El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho
Miguel de Cervantes Saavedra
Leía, hace ya bastante tiempo, que eran pocos los que hoy en día dedican parte de su tiempo a la mera errancia, al paseo desinteresado. Algo similar a un caminar sin rumbo predeterminado, que decide su dirección en un presente radical, y que puede variar a medida que dicho caminar va realizándose. Es, en el fondo, un caminar de lo más puro, es él mismo sin fines ulteriores, que entraña una liberalidad casi desaparecida hoy en día en nuestros andares cotidianos.
Mi abuelo tenía la sana costumbre de pasear casi a diario. Seguramente de él adquirí yo ese hábito, que tanto he hecho mío. Desde que alcanza mi memoria me recuerdo acompañándole en sus caminatas que apuntalaban las tardes de los veranos castellanos. Unos buenos zapatos y su “cachaba”, por si aparecía algún peligro en el camino. Campo, pinares, ruidos y flores. En todo me instruía, precisando los nombres de los distintos pájaros que oíamos o de las distintas zonas que atravesábamos.
Esos pequeños viajes me descubrieron un mundo y potenciaron mis sentidos. Depositaron en mí la semilla del asombro. Aristóteles dejó escrito (y seguro que no fue el primero) que era la capacidad de fascinarse una de las primordiales en el ser humano. Y para fascinarse hay que ver, tocar, oler, oír y palpar; y trenzar todos estos aspectos para lograr una verdadera experiencia única. Créanme, nuevos pedagogos, cuando les aseguro que la innovación educativa no debe ir reñida con la nuda experiencia de las cosas; créanme cuando les digo que entre los múltiples –y muy encomiables– beneficios que traen consigo ideas como el “proyecto iPad”, no se encuentra el de fomentar a fondo el dejar a los chicos y chicas boquiabiertos por algo que ven en vivo y en directo. ¡Es cierto! ¡La sensación de realidad es extraordinaria con las nuevas tecnologías! Pero el iPad no produce fascinación entre la juventud, ni Google Earth, ni siquiera la posibilidad de comunicarnos con personas en la otra punta del mundo mediante emails (¿me estaré haciendo viejo antes de tiempo?). La pantalla invita a la exploración inmediata –lo que no obtengo ipso facto, no me sirve– pero lo que vive en las profundidades requiere de una exploración dilatada para poder ser visto.


El que camina mucho, ve mucho. Y se apropia de un hábito indispensable en nuestros días: la atención sobre las cosas pequeñas. La sociedad de la aceleración no nos deja tiempo para detenernos ni un solo segundo a observar, algo que puede tener un reflejo social poco deseado: la práctica desaparición de la política del cuidado, de la atención a aquello que requiere de nuestra acción, a miles de kilómetros o justo debajo de nuestras casas. Así vivimos con la gran paradoja: en un mundo donde casi no quedan lugares a los que no accedan los objetivos de las cámaras –piensen en los mismos móviles, en los Snapchat o en Instagram, piensen en los drones–, en un mundo como este somos capaces de invisibilizar la realidad más inmediata. Y por eso devoramos con nuestros ojos las vacaciones que los y las instagramers se están pegando por Cuba, Tanzania o el sudeste asiático, pero somos incapaces de ver que cientos de personas duermen en las calles de nuestra ciudad. Hay realidades inmediatas a las que nadie fotografía y a las que no prestamos atención porque tenemos la mirada neutralizada.
¡Bendita atención! Que nos hace reposar la mirada por los rostros de las personas, por la arquitectura modernista del Eixample de Barcelona o por el mar que se retira y se acerca en movimiento continuo. Unamuno, Machado… En sus paseos buscaban comprender, intentaban coser los trozos de tela filosófica que nadie entendía porque venían por separado. Y en sus paseos buscaban, también, crear. De la observación brotaba un chorro de creación que estampaban en sus papeles. Es esperanzador ver cómo algunos de los mejores pintores o profesores que conozco siguen siendo devotos de esos vagabundeos que les desembota el alma y les hace crear su obra. No es malo que de vez en cuando mandemos a nuestros alumnos “a paseo”… Nada malo.
Mi abuelo me enseñó el valor de la dilatación espacial y temporal, de no reducirlo todo al aquí y al ahora. A no caminar cabizbajo, mirando una pantalla, a ir siempre dispuesto a encontrarse con lo inesperado. Todo cabe en el universo del errante. Caminando, el paseante hace suyo el espacio, lo intenta comprender. Y a raíz de esa comprensión será capaz de transmitir, con una tierna precisión, todos los detalles mágicos del mundo. Igual que lo hacía mi abuelo.

