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La insoportable necesidad de tener razón (I)

En Asuntos sociales por

Vivimos en una sociedad que ha desterrado la necesaria posibilidad de estar equivocado, de errar y de, por qué no, aceptar la probabilidad del fracaso en aquello que se comienza. Todo se nos debe ofrecer y todo ha de ser conseguido sin asomarnos a la posibilidad de lo contrario, pues se nos ha inoculado de manera incesante el axioma que obliga a la vida a hacernos perennemente felices por la única razón de creernos merecedores de ello.

De un tiempo a esta parte, el discurso político-social se ha radicalizado, y no sólo en estas vertientes, sino que lo ha hecho en cualquier lugar donde la sociedad haya colocado su imperfecta presencia. Hemos elevado nuestras causas a los altares de las verdades irrefutables que no pueden, bajo ningún concepto, dar espacio a lo contrario.

Nuestras costumbres se han convertido en muchos casos, en sesgos de opinión por las cuales nos identificamos en la pertenencia a un grupo con el que compartimos sentimientos, ideales, retórica y objetivos. En caso de no ejercitar el sentido común, este alineamiento natural puede desembocar en la posibilidad de diluir nuestra capacidad de discernimiento individual gracias a una lobotomización asumida de manera consciente o inconsciente, al pertenecer a un grupo ungido por la gracia de tener toda la razón. Porque si algo queda patente en esta sociedad del aquí y el ahora, es que todos, absolutamente todos, tenemos razón.

Abrirnos a la duda es una acción temeraria para nuestra seguridad intelectual y sentimental, por lo que representa una seria amenaza para nuestro ego individual y para el que une a movimientos, colectivos, asociaciones, partidos políticos o clubs de toda índole. Quien decida optar por el camino de dudar sobre uno mismo, empezará a encontrar todo un abanico de probabilidades de progreso contra el estatismo que representa el convencimiento visceral de la supremacía que otorgamos a nuestras ideas, sensibilidades y razonamientos. El espinoso camino del escepticismo nos enseña, a base de humildad y un doloroso distanciamiento, que poner en cuestión los valores y puntos de vista ajenos es tan fácil como difícil es hacerlo con los propios.

La base de nuestra inflexibilidad a la hora de mover posiciones ideológicas, se resume en la eficaz afirmación de Bertrand Russell al emitir que la filosofía es siempre un ejercicio de escepticismo. Pero la filosofía ha sido atrozmente condenada al desuso y el olvido aun siendo la mejor y más necesaria herramienta de la que disponemos para forjar el bien común.

Y es que nos negamos taxativamente a que alguien con más clarividencia, conocimiento o retórica cargada de materia, sabiduría y experiencia pueda evidenciar nuestra equivocación dándonos un punto de vista diferente de aquella premisa que ha calado en nuestro convencimiento hasta convertir la causa en una materia inamovible, insustituible y de intachable veracidad y pulcritud.

Cualquier conflicto que se desarrolla en la faz de la tierra, desde una disputa entre hermanos por una herencia, una discusión en el patio de un colegio o una cancha deportiva hasta el estallido de la mismísima segunda guerra mundial, tiene un origen común que es intrínseco a la propia y volátil naturaleza humana: La absoluta necesidad de tener razón, que a la vez emana de la sensación que nos invade al creernos víctimas de una injusticia vital que se transforma en una energía de ofensa egotista.

Para sentirnos conflictuados, lo primero es posicionarnos mentalmente con la identificación de estar en el otro lado de lo justo, es decir, creernos víctimas de una injusticia. Esta es la posición donde estalla la energía que nos obliga y hace brotar en nosotros la necesidad de buscar la razón.

Sentirnos fuera del marco de lo justo, es por tanto, una condición para empezar a construir la ofensa como motor del conflicto. Si somos o nos creemos víctimas de una injusticia bien por parte de la vida o por la acción u omisión del prójimo, no podemos evitar encontrarnos en un lugar del que queremos salir lo más rápidamente posible a una zona de confort que nos alivie de manera inmediata. La identificación con la injusticia nos lleva rápidamente a la ofensa, ese sentimiento al que nos hemos aferrado como un derecho irrenunciable de este nuevo siglo.

La ofensa es el alimento imperecedero de la nueva sociedad. Ha sido cultivado en cantidades industriales por aquellos que han encontrado en ella una manera de motivar a una población que, despoblada de sus anhelos, de sus objetivos y de sus incentivos económicos y sociales, se encuentra desamparada en el vacío de quien grita y está solo en la habitación. La ofensa es el recurso que se ha sido transformando en un derecho omnipresente que representa la lucha de quien se siente desamparado por las injusticias sociales. La ofensa, como se suele decir, es el último derecho que nadie nos puede quitar. Enfadarnos es ya una conquista social y un ansiolítico popular que tiene la potente sensación de ser nuestra más preciada y última propiedad.

La víscera empieza a moverse. Como víctimas de una injusticia, encontramos en la ofensa el motor que nos conduce a la necesidad de cambio, y por ende ese cambio se convierte en una prioridad absoluta.

Pero, ¿Qué necesitamos una vez llegados a este punto para adentrarnos en el proceloso camino hacia la justicia que nos ha sido arrebatada?

Lo primero es convencerse de que en ese proceso la razón está con nosotros y por ello, nos cargamos de materia y alforjas pesadas para este viaje.

Todas las personas que actúan en la escenificación de un conflicto están convencidas de que la razón cuelga de sus hombros. Los grandes dictadores de la humanidad, los asesinos, los avariciosos, los mutiladores, los delincuentes intelectuales y todo el rango de fuerzas que emergen para aniquilar el progreso humano, hacen lo que hacen convencidos de que sus acciones son buenas y necesarias y que forman parte de esa inercia que les llevará a encontrar o a dar una justicia necesaria. Por tanto, su razón es motivo suficiente y legitimo para llevar a cabo la aberración de la que es capaz el ser humano en su vertiente más deleznable.

 

Si este tipo de razones, además, se ven respaldadas por los mecanismos legales, administrativos, burocráticos y legislativos que rigen la convivencia de los pueblos y las personas, entonces quedan perversamente legitimadas, por lo que son acogidas con gran entusiasmo por la masa que las apoya y con gran convencimiento por quienes las propagan y practican. Si creo que tengo razón porque me pienso víctima de una injusticia que me lleva directamente a ejercer el derecho al sentimiento de la ofensa, y además esa razón es compartida por un proceso de identificación por otras personas, comunidades, asociaciones, colectivos, poblaciones, grupos o tribus que se suman al mismo procedimiento estructural desde el sentimiento, la razón gana fuerza en el convencimiento. Si a ello le sumamos el poder utilizar el andamiaje legislativo para darles legitima existencia, entonces la razón sube de grado para convertirse en una verdad irrefutable, una premisa necesaria e incuestionable, una roca no erosionable por nada ni por nadie. Un –ismo, un-ista.

Cuando esta razón se aferra en nuestro sentimiento y se posiciona como una verdad indiscutible, entonces hacemos de ella una necesidad que se convierte en una necesidad insaciable que debe ser atendida con prioridad en cada momento de nuestras vidas.

Es una causa, un sentimiento que nos pertenece y alimentamos obsesivamente mientras éste, se propaga como un virus en nuestro estado de conciencia para erradicar poco a poco cualquier atisbo de lucidez que permita poner en duda aquello de lo que visceralmente hemos sido convencidos. Nos hemos posicionado de tal manera con nuestra razón, que toda persona u opinión ajena que no comparta, asuma, escuche, asienta y se posicione con nuestros postulados, debe ser automáticamente condenada al ostracismo social, marcada como una lepra ideológica que alejada de lo correcto, debe ser condenada desde la fuerza que nos da nuestra supremacía moral. Esta supremacía auto conquistada, la refrendamos construyéndola en la legitimidad única que nos da la razón que nos concede la ofensa que partió de lo que en un origen fue de una percepción de injusticia forjada muchas veces,  de un modo subjetivo. En la dictadura de la ofensa, se condena al discrepante al ostracismo social y en el peor de los casos a un linchamiento virtual a través de las redes sociales. Lo políticamente correcto encasilla automáticamente al outsider de esta corriente ideológica en un apestado social cuya presencia molesta y a ser posible debe ser ignorada y/o erradicada por inconveniente.

El proceder inquisitorial jamás se fue de nuestra sociedad, tan entrenada en la búsqueda de culpables y chivos expiatorios sobre los que dejar caer nuestra ira y nuestra inconsciente necesidad de vomitar nuestra falta de autocrítica. Amparado en el victimismo como una nueva fuerza de bochornosa autocompasión, la cual nace de la pertenencia y del enorme poder de la minoría, cualquier acto o palabra sería justificado por el púlpito de la supremacía moral o ideológica.

Pienso lo que los demás deberían pensar. No hacerlo, les otorga el status de la equivocación que además, les posiciona geográficamente en el bando de los indeseables que no comprenden ni podrán comprender que yo, al fin y al cabo, tengo razón.

 

Este artículo continúa, no te pierdas la segunda parte aquí; en “La insoportable necesidad de tener razón (II)”

Luis María Ferrández, (Madrid, 1977), es Doctor en Ciencias de la información por la Universidad Complutense de Madrid. Compagina su carrera docente con la profesional como guionista y realizador. Es profesor en la universidad Francisco de Vitoria donde imparte varias asignaturas relacionadas con la cinematografía y la narrativa audiovisual. A su vez, es profesor de cine en la escuela de arte TAI. Como guionista, productor y director ha hecho dos películas: “249, la noche en que una becaria encontró a Emiliano Revilla” y “La pantalla herida” y varios cortometrajes de ficción. Ha trabajado en los equipos de dirección de varias películas además de desarrollar proyecto de cine y TV en varias productoras. Es analista de guiones con más de 50 producciones asesoradas en los últimos años.

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