológicos que predispongan las sensaciones hacia el objetivo de la sinrazón, la ira, la vulnerabilidad, la empatía dirigida y, por ende, la zombificación social.
Una sociedad obsesionada por tribalizarse, por identificarse de manera compulsiva con algo, con alguien. Esa adicción identitaria es la consecuencia de un sistema que no acepta la existencia individual como un reto cuyo proceso empieza en la madurez personal para luego encontrar su lugar en el grupo.
Ahora, ante la imposibilidad del discernir, se nos dice continuamente desde todos los frentes mediáticos como tenemos que pensar, como tenemos que hacer y, sobre todo, qué y cómo tenemos que sentir. Ante la falta de una respuesta propia sobre la realidad, el individuo, desorientado, busca y rastrea de manera compulsiva deformaciones ideológicas a través del colectivo en el que mimetizar sus miedos y sentirse protegido emocionalmente amoldándose al discurso oficial.
La emoción narrada, es la nueva quimera de una sociedad que no acepta la incertidumbre intrínseca de la propia existencia y sus dilemas. El miedo al fracaso entendido como una aceptación por parte de los demás y no por parte de uno mismo, nos hace buscar la pertenencia compulsiva al colectivo o la tribu.
La metáfora está por encima del marco analítico. La sospecha por encima del hecho jurídico. El pensador de Rodin, es hoy una estatua derribada cuyo pedestal ocupa ahora un sentimiento victimista, una ofensa indefinida, un recuerdo sensacionalista. Una sociedad revisionista por miedo a enfrentar el futuro de manera natural, que utiliza un neolenguaje lleno de axiomas y eufemismos con el único objetivo de hacer que las emociones, y no las razones, construyan un mensaje narrativo, seductor y ficticio, para predisponer al espectador a tomar una posición sesgada fuera del argumento constructivo.
El tiempo ya no es real, es diferido. Cualquier afirmación fraudulenta, es ahora sentencia. La palabra señala, la frase mancha y la historia sentencia. Lo espectacular está al servicio del suceso. El relato fomenta la dependencia de la superestructura ideológica y del obsesivo consumo que se controla y regula través de la narrativa.
Todo es una emoción, una sensación. Nada es una reflexión, una razón.
Todo en el relato actual, se ha convertido en exordio y peroración en detrimento del argumento y el análisis crítico.
Los maldicientes se sacian retozándose en la cultura de la cancelación, la nueva herramienta inquisitorial en la que se regodea una sociedad que, perdida la ética, ya sólo se viste en el armario de la estética. Algunos, ya no encuentran más alimento que el lamento, haciendo de él su único argumento. Frágil, letal, engañoso, certero. Relata que algo queda. La democracia no puede ser un relato mal escrito, una historia falsa, un panfleto al aire o un cuento para dormir niños. No podemos conceder ni ceder la decisión de lo que es verdad a las apariencias, al libelo y a la argucia de un titular envenenado. Ni mucho menos, a una audiencia ansiosa de ello.
La hiper-emoción es Saturno devorando a su hijo. Las redes sociales, son la nueva hoguera de las vanidades donde quemar y cancelar todo lo potencialmente ofensivo bajo las soflamas inequívocas de un nuevo autoritarismo digital disfrazado de causa noble y piel muy fina. En ellas mismas, se construyen una red de desarraigos y frustraciones que vomitan los complejos en forma de exabruptos, quejidos y señalamientos.
La palabra se hace verso para adornar el perjuicio y la sospecha.
Es la sociedad de la apariencia que abandona a la de la eficiencia. Somos una sociedad vigilada y vigilante, estimulada más por lo visual que por lo intelectual. Somos inquisitoriales, maestros de una moralidad propia que siempre aplicamos a lo ajeno. Alguien nos ha convencido de estar siempre en el lado injusto de la vida y pensar que por ello, somos víctimas de algo o de alguien. Incapaces de asumir nuestras propias decisiones, hemos tomado nuestros anhelos como derechos, y a nuestros complejos, como emociones.
La neodifamación, convertida en herramienta usual en la era digital, es la que ennegrece con la sospecha todo aliento de verdad. Por ello, el relato, ese maravilloso relato de la emoción, debe quedarse en su hábitat natural que es el espacio de la ficción.
Los difamados rebosan de llagas que supuran a pesar de la mentira mediática que las origina. Ante la calumnia, el corazón late, pero el alma se para. Por la herida de la injuria, sangran en silencio. Ante la impostura, el momento doloroso convertido en una farsa contada en forma de emociones y narraciones manipuladas. Ya proscritos, el mundo que conocían desaparece con las primeras luces de la infamia.
Saben que la verdad, siempre terminará emergiendo. Pero no saben cuánto tardará en hacerlo. Así que un buen día, decidirán coger toda la basura que les han lanzado y la reciclarán para hacer que sus vidas merezcan aún más la pena.
Despojémonos pues del traje de la sospecha, para empezar a valorar un humanismo mediático y narrativo más respetuoso con nuestra dignidad, que nos haga vivir en consonancia con lo que somos y con lo debemos ser.
Aunque nos guste el relato, también debe gustarnos la vida real, nuestra esencia y existencia y el espacio que ocupamos en ella. Y si no, luchar por cambiarla, pero no hacerlo nunca desde la impostura de fabricar lo que no somos. Y lo que es peor, contar de otros lo que no son, ni lo que fueron ni lo que serán