Me gustaba bajar a tomar una cerveza en el bar de Juan cuando no tenía nada que hacer. Compartir con él detalles nimios de la vida; que si hace frío; que si vienen pocos clientes; qué mal esta el Real Madrid; está rico este pincho; ponme otra cerveza; ¿tienes mechero?; qué tranquilo está el barrio… Su bar ni siquiera era bonito, no sé muy bien por qué entré un día allí, qué me llamó la atención o qué estaba buscando, pero Juan se convirtió en uno de los actores secundarios de mi vida.
Hace unas semanas cerró el bar y se marchó a Móstoles, lejos de donde yo vivo. Ya no bajo a ver el fútbol, me han arrebatado mis molletes y ya no tengo con quien departir sobre la crisis económica o los cotilleos del barrio. Juan ha dejado un vacío en la calle, apenas perceptible, pero que yo no puedo evitar contemplar cada vez que paso por delante. Era un magnífico secundario.
El cine muchas veces nos regala grandes actores secundarios que brindan una entidad única a la película. Se me vienen a la cabeza los papeles en tantos filmes de Morgan Freeman o de Charles Laugthon. De la misma firma, nuestra vida está repleta de personajes secundarios que pasan desapercibidos, a los que no damos verdadera importancia, pero que definen nuestra existencia en un momento dado.
Cuando vivía en el barrio de Harlem, en Nueva York, un vagabundo negro que se vestía con lo que le regalaban los vecinos solía rondar el restaurante chino que había a media manzana de mi lugar de residencia. El local era diminuto y carecía de mesas y sillas, estaba pensado para recoger la comida y llevársela a casa. Yo lo frecuentaba pues era barato y la calidad no dejaba que desear. El vagabundo solía situarse al lado de la puerta y pedía dinero a todo cliente que entraba. En una ocasión me lo pidió a mí, y sin ni siquiera contestarle entré al restaurante. Desde dentro contemplé su figura y me sentí miserable. Tras comprar mi cena le di unos pocos dólares, algo que me agradeció con efusividad y sorpresa, pues dada mi actitud anterior, no imaginaba mi reacción.
Este vagabundo pasó a ser un importante secundario durante mi estancia neoyorquina. Me impresionaba su constante sentido del humor y sus siempre buenas palabras tanto al que le daba propina como al que no: “God bless y’a my friend”. Tal es así, que el día de Nochebuena, cuando bajé a comprar mi comida, le invité a que eligiese lo que quería comer, cualquier cosa, yo le invitaría. El hombre solo pidió un arroz con pollo que apenas me costó cinco dólares y a cambio él me concedió una de las sonrisas más sinceras que he visto nunca.
No sé su nombre, no compartí ninguna privacidad con él, pero forma parte inseparable de mi experiencia vital en la gran ciudad, al igual que los dominicanos que me cortaban el pelo y la barba en una peluquería del barrio, o la chica ucraniana que apareció una noche mientras tomaba copas en un pub del sur de Manhattan. Gente que viene y va, pero que nunca desaparece.
El otro día quise retomar mi rutina deportiva y acudí a la piscina que suelo transitar desde hace varias semanas. Me he acostumbrado a coincidir con una señora argentina de 70 y pico años cuyo nombre no recuerdo. Tiene anchas caderas, anchas posaderas, ancho abdomen y ancha lengua. Cada dos por tres interrumpe mis largos con algún comentario aleatorio; “mi marido eh austríaco y eh tan blanco que sho le digo, paresés un serdo nazi”; “mi padre era muy buena persona, pero no tenía carácter, y un hombre sin carácter no vale nada”; “she nota que no sos madrileño porque sos muy risueño”; “en la sena de Nochebuena me hinché a salmón, acá ehtá muy barato” … Lo cierto es que entre largo y largo, comentario y comentario, esta anciana me ha despertado cierto cariño.
Pues bien, como decía, el otro día volví a la piscina y no estaba y la verdad es que la eché de menos. Me aburrí más que nunca y la natación me pareció un ejercicio de lo más monótono. Y esa es la magia de los personajes secundarios, cuando están su presencia pasa desapercibida. Son, como su nombre indica, secundarios. Pero cuando desaparecen todo cambia, tu realidad deja de ser la misma. Notas la ausencia de ese matiz que solo ellos saben aportar y que no sabes explicar muy bien en qué consiste, pero sí sabes que cuando regreses a Nueva York nada volverá a ser como antes.