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Juego de fundamentalismos

En Asuntos sociales/Pensamiento por

Hay una historieta de Mafalda que reza el siguiente comentario: ¿qué habrán hecho algunos pobres sures para merecer ciertos nortes? Hoy se nos presenta la misma pregunta pero desde una perspectiva diferente, quizá: ¿qué habrán hecho ciertos orientes para merecer ciertos occidentes? O viceversa ¿qué habrán hecho ciertos occidentes para merecer ciertos orientes?buxqp-dieaauzfw

Entendemos por fundamentalismo aquel comportamiento que por sí mismo es absoluto e indiscutible, sosteniéndose en la mayoría de los casos por un motivo con apariencia de orden superior, pero cuya aplicación y mala praxis de los conceptos asociados a la defensa de una idea de verdad (que se supone que es lo que tratan de defender) lo desvirtúan y desmerecen hasta crear una falacia antropológica en el mejor de los casos y un reguero de destrucción en nombre de Alá, Jehová, Lakshmi, Jesucristo o las libertades y derechos humanos de los pueblos.

La perversión del encuentro con el otro

Para comprender la deriva de los fundamentalismos, primero hay que indagar en la asociación que se efectúa con el propio concepto, errada en la propia definición y aplicación en muchos casos, y en la falta de compromiso con el otro, aquel que nos rodea y sus circunstancias, que nos lleva al punto de crear un mundo excesivamente virtual, imaginario, histérico y autónomo; entendiendo este último concepto con el peor de los calificativos y aplicaciones posibles.

Llama poderosamente la atención la confusión galopante que hoy en día llegamos a tener cuando vinculamos el fundamentalismo a algo exclusivamente relacionado con el hecho religioso.

Colectivos como FEMEN -mujeres que pintan sus torsos desnudos con lemas de toda índole, por norma general provocativos, para reivindicar el derecho a decidir en su propio cuerpo o para condenar que una mujer use Burka-, por los medios que emplean, sus acciones, su ideología de género y su lenguaje, su proyección hacia el infinito de lo que es meramente el hombre sin su contexto, su pretensión de totalizar su discurso como el único verdadero, no dista, desde una perspectiva “meta” (μετα. Más allá en griego), del fundamentalismo de los sunitas salafistas que aplican una perversión de la sharía, la ley islámica, en los países que dominan con sangre y fuego.

Cuando el diálogo no es un canal de encuentro y aproximación entre posturas enfrentadas, estamos moviéndonos en los terrenos del totalitarismo

Aunque desagradable, el término que gastan determinados medios en sus columnas de opinión, especialmente en España, para un nuevo “subgénero” de individuos sociales -feminazi-, no deja de encerrar una muesca de verdad. Cuando el diálogo no es un canal de encuentro y aproximación de dos posturas enfrentadas, con unos principios mínimos donde todas las dignidades, físicas y espirituales, estén a salvo; si estas premisas no se cumplen, estamos moviéndonos en los terrenos del totalitarismo.

Este tipo de acciones, al igual que este tipo de colectivos donde también podríamos incluir las acciones más extremas de Greenpeace o de la ONG Invisible Children, que llamaba de forma velada a la intervención internacional de los países occidentales en Uganda para atrapar a Joseph Kony, el terrorista líder del Ejército de Resistencia del Señor (otro ejemplo más de la perversión de la trascendencia y del otro),  nos muestran que existe una tergiversación, manipulación y peligro constante en lo que debiéramos llamar “compromiso con aquello que nos rodea”.

 

Este excesivo compromiso hacia causas igual de absolutas como confusas y violentas hacen el combo perfecto para entender, en parte, el problema del fundamentalismo; y detectar que ambos factores, paradójicamente para lo que ellos mismos reivindican, tienen en común la falta de compromiso con lo real.

Tanto sueñan, tanto anhelan, tanto luchan y tanto matan, que la razón de ser de su acción se desvincula del principio más básico por el que idealmente habían preparado su sueño, anhelo, lucha y asesinato. El otro.

El fundamentalismo no es creer, como muchos piensan, tener siempre la razón -eso es lógica, nadie habla (o mejor dicho, debería hablar) sin estar seguro de lo que dice- el problema es creer que el otro siempre debe estar equivocado.

Y de ahí; a la imposición, la masacre, el genocidio y el resto de calificativos que la historia de la humanidad nos ha contado y cuenta en el mundo de hoy.

A estas alturas del escrito nos surge una pregunta:

¿Es posible que el hombre, que ese hombre que se proyecta a sí mismo en lo absoluto devolviéndose su propia imagen, como una suerte de Dorian Grey actualizado, pueda volver sus cimientos sobre lo que es real y auténtico?

Nos adentramos, pues, en la segunda parte del artículo. Donde tratamos de esclarecer sobre las dos problemáticas que le surgen al individuo a la hora de pensarse y entenderse.

El primer problema anunciado es de orden antropológico: se ha perdido el concepto de persona. Más bien se ha redefinido el mismo posicionando, en aras de la “convivencia” (opio y quimera de esta sociedad interpretada como plural y no como realidad multicultural); dejando por encima un concepto mal entendido de libertad, obviando la capacidad de razón y trascendencia; ponderando derechos que no son. Quitando obligaciones que deberían ser.

Aquí Chesterton y Belloc, con sus interpretaciones de la vida, la comunidad, la familia y la economía, llamémosle el distributismo, nos podrían aportar algunas nociones idílicas del llamado a ser del hombre en sociedad.

El punto de partida por tanto, la génesis de restauración, es redefinir o recuperar la definición real de  lo que es el hombre en su ser y su dignidad más profunda. Es preciso entender al hombre como un animal racional, pero no quedarse solamente ahí; el hombre es mucho más que eso, es un animal racional con corazón, y al que además tenemos que sumarle el hecho que por ser racional y partiendo de una premisa occidental donde se es pensado, que viene a tener un fundamento vital en el cristianismo y en la cosmovisión del mundo por mucho que se trate de extirpar esta noción de las aulas y el ágora, es creado a Imagen y semejanza de un Creador.

Siguiendo esta torpe deducción -dirían algunos- debería admitirse que el hombre por naturaleza debiera ser bueno. ¿Pero es así?

Nietzche afirmaba que: “El malo no lo es más que por error, que lo saquen de su error y será bueno”.

Arthur Schopenhauer decía: “nadie se hace el mal (daño) voluntaria y conscientemente por lo tanto el mal solo se hace involuntariamente”

Slavoj Žižek, aterrizando al prisma del artículo, recogía en su libro “Islamismo y modernidad: reflexiones blasfemas”: “el problema con los fundamentalistas no es que los consideremos inferiores a nosotros, sino más bien, que ellos mismos se consideran secretamente inferiores”.

Mal, bien. Superior, inferior. Percepciones de orden moral de salón victoriano que sacadas de su contexto, de la realidad que debe servirnos de decorado para establecer un juicio valioso, son hasta de muy mal gusto.

La problemática de la “meta”

El segundo problema que adolecemos es de orden metafísico. Un plano en el que aún no sabemos distinguir que es lo real de lo imaginario.

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¿Cómo apelar emocionalmente a alguien embebido con Pokemon Go! o con las mejores caídas de YouTube a la realidad y complejidad de un conflicto, cruel y abominable, como es el de Siria? ¿Qué le dice esta guerra a él mismo como persona? ¿Es posible que esa guerra le pueda apelar, conmover, en un plano de realidad tan fuerte (a miles de kilómetros de distancia) que lleve al alienado a salir de sí mismo y encontrarse con el otro?

Los vínculos que puedan existir entre este individuo y un padre con su hijo que esquiva minas anticuerpos en Alepo, son mínimos. Sus dos estadios emocionales están en las antípodas. Sus concepciones del ser, en polos opuestos.

Publicamos en las redes un falso “estado”, imaginando que siempre tenemos algo importante o interesante que decir, algo vital para el otro pero que en realidad no encierra sino una ensortijada maraña de superficialidades. Nuestros ascensos por un puñado de likes, promociones por promocionar la miseria o alimentar el fluir de cadenas de mensajes de índole esotérico, donde lo cuantitativo (pasa este mensaje a 10 personas o se te caerán las pestañas para siempre) y no la experiencia cualitativa, es lo que te salva.

En el lenguaje psicológico de Lacan, no hemos salido del estadio de lo imaginario.

Estamos en un útero enorme, viendo las pinturas rupestres de la cotidianeidad en unas paredes carnosas y pringosas. Sin mucho interés más allá de lo propio en lo ajeno.

Creemos que con nuestro deambular somos más libres que el resto, pero en definitiva somos igual de esclavos, física y espiritualmente, que aquellos que se aferran a las cuatro piedras que custodian con celo bajo préstamo del mal llamado Estado Islámico.

Es esencial despertar a lo real, comenzar a ver las cosas como son y optar siempre por el mayor bien, que no debería estar sujeto exclusivamente a nuestras percepciones morales sino a un acuerdo común sobre los mínimos, ya establecidos pero no aplicados, sobre lo que es la persona y está llamado a ser. Que no es otra cosa, en definitiva, que ser responsable de uno mismo, del otro y de asumir como propias sus circunstancias.

Juan Pablo II, al recibir a la Conferencia Episcopal Española en el 2005, denunció la difusión de una mentalidad -con visos de verdad última, agotada en sí misma- que es el laicismo. Éste, considerado como cúspide de la relación del individuo con la sociedad,  lleva por su propio mecanismo, gradualmente, a una restricción de la libertad religiosa. Un apalancamiento espiritual que no solo adolecen los creyentes, que ven reducido su espacio de expresión, sino la propia sociedad, que va perdiendo forma y tiende a una homogeneización de perspectivas y alternativas vitales.

Ya no es tiempo de guardar silencio ante el juego de fundamentalismos, sino de anunciar que hay paz posible, una justicia posible y un perdón factible, cuando se rompa con las cadenas de la idiotez y el sinsentido en el que podemos caer si nos empeñamos en dejar de ser hombre y convertirnos en una masa uniforme y adicta a sus caprichos.

En fin. Es cuanto menos para seguir pensando…

 

Artículo escrito de forma conjunta por el periodista y codirector de Democresía, Ricardo Morales, y por el filósofo argentino, Alan Regueiro. 

Filósofo y profesor, actualmente desarrolla una investigación sobre el pensamiento de Friedrich Nietzsche en el departamento de humanidades de la Universidad Francisco de Vitoria.

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