No hay acción más bella y álgida que amar a otro en verdad. Y no hay amor más perfecto que amar al cónyuge en el hijo, en cuya vivaz mirada, de pura inocencia, se descubre la personalidad de un ser fundido de dos elementos previos: fuego y agua, tierra y aire. Papá descubre lo más bello de mamá en el crío, y amando al crío en sí mismo adora inevitablemente el leño robusto y tierno que infundiera su hálito. Y no hay forma de amar a la madre que pueda prescindir del hijo. ¡Asombrosa armonía! ¡Qué belleza la de la familia…! Los esposos artistas, que recrean una vida nueva en derredor y arrojan luz sobre sí y en torno, derrochando calor hacia dentro y hacia fuera.
Andrea ha muerto, aquella criatura de más barro que nosotros, que en polvo se convertía a cada hilo de aire que dimanaba de su pecho cansado. Es terrible el misterio del mal: el corazón humano, encerrado en consentida perplejidad, jamás se acostumbrará a la contradicción de la delectación de los malos y el sufrimiento de los inocentes. ¿Hay algo más doloroso que el dolor de un crío? Andrea… ¡Andrea…!
Todos éramos Andrea. Dura como la piedra el alma que no se conmoviera ante la enfermedad infantil que cruzó la cara de media España. Pero no podemos subsumir en igualdad de condiciones el afecto del colectivo patrio, más o menos cercano al caso, y el de los padres. Más valiera decir: “todos y los padres somos Andrea“. Se debe la respetuosa diferenciación.
Me viene a la memoria un histórico lamento, que a pesar de la distancia prosigue su eterna pica, hiriéndome la entraña sin arrancarla: “una madre jamás debería asistir al entierro de su hijo“, me decía una mujer enlutada, deshecha en lágrimas, a la salida del funeral de su tesoro, de su cielo, de su vida, de su niño. Vacua es siempre la argumentación de la evidencia: sólo cabe exponer el dogma de la unicidad, la especificidad inigualabe del amor paterno, y así de su dolor cuando todo se tuerce.
Todo se había torcido. Habría que haber acudido con Antonio y Estela a la habitación del Hospital de Santiago un día y otro. Las 24 horas de la jornada Andrea estaba bien acompañada, ora por papá ora por mamá. Esa bendición de Dios, esa niña, mensajera de la vida, ángel adorable que Dios suscitó del amor conyugal; la niña de los ojos de Antonio, que besaba su frente y creía a la vez besar a la mujer que amaba, entonces ausente; la niña del alma de Estela, que casi aplastaba su mano pretendiendo que atravesara el propio pecho, para darle cobijo en el lugar que para ella había dedicado, y misteriosamente a Antonio en la bendita niña.
Los tres se fundían día y noche en una misma lágrima, mientras la tercera parte, la de la niña, se encogía hacia la nada cada vez.
¿Quién, contemplando la escena, no tiembla de estupor, de indignidad? Se retira el sombrero e inclina el mentón con deferencia, con extremo cuidado abandona la sala marcado como el ganado. Todo testigo, hasta la enfermera experimentada cuyo trabajo le obliga a convivir con la muerte, dejaba el lugar deshecho y consumido, pero con una nueva luz, trémula mas pura, alumbrando novedosamente el significado de la existencia.


El dolor paterno es impaciente si verdadero. San Agustín definía a los falsos compasivos como aquellos romanos adictos a las tragedias: acudían al teatro ávidos de drama, deseándolo, porque se sentían humanos y virtuosos experimentando empatía por el sufrimiento ajeno. Y así, para delectación propia, hasta lo anhelaban, y si por ellos fuera (así en sus adentros) lo habrían sostenido en el tiempo, más allá de su fin.
El dolor verdadero arranca un grito impaciente: el que ama se revuelve, no se resigna, muerde la soga que el destino echara sobre el amado; se abalanza sobre la amenaza y la descuaja a cabezazos, dejándose el cráneo en ella si fuere necesario. Y sólo ante la radical y manifiesta imposibilidad se derrumba, y surge la impotencia como nuevo estado de ánimo. Difícil es aceptar que no sirve uno a quien ama, y que algo desde dentro le sorbe la vitalidad a cada poco.
No puede consentir el mal porque ama. “Sólo sufre quien ama, pues si no amase no sufriría“, decía santa Catalina de Siena, Doctora de la Iglesia, y no le falta razón. Se quiere a una persona, a la persona que sufre. Y es antes la persona que el sufrimiento. Era Andrea, y no el dolor.
Qué terrible desenlace haber llegado por fin a casa, y por primera vez en largo tiempo dejarse caer sobre el sofá. Y habiendo cesado todo ruido, en la oscuridad de la noche, resurgir un fantasma, el recuerdo de una hija, y en la hija la esposa o el marido. Y encarar su mirada extinta, las pupilas recordadas, con la desazón de quien, por un amor bienintencionado pero extraviado, para acabar con el dolor del amado, acabó con el amado; privó del alimento a la niña, y en la niña al marido o a la esposa. Y con gris melancolía, recordar la vida volatilizada, como un soplo sobre el cielo, que abandona un cuerpo y que se esfuma.