“Espero que no tardes mucho en dejar esa… porquería”. Con estas palabras intentó asesinarme el otro día una “profesional de la salud” –llevaba conociéndola dos minutos –a la que acudí para una revisión rutinaria. Esa fue su reacción cuando le dije que fumaba ocasionalmente. Palabras y escándalos parecidos provoqué hace ya unos meses cuando osé encender un cigarrillo en una reunión social. Moloch ha vuelto. Pero no tiene esa terrorífica cabeza de toro siniestro, sino que hace running, es vegano y bebe agua de lluvia.
El tabaco es veneno. ¿Cómo que no sales a correr? ¿Y al gimnasio? ¿Crossfit? ¿Quinoa? No. Pero sí fumo en pipa de vez en cuando, me gusta mucho la cerveza. También leo. Me gustan los clásicos, el teatro griego, la novela moderna y Platón. ¿Y? ¿Te he señalado con el dedo porque nunca has leído otra cosa más que el muro de Facebook o las noticias de Yahoo? ¿Te he lanzado una mirada asesina de desaprobación porque huyes del silencio, o evitas hacerte preguntas incómodas que pondrían en cuestión el marco total de tu vida? ¿Te apedreo porque tu “espiritualidad” barata de autoayuda y yoga no aguanta el peso de tres o cuatro argumentos razonados? Entonces déjame que me fume un cigarrillo –sí, al aire libre –y que fume mi pipa durante unos deliciosos 40 minutos, sólo, en la terraza de mi piso.
Conocidos que me conocían poco intentaron una vez convertirme a la religión healthy. Me exhibían sus cuerpos equilibrados mientras me exhalaban el aire puro de sus pulmones con aliento a berenjenas a la plancha. Yo asentía con una sonrisa a todo lo que me decían, pero como buenos talibanes de su forma de vida, mi respuesta no era lo suficientemente radical para dejarlos contentos. Sospechaban, esperaban un signo, un llanto, un corazón contrito, una promesa. Querían una respuesta absoluta a su absoluto: el bienestar pisco-físico, su dios personal. No fucking way. Creo que se fueron enfadados, aun cuando les di la razón en el hecho básico, que en ningún caso pongo en duda: el ejercicio físico y la alimentación sana están muy bien. Como están muy bien un infinito número de cosas. Pero no son una divinidad a la que haya que rendir culto. No son el Absoluto, así que una relación absoluta con la lechuga y la función motora del cuerpo humano es sólo una forma más de idolatría que prefiero evitar.


Hace poco un autor de Democresía con bilis más negra que la mía arremetía contra la lectura desaforada de cualquier cosa. Le daría la razón al menos en un punto: los libros mágicos del bienestar dietético. ¿Cuántos conocidos no tenéis que, habiendo conseguido rehuir a la lectura durante toda la vida, han caído en las garras de algún best-seller sobre alimentación sana? Lo peor es cuando en un despiste (una fiesta, una boda, una reunión familiar) uno acaba cayendo en un corillo de lectores verdes que comparten los diversos sistemas de purificación calórica que los ha llevado directo al nirvana llamado bienestar. ¿Desde cuándo el bienestar devino en el fin último del hombre? ¡Qué vida más canalla la que supedite todo a la nebulosa del bienestar! Porque no olvidemos que esta palabra talismán está llena de ambigüedades, de falta de claridad. Aunque parece resumirse en lo siguiente: si uno es funcional (en lo social, lo afectivo, lo sexual, lo físico, lo psicológico bla bla bla), vamos, que ha alcanzado la piedra filosofal de Harry Potter. ¡Qué mezquindad! Casi me sale decir mezquindad capitalista. Vaya, ahí salió.
Hoy el “bienestar” es el nuevo Moloch. Sacrificarle a ese demonio lo que sea para garantizar lo que promete es el imperativo de moda: ya sea por la ascesis de lo healthy, ya sea por otras formas de asegurarnos una cómoda y “sana” vida (véase sacrificio de los primogénitos en su versión moderna, más perversa si cabe que la arcaica). O también, como leí en un titular el otro día, por poder llegar a lucir un “escote infartante” como Susan Sarandon a los 70 años. Repito, 70 años. Setenta.
El que quiera entender, que entienda.

