En 1960, Marcello Mastroianni miraba la figura de Anita Ekberg en la fontana de Trevi, acariciando el aire que flotaba ingrávido a su alrededor, intentando no tocarla, pero tratando de capturar su aura, o, mejor dicho, la esencia de la belleza. Todos los espectadores nos volvíamos “escultores” como Mastroianni y queríamos viajar a Italia, a aquella época en la que los coches, la moda, la música… todo era absolutamente embriagador y tan fastuoso como un artilugio inventado por Leonardo Da Vinci.
En esencia se trataba de morbo, de los efluvios dionisiacos, de que la atmósfera hiciera olvidar cierto primitivismo latente. Y, es que, Fellini, era un maestro para incitarnos con lo primitivo enmascarado. Hasta el prostíbulo inhóspito de “Roma” (1972) nos parece sugerente y acogedor. Nos alimenta sensaciones de todo tipo ese idealismo mágico de “Giulietta degli spiriti” (1965) o la nostalgia de “Intervista” (1987). En todas sus películas hay drama, pero no como fundamento. Lo que se respira, en cambio, es alegría inusitada y expresiva por la vida. Desarrollar la expresividad sin merma, caudalosamente desde la cima del estado de ánimo; aunque sea de la manera más grotesca, como en el teatro de “Roma” donde se lanzan gatos al escenario desde platea o como sucede en la coralidad apoteósica de lo absurdo en “Otto e mezzo” (1963).


El cine de Fellini es una de esas cosas por las que merece la pena vivir. No exagero. Su contexto es el de la alegría en todas sus dimensiones. Nunca está exento de ruido, crítica y humor. Mientras que, por ejemplo, Pasolini era más de sketch satírico, demoledor. Se podría decir que En La Dolce Vita (1960) permanece el sentido de la vida posmoderna. Sin embargo, las notas de jazz y los lugares embrujados quedan lejos, han dado paso a una suerte de no-lismo (negación de la otredad, egocentrismo maníaco) o sumisión hedonista, a una nueva civilización sin motivación, apática, con la voluntad capada o cercenada.
Hoy en día, tras casi una década viviendo la crisis económica mundial, que trajo consigo una crisis moral, y los extremismos de las dos fuerzas ideológicas primarias luchando por imponerse y comerse todo el pastel, uno comprueba que los jóvenes se preocupan de vivir ese recorrido etéreo, hedonista, efímero hasta la locura, de ver sólo con los ojos. Pero no con los ojos de “escultor”. No. Es una mirada muerta.
Ver lugares, conocer personas, más y más. Cantidad sin calidad, y a toda velocidad. La falta de recursos no supone nada gracias al servicio low-cost e internet es un maremágnum de átomos: nodos y grafos, donde toda la información está a un click de ratón. Lo mejor que podemos hacer es estar conectados y vivir el mayor número de experiencias posible. Eso es cultivarse hoy en día.
Aunque uno viaje a París y sus recursos para experimentarla, sean tres: La Torre Eiffel, El jorobado de Notre Dame y la película “Amélie” (2001). No importa no saber nada más, porque lo importante es la masturbación del selfie, la opinión propia fundamentada o no, y ver, conocer, aun no sabiendo lo que se ve y se conoce. Total, no hay escalas de valores definidas, ni importa el conocimiento. Nadie nos puede juzgar por no saber, porque la opinión propia vale lo mismo que la de un polímata o un intelectual. Incluso se trata de romper el coste de oportunidad. Es decir, se admite hacer planes y quedar con personas en un mismo tiempo y lugar, al momento, en base a un estado de ánimo individual.
Esta forma de vida –cuasi nómada y egocéntrica de muchos jóvenes– se ha puesto de moda gracias a la globalización, internet, y la civilización que otorga facilidades y seguridad, llevándoles a sumar destinos y contactos virtuales, experiencias a flor de piel; aunque ya nadie sea “escultor” o se ponga en las manos de Mastroianni. Es una Dolce Vita ramplona, que resulta obscena.
Ante este último calificativo, pienso en si alguien más siente que es “obscena”. Me viene a la mente mi experiencia en aquel lugar de entrada gratuito para todo el mundo en el que parece flotar la memoria colectiva. Un lugar famoso donde los haya, cerca de Cracovia. Allí, en Auschwitz-Birkenau, a pie de barracón, dentro y fuera, con las chimeneas de los crematorios de cuerpo presente, los turistas campan a sus anchas. Jóvenes y no tan jóvenes, tocan el paredón, se ríen ante la sensación que les produce estar allí, hacen fotos, abren o tratan de abrir puertas cerradas, se olvidan del silencio, del respeto, graban videos con Tablet, i-phone, smartphone, etc. con un apetito frugal cuasifetichista; se les ve ansiosos por captar cada elemento insignificante. Los adolescentes judíos en grupo ríen a mandíbula batiente, se oyen estridencias, escándalo a raudales, en una sala cercada por el cabello oscuro y enmarañado de cientos y cientos de mujeres judías cremadas.
Uno se pregunta si son conscientes de dónde están o de si le dan a ese lugar una catalogación de “cementerio” o “parque de atracciones”. Un comportamiento así sólo lo habría podido tener en la pubertad con los amigos, o cuando era niño, y un día mis padres me llevaron al antiguo parque de atracciones de Vizcaya. Cualquier otra situación se me escapaba del todo. Mi compañera en aquella visita era una chica ucraniana de veinticuatro años de edad, y su actitud era similar a la mía. Los orientales tan respetuosos y comedidos, a veces, incluso pecan de sumisos, pero todavía con una escala de valores férrea. No en vano, el cristianismo ortodoxo marca a fuego, para lo bueno y para lo malo. Sin embargo, alrededor nuestro se hablaban muchos idiomas distintos, y la gente, quién sabe si por simpatía o sinergia, seguía comportándose como si aquello fuera una atmósfera adornada, un decorado: La memoria colectiva denostada como búsqueda del spot.
En una de tantas tropelías, en las que la gente se agolpaba en los rellanos y subía escaleras corriendo, empujaba con prisas, riéndose y parloteando sin control… sentí una arcada monstruosa. Miré hacia una vía de salida, la calle, con los mismos ojos de un preso hacía 73 años, y sentí un pérfido escalofrío, hasta el punto de sentir que una mano fría, helada, me empujaba hacia delante. Experimenté una gran desorientación, asustado por aquella sensación… algo me alertaba de que debía alejarme de allí, seguramente se trataba de mi propia conciencia… pero, al final, opté por sostenerme, tal vez, para ocultar mi hipersensibilidad hacia lo obsceno.
La pregunta es clara: “¿Por qué estaban allí? ¿Qué sentido tenía para ellos?”
Y la respuesta podría ser: “Por ver. Una muesca más en el mapa. ¡A por otra!”
Jóvenes y no tan jóvenes, que son cuasianalfabetos, con el mundo a sus pies. Recorriendo países, lugares sagrados y profanos, sin recursos intelectuales de ningún tipo, pero con ideas políticas formadas, muy seguros de sus convicciones. Seres que se creen informados, pero que están alejados de la sabiduría. Sus viajes son viajes de turista; surfean la superficie del paisaje, del lugar. Los hacen sin sentido, a causa de las conexiones, de la facilidad, del low-cost, de la sinergia globalizadora. Viajes entretenidos, nunca peligrosos. Así pues, no pueden visitar un campo de concentración durante cuatro horas aburridos, escuchando monsergas.
Aquellas hordas invencibles parecían clamar al cielo una perorata de leitmotivs acuñados por el mismísimo Demonio:
“Seamos sumisos y creámonos revolucionarios, exaltémonos ante la violencia y dignifiquemos nuestro yo. Abarquemos el Mapamundi con nuestros anhelos más sibaritas y dejemos al fin de leer libros que tratan de instruir. Surfeemos la ola y disfrutemos de la adrenalina, sin dramas, con superhéroes, y llamando gorda a Anita Ekberg. Dejemos que Mastroianni deje caer sus manos desolado y se ahogue en las nocturnas aguas de la Fontana di Trevi”
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