Me ocurrió el otro día. Resulta que he vendido la moto y ahora me toca ir a las ruedas de prensa en metro, como un mortal más. Lo cierto es que, más allá de los pros y los contras, mi nueva condición de peatón conlleva una buena dosis diaria de aquello tan sano que es mezclarse con “el pueblo” –por oposición a “la casta”–, en mi caso los madrileños.
Para no extenderme en cosas que ni les interesan ni quiero contarles, les diré que el otro día me vi en una situación que (una o dos semanas después) sigue rondándome la cabeza. La escena fue la siguiente:
Iba yo en la línea diez, de vuelta a la redacción, cuando un hombre de aspecto extranjero, con algo de barba gris y una muleta se acercó a mi con un vasito de café para llevar, haciendo tintinear unas monedillas que llevaba dentro.
Les prometo que llevaba la cartera vacía de cualquier metal de valor. Así se lo expliqué y continuó su camino hacia la siguiente bancada… Y ahí estaba ella, mirando algo en el móvil muy concentrada.
Estoy seguro de que el hombre debió cazar que aquello era una pose y, para vergüenza de ella, decidió –por pillería o por dignidad– quedarse ahí, a no mas de dos palmos de ella. El caso es que la chica se quedó completamente paralizada. Juraría que hasta empezó a temblar mientras se acercaba el móvil cada vez más a la cara, casi como si intentara desaparecer tras la pantalla del teléfono. No creo que aquello durara más de ocho o nueve segundos, pero la violencia de la escena debió sacudir medio vagón por lo menos.
Tengan por seguro que no les cuento esto para señalar con el dedo a la pobre chica y despellejarla en una plaza pública. Ocurre que, a veces, justo en el momento en que uno mira, la realidad se levanta la falda y se ve de lo que estamos hechos.
Es algo casi instintivo, una absurda estrategia de supervivencia, un error de Matrix. Ya desde bien pequeños, todos lo que hemos sido perezosos empleamos la absurda técnica de tratar de no mirar al profesor cuando reclamaba voluntarios en clase. Algo tendrá esa otra realidad (que se aparece en cualquier parte, en la esquina de una tienda, en la terraza de un bar, o con un vasito de café en el metro) que nos recuerda que no hemos hecho los deberes.
Uno puede pagar sus impuestos, votar a Podemos, clamar contra la corrupción y manifestarse contra el hambre en el mundo y los ricos capitalistas que ahogan a la clase obrera, cumplir religiosamente estos y otros muchos rituales que nos impone la corrección política, pero nadie es capaz de sustraerse del hecho de que esa realidad que pasa por delante mientras escuchamos música en nuestro ‘smartphone’ y hacemos ver que leemos mensajes de ‘Whatsapp’ (confiéselo, todos lo hacemos), le interpela a usted de forma personal.


Ante esta verdad solo caben dos opciones: la primera es “bloquear” a la parte de la realidad que nos incomoda, al más puro estilo Facebook, tal como plantea el especial de Navidad 2014 de ‘Black Mirror’ (si no conocen la serie, el enlace es una indirecta. No contiene ‘spoilers’).
La segunda es la que planteaba el Papa Francisco en su encíclica ‘Laudato Si’:
“Los medios actuales permiten que nos comuniquemos y que compartamos conocimiento y afecto. (…) Sin embargo, a veces nos impiden tomar contacto con la angustia, con el temor, con la alegría del otro y con la complejidad de su experiencia personal“.
¿Hay algo más antinatural e inhumano que vivir juntos e ignorarnos?
Quizá mirar al tipo del metro a los ojos, darle la calderilla que uno lleve encima, y desearle un buen día o algo de suerte no le resuelve el problema a nadie (de hecho, si se permite compadecerse quizá descubra que se entristece con él), pero es más sano y más sincero enfrentar la realidad tal como es que cerrar los ojos y esperar a que estalle. Pocas cosas se me antojan más violentas (con esa violencia que no se ve, que duele más) que ser capaz de ponerse frente a otro y decirle (sin decirlo, en este caso) “tú no existes”.

