Rondaban las nueve de la noche en Londres e Ignacio y sus amigos volvían a casa en bicicleta después de pasar la tarde patinando en un parque. Dicen algunos de los que pasaron por Borough Market a esa misma hora que prácticamente ni se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo. No había griterío ni masas de gente corriendo despavorida, acaso se habrían refugiado en algún local. Únicamente algunas personas tendidas en el suelo y algo de movimiento que podrían haber pasado medianamente desapercibidos a quien pasara rápido y distraído por un lugar tumultuoso como es el centro de la capital británica.
Ignacio sí lo vio y se paró –quizá un instinto protector de esos que adornan determinadas personalidades–; tres individuos iban por la calle cuchillo en mano y en ese momento uno de ellos estaba apuñalando a una mujer. Lo que no se explica es lo que ocurriría después: se bajó de la bicicleta, cogió lo primero que tuvo a mano –su monopatín– y embistió contra los terroristas.
Ignacio Echeverría entregó su vida — la entregó él, pues la suerte le había colocado fuera del lugar donde ocurrieron los hechos– el pasado 3 de junio, durante el triple atentado que sembró el terror por tercera vez en poco tiempo en Reino Unido. Hasta 24 horas después, para este corazón que les escribe, el ataque terrorista no era sino uno más de los muchos y tristes sucesos que sacuden las portadas de vez en cuando, tanto más cuanto más cercanos geográfica o culturalmente.
Sin embargo, estando yo en la redacción el domingo por la noche, un ‘tweet‘ levantó la voz de alarma: hay un español desaparecido. No se sabía nada más que aquel ‘tweet’. Me puse a rebuscar en Internet y logré contactar con el hermano de Ignacio y con uno de sus amigos, que me contaron la historia con más detalle. Las 72 horas siguientes, una angustia continua, hasta saber hoy que Ignacio no está entre los heridos sino entre los asesinados.
Me acuerdo de aquella cita –tal vez apócrifa– de cierto dictador que decía que una muerte “es una tragedia”, mientras que un millón de muertes son solamente “estadística”. Es cierto que Ignacio es uno entre ocho de los fallecidos en el ataque terrorista de aquella noche y una sola de las centenares de vidas que ha destruido el DAESH en las últimas semanas sin que en muchos casos hayamos llegado a enterarnos.
Pero también es cierto que es a través de actos como el suyo –digámoslo, de auténtico heroísmo– cuando se hace patente a nuestros ojos la profundidad misteriosa de la tragedia. El atentado de Londres ya no puede ser reducido a una jauría de fanáticos arramblando con una masa de ciudadanos despavoridos. En medio de todos ellos hay alguien –un trabajador, un ‘skater’, un español– cuya libertad y cuyo modo de mirar son tan extraordinarios que parece que a su lado el terror se hace pequeño.
Yo no sé si la libertad de Ignacio nace o se hace, si es un momento de gracia, un impulso repentino o una inercia, aunque sospecho que nadie que no haya entregado poco a poco su vida se halla en posesión de una decisión como la suya en el momento final. Solo tengo un montón de preguntas, un profundo agradecimiento –unido a la pena– y la intuición de que con él se ha hecho presente una belleza tan grande que es capaz de derrotar al terror. Quien arrebata la vida para imponer una verdad contra quien la entrega, confirmando así una Verdad de la manera más grave que puede hacerse.
Gracias, Ignacio. Rezamos por ti y por las víctimas.
Nota: Ya publicado este artículo he podido volver a hablar con uno de los hermanos de Ignacio. Si en la primera versión de los hechos parecía que solo Ignacio se lanzó contra los terroristas, lo cierto es que lo hizo junto a algunos de sus amigos que vieron “lo que parecía una pelea” y un policía cayendo al suelo.
“En ese momento, ya estaba Ignacio pegando con la tabla a los tres terroristas, que se defendían como podían”, explicaron los amigos a la familia. Lo cierto es que los amigos solo se separaron de Ignacio cuando vieron como uno los atacantes corrían hacia ellos, cuchillo en mano.