No es el viento lo que incomoda, ni la lluvia, ni el tedio, ni la soledad, ni el abandono, ni la enfermedad, ni la miseria, ni la vejez, ni tampoco contemplar el rostro de la muerte.
No incomodan las reyertas, las ofensas, los disturbios o las guerras. Lo que realmente nos incomoda es el relato que nos contamos cuando suceden determinados acontecimientos.
Y es que damos por hecho que la vida debe navegar siempre a nuestro favor y por eso vamos en busca de las situaciones, personas y lugares que refuerzan nuestra amada auto-imagen, mientras tratamos de esquivar lo que llamamos imprevistos porque los vivimos como una negación hacia nosotros.


Sin embargo lo único que conseguimos en nuestro afán por rechazar las situaciones que nos incomodan es que terminamos viviendo incómodamente.
Porque la incomodidad no surge debido a lo que estamos viviendo sino a la repulsa y la negación de lo que sucede al creer que debemos sentirnos siempre bien; que la vida debe seguir el guión que nosotros trazamos y que todo aquello que nos incomoda debe ser evitado, eludido, extirpado.
Pero para la vida todo aquello que sucede es digno de ser vivenciado. La vida no discrimina entre correcto o incorrecto. Por eso nos lleva siempre al filo del abismo y a la puerta de nuestros infiernos para sacudirnos de nuestras amadas convicciones, las cuales defendemos contra todas las tormentas que parecen amenazarlas.


Y es que la vida se ríe de todos los mantras pseudo-espirituales que recitamos y de todos los corsés estereotipados que nos hemos inventado para supuestamente protegernos de lo que catalogamos de negativo.
Por eso nos seguirá zarandeado hasta que nos rindamos y atrevamos a sentirnos terriblemente incómodos con la máscara de positivismo sin fundamento con la que tratamos de evitar esa parte de la vida que nos resulta más desagradable.
Porque sólo entonces estaremos en disposición de trascender la incomodidad y podremos estar en disposición de “darnos la paz” con todo aquello que nos molesta, nos hiere, nos sacude, nos avergüenza y nos enfurece; porque eso es lo que nos abrirá a la comprensión de que la vida no pretende incomodarnos. No le importamos lo suficiente. Sin embargo, en este viaje al epicentro de aquello que nos agarrota, está la esperanza de aprender a Vivir en las circunstancias; abrazándolas, haciéndolas nuestras y, por tanto, dando sentido a aquello que una vez nos dejó desprovisto de sentido.

